Hablar de valores morales es tan fácil como hacerlo de fútbol. Otro cantar es saber de lo que estamos hablando para hacerlo con propiedad. Para la vuelta a septiembre intentaré hacer un escorzo en el complicado plano de los valores morales. Es claro que este tipo de valores no cotizan en Bolsa pero sí fluctúan a cada momento en la sociedad.
La idea toma cuerpo por haberme comprometido para el curso próximo a reforzar –y, en la medida de lo posible, a consolidar– un proyecto de Escuela de Padres y Madres en un centro escolar público. Así compartiré parte de la teoría con vosotros.
En referencia al desafortunado e impertinente grito, más bien exabrupto, lanzado en el Congreso ya hace más de una semana por la diputada del PP Andrea Fabra, habría que decir que quien no controla sus emociones, es arrastrado por ellas a donde no quiere. Pensamiento que se puede expresar más plásticamente diciendo que quien no usa la cabeza para pensar, la usa para embestir.
Y eso es lo que ha hecho esta señora. Ha arremetido de frente y sin ponderar todas las consecuencias que podría acarrear dicha arrancada. Un político debería estar preparado para enfrentarse a situaciones que le pueden sublevar, ya que puede perder la razón, en el caso de que la lleve. Puede perder el “oremus” aunque le asista la razón.
En su defensa han argumentado que la diatriba no iba dirigida a los parados y sí a la bancada socialista que, según cuentan, estaba pasándose de la raya. "Que el contrario sea o pueda ser un desarmado no es óbice para serlo tú también", habría que contestar a este alegato de defensa. Actitudes y valores se aprenden y se ponen en marcha desde la más elemental necesidad de compartir para convivir.
En el tema de la práctica de buena ciudadanía se hace referencia a destrezas personales capaces de manifestar sensibilidad ante la injusticia, a la capacidad de argumentar, de escuchar, de esforzarse por entender los puntos de vista ajenos o de tratar los conflictos de forma constructiva.
La praxis de la ciudadanía incluye un conjunto de virtudes cívicas que, quizás no son enseñadas directamente, pero se aprenden por el uso. Virtudes cívicas como la defensa del bien común, la responsabilidad, la participación, la tolerancia, la colaboración o la profesionalidad, entre otras.
Vista la situación, desde el prisma de los grandes principios suele ser fácil conducirse y mantener alta la bandera de la defensa de los mismos. Pero… en las distancias cortas en donde un perfume se la juega. Es decir, en el día a día es donde podemos dar el do de pecho o pifiarla de forma lamentable.
Las palabras, cuando salen de nuestra boca, ya no las podemos dominar y, mucho menos, reabsorber: ya no las controlamos. Solo somos dueños de nuestros pensamientos. Y los pensamientos, cuando los expresamos en palabras, se convierten en un bumerán que nos puede hacer daño al volver.
Pudiendo ser verdad, a priori no tengo datos para negar que Andrea Fabra solo arremetía contra los improperios salidos de la bancada socialista; su exclamación le golpeó en plena cabeza al retornar. Un riesgo más de la incontinencia verbal que a veces nos acompaña.
Posteriormente ha salido en su defensa papá, al que un periódico digital calificaba “el profesor de ética destaca los valores morales de su hija”. Internet ya se había incendiado contra la hija y el padre terminó de echar gasolina a la hoguera. Quien se junta con un carbonero termina tiznado. Gajes del oficio.
Hacer el imbécil está a alcance de cualquier persona. Un imbécil moralmente hablando es la persona que necesita un bastón para ir por la vida, un apoyo exterior a ella misma porque su capacidad crítica está apolillada –el palabro "imbécil" deriva del latín “baculus” (bastón)-. En el caso que nos ocupa parece ser que el báculo que le sirve de soporte deja bastante que desear.
Dice Fernando Savater en su Ética para Amador: “Lo contrario de ser moralmente imbécil es tener conciencia para, a base de práctica, ir desarrollando el buen gusto moral, de modo que haya ciertas cosas que nos repugne espontáneamente hacer… Saber que no todo da igual porque queremos realmente vivir y además vivir humanamente bien”.
En el periódico El País aparece un artículo titulado Lágrimas o cosmética en referencia a la poca valentía que derrochan la mayoría de personajes públicos a la hora de pedir perdón por lo errático de sus actuaciones. Ésta es una muy buena pregunta. La respuesta indudablemente se oculta en las intencionalidades de esos sujetos. Me atrevo a lanzar otra interrogante: ¿lágrimas de cocodrilo? Es claro que no tengo respuesta.
Dicho artículo se hace eco del tímido perdón solicitado por algunos banqueros y, por supuesto, por la diputada. Eso de pedir perdón está muy bien y hasta puede aparecer como edificante, pero… ¿ello implica propósito de la enmienda? Pido perdón y ¿con eso basta para saldar mi deuda económica o moral? ¿Pura operación de maquillaje?
“En un país donde todos tienden a echar balones fuera, pedir perdón es un buen gesto”. Así lo valora Enrique Alcat, profesor de comunicación empresarial y recalca: “En un momento de falta de ética y de principios, cae simpático automáticamente quien pide perdón. Tener la humildad de hacerlo es una buena forma de recuperar la confianza”.
¿A esta señora le ha traicionado su subconsciente? Podríamos decir, en líneas generales, que los criterios que utilizamos dependen en gran medida de los valores que tenemos, de aquello que valoramos y preferimos, y nos permiten establecer las normas a las que se ha de ajustar nuestra conducta. Obramos de acuerdo con lo que creemos y valoramos.
La sociedad funciona sobre la base del respeto. Respeto a los demás, a unos valores, a unos principios y a unas normas básicas sin las cuales no es posible la convivencia. No siempre puedo hacer lo que quiero y, a veces, hay cosas que no me gustan demasiado y tengo que hacerlas. Por eso, para el ser humano, vivir es convivir, y convivir exige el respeto. Bien pensado, el respeto no es más que un juego de derechos y obligaciones.
Derechos y obligaciones son como las dos caras de una moneda. Mis derechos, lo que yo puedo exigir a los demás, se convierten en obligaciones para con ellos. Si yo puedo pedir a los demás que me traten con educación, yo tengo que tratarlos a ellos del mismo modo. Si yo exijo a los demás que respeten un semáforo, tengo que respetarlo también. A veces nos saltamos los semáforos con demasiada alegría, y no me estoy refiriendo a una señal de tráfico.
“Quien no controla sus emociones, es arrastrado por ellas a donde no quiere”. Por eso, una educación completa requiere: enseñar a pensar, enseñar a controlar las emociones y ayudar a tener criterios morales con los que convivir. Porque somos ciudadanos para la convivencia, no lobos solitarios. ¡Buen verano, quillo!
La idea toma cuerpo por haberme comprometido para el curso próximo a reforzar –y, en la medida de lo posible, a consolidar– un proyecto de Escuela de Padres y Madres en un centro escolar público. Así compartiré parte de la teoría con vosotros.
En referencia al desafortunado e impertinente grito, más bien exabrupto, lanzado en el Congreso ya hace más de una semana por la diputada del PP Andrea Fabra, habría que decir que quien no controla sus emociones, es arrastrado por ellas a donde no quiere. Pensamiento que se puede expresar más plásticamente diciendo que quien no usa la cabeza para pensar, la usa para embestir.
Y eso es lo que ha hecho esta señora. Ha arremetido de frente y sin ponderar todas las consecuencias que podría acarrear dicha arrancada. Un político debería estar preparado para enfrentarse a situaciones que le pueden sublevar, ya que puede perder la razón, en el caso de que la lleve. Puede perder el “oremus” aunque le asista la razón.
En su defensa han argumentado que la diatriba no iba dirigida a los parados y sí a la bancada socialista que, según cuentan, estaba pasándose de la raya. "Que el contrario sea o pueda ser un desarmado no es óbice para serlo tú también", habría que contestar a este alegato de defensa. Actitudes y valores se aprenden y se ponen en marcha desde la más elemental necesidad de compartir para convivir.
En el tema de la práctica de buena ciudadanía se hace referencia a destrezas personales capaces de manifestar sensibilidad ante la injusticia, a la capacidad de argumentar, de escuchar, de esforzarse por entender los puntos de vista ajenos o de tratar los conflictos de forma constructiva.
La praxis de la ciudadanía incluye un conjunto de virtudes cívicas que, quizás no son enseñadas directamente, pero se aprenden por el uso. Virtudes cívicas como la defensa del bien común, la responsabilidad, la participación, la tolerancia, la colaboración o la profesionalidad, entre otras.
Vista la situación, desde el prisma de los grandes principios suele ser fácil conducirse y mantener alta la bandera de la defensa de los mismos. Pero… en las distancias cortas en donde un perfume se la juega. Es decir, en el día a día es donde podemos dar el do de pecho o pifiarla de forma lamentable.
Las palabras, cuando salen de nuestra boca, ya no las podemos dominar y, mucho menos, reabsorber: ya no las controlamos. Solo somos dueños de nuestros pensamientos. Y los pensamientos, cuando los expresamos en palabras, se convierten en un bumerán que nos puede hacer daño al volver.
Pudiendo ser verdad, a priori no tengo datos para negar que Andrea Fabra solo arremetía contra los improperios salidos de la bancada socialista; su exclamación le golpeó en plena cabeza al retornar. Un riesgo más de la incontinencia verbal que a veces nos acompaña.
Posteriormente ha salido en su defensa papá, al que un periódico digital calificaba “el profesor de ética destaca los valores morales de su hija”. Internet ya se había incendiado contra la hija y el padre terminó de echar gasolina a la hoguera. Quien se junta con un carbonero termina tiznado. Gajes del oficio.
Hacer el imbécil está a alcance de cualquier persona. Un imbécil moralmente hablando es la persona que necesita un bastón para ir por la vida, un apoyo exterior a ella misma porque su capacidad crítica está apolillada –el palabro "imbécil" deriva del latín “baculus” (bastón)-. En el caso que nos ocupa parece ser que el báculo que le sirve de soporte deja bastante que desear.
Dice Fernando Savater en su Ética para Amador: “Lo contrario de ser moralmente imbécil es tener conciencia para, a base de práctica, ir desarrollando el buen gusto moral, de modo que haya ciertas cosas que nos repugne espontáneamente hacer… Saber que no todo da igual porque queremos realmente vivir y además vivir humanamente bien”.
En el periódico El País aparece un artículo titulado Lágrimas o cosmética en referencia a la poca valentía que derrochan la mayoría de personajes públicos a la hora de pedir perdón por lo errático de sus actuaciones. Ésta es una muy buena pregunta. La respuesta indudablemente se oculta en las intencionalidades de esos sujetos. Me atrevo a lanzar otra interrogante: ¿lágrimas de cocodrilo? Es claro que no tengo respuesta.
Dicho artículo se hace eco del tímido perdón solicitado por algunos banqueros y, por supuesto, por la diputada. Eso de pedir perdón está muy bien y hasta puede aparecer como edificante, pero… ¿ello implica propósito de la enmienda? Pido perdón y ¿con eso basta para saldar mi deuda económica o moral? ¿Pura operación de maquillaje?
“En un país donde todos tienden a echar balones fuera, pedir perdón es un buen gesto”. Así lo valora Enrique Alcat, profesor de comunicación empresarial y recalca: “En un momento de falta de ética y de principios, cae simpático automáticamente quien pide perdón. Tener la humildad de hacerlo es una buena forma de recuperar la confianza”.
¿A esta señora le ha traicionado su subconsciente? Podríamos decir, en líneas generales, que los criterios que utilizamos dependen en gran medida de los valores que tenemos, de aquello que valoramos y preferimos, y nos permiten establecer las normas a las que se ha de ajustar nuestra conducta. Obramos de acuerdo con lo que creemos y valoramos.
La sociedad funciona sobre la base del respeto. Respeto a los demás, a unos valores, a unos principios y a unas normas básicas sin las cuales no es posible la convivencia. No siempre puedo hacer lo que quiero y, a veces, hay cosas que no me gustan demasiado y tengo que hacerlas. Por eso, para el ser humano, vivir es convivir, y convivir exige el respeto. Bien pensado, el respeto no es más que un juego de derechos y obligaciones.
Derechos y obligaciones son como las dos caras de una moneda. Mis derechos, lo que yo puedo exigir a los demás, se convierten en obligaciones para con ellos. Si yo puedo pedir a los demás que me traten con educación, yo tengo que tratarlos a ellos del mismo modo. Si yo exijo a los demás que respeten un semáforo, tengo que respetarlo también. A veces nos saltamos los semáforos con demasiada alegría, y no me estoy refiriendo a una señal de tráfico.
“Quien no controla sus emociones, es arrastrado por ellas a donde no quiere”. Por eso, una educación completa requiere: enseñar a pensar, enseñar a controlar las emociones y ayudar a tener criterios morales con los que convivir. Porque somos ciudadanos para la convivencia, no lobos solitarios. ¡Buen verano, quillo!
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PEPE CANTILLO