Uno nunca deja de sorprenderse. A pesar de los años que se van acumulando, y con la creencia ingenua de que el mundo, no obstante, camina hacia delante, en cualquier momento surge un detalle que nos hace ver que las cosas no son de “color rosa”. Y ya que hablamos de colores, el rosa va a ser el protagonista en esta ocasión del artículo para Negro sobre blanco.
Comienzo por una anécdota (pero, ojo, a veces si se tira del hilo, las anécdotas nos conducen a temas de mayor calado). Dado que soy un ave diurna, es decir, de aquellos que se levantan muy temprano, suelo hacer largas caminatas por el paseo del Vial Norte de Córdoba, cuando todavía las luces del amanecer están agazapadas y los coches no han comenzado a rugir por las calles. Tras más de una hora, termino en la estación de tren para comprar la prensa en el lugar más madrugador de la ciudad, como es la librería de la estación.
En una de esas mañanas en las que acabé cerrando la caminata en la estación, observé que una tienda dedicada a regalos infantiles tenía una serie de pequeños dinosaurios. Puesto que voy con cierta frecuencia a mi tierra de origen, Extremadura, habitualmente me quedo a dormir en casa de una pareja amiga que tiene a Roberto, un niño de cinco años.
Roberto es un verdadero entusiasta del mundo de los dinosaurios. Cada vez que llego, me lo subo en mis piernas y tengo que leerle ese libro de dinosaurios que le apasiona, y hasta que no acabo no me deja marchar. Así que decidí pasar a la tienda para comprarle uno de ellos y llevárselo. Entre los que había, me gustó el triceratops, ese tremendo bicho con tres enormes cuernos.
Cuando se lo indiqué a la chica de la tienda, esta me pregunta: “¿Es para un niño o una niña?”. Me quedo un tanto sorprendido, pues creo que tanto a los unos como a las otras les puede gustar ese mundo extraño, sorprendente y mágico en el que reinaban esas bestias gigantes. “Es igual, ¿no?”, le respondo. La chica, con cierta displicencia profesional, me argumenta: “Es que si es para una niña, se lo pondré en una bolsa rosa; y si es para un niño, en una bolsa azul”.
En esos momentos se me nubla la mente y creo que el cerebro se me llenó de toda la parafernalia de “Hello Kitty”, es decir, de esa gatita norteamericana con un todo un mundo color rosa, y que vuelve a hacer furor en las tiendas, al tiempo que genera grandes dividendos a la casa patente cuyo diseño ha registrado. Vuelvo a mirar el triceratops y le digo: “¿Tienes una bolsa de color verde? Creo que a Roberto le gustará este color”.
Cierto, el rosa vuelve a estar de moda. Hace furor entre las madres, las niñas y las chicas de distintas edades. Y ahora resulta que tras muchos años cuestionando los estereotipos, la publicidad, con una ferocidad implacable, insiste en que el mundo de las niñas es de color de rosa y el de los niños de color azul; y cada uno por su lado. Vamos, que no deben mezclarse “las churras con las merinas”, ni “las peras con las manzanas”, tal como apuntaba doña Ana Botella (que por cierto, manifestaba que a ella le gustaban los hombres-hombres, nada de medias tintas).
Quizá a ti, amigo lector / amiga lectora, esto te parecerá una bobada, ganas de darle vueltas a cosas que no tienen ninguna importancia, algo así como buscarle los “tres pies al gato”, cuando las cosas deben estar muy claras: las niñas tienen su mundo y los niños tienen otro.
En mi descarga, puedo decirte que llevo años trabajando y estudiando la publicidad, con toda la fuerza de persuasión e, incluso de manipulación, que contiene. Y uno de los elementos que utiliza en sus estrategias de seducción es el estudio detallado de los colores.
De este modo, he dirigido varias tesis doctorales referidas a la publicidad, y os puedo asegurar que en ese conservadurismo de fondo que posee, arropado con ciertos aires de modernidad, se esconden los estereotipos más rancios que uno pueda imaginar. Estereotipos con los que funcionamos sin que seamos conscientes de ello, y que resulta muy difícil avanzar socialmente si no los cuestionamos.
Y para que veamos la fuerza que tienen los estereotipos en la mente de las personas, quisiera traeros aquí lo que me comentó recientemente un joven maestro, al que tuve de alumno hace algunos años.
En su primer destino como interino le tocó un pequeño pueblo del norte de Granada. Lo cierto es que a él le gusta mucho la enseñanza y se dedica con entusiasmo a este trabajo. Disfruta no solo en el aula, sino que también fuera de ella continúa la buena relación con sus pupilos.
Puesto que es alto y fortachón, cuando juega al fútbol con sus alumnos lo hace de portero para no abusar de su físico. Con el paso de los días, también se granjeó el respeto y el aprecio de padres y madres, que veían cómo entendía bien el mundo de los estudiantes de Primaria.
Con todo, este maestro era consciente de que hay ciertas costumbres y tradiciones que están muy arraigadas en algunos pueblos, por lo que sabía relacionarse conociendo los valores y también lo prejuicios que tienen algunas personas.
Un día, se percató de que uno de sus alumnos tenía una actitud un tanto extraña. Intentó charlar con él, para saber qué le pasaba. Tras hacerle notar que le veía un poco raro, logró que finalmente rompiera esa capa de silencio que le envolvía. La pregunta que el niño le hizo le dejó un tanto sorprendido. “Profe, ¿tú eres gay?”, le dijo, desviando un tanto la mirada hacia el suelo.
Tras un breve silencio, producto del asombro de uno y de cierto rubor de quien le había formulado tal cuestión, le respondió con otro interrogante: “Pero… ¿esto por qué me lo preguntas?”. Manolito, que así se llamaba el niño, en esos momentos tenía la sensación de que había metido la pata. Manteniendo la mirada cabizbaja, tragando saliva pudo continuar: “Es que mi padre dice que los que llevan camisas rosas son maricas, y tú algunas veces llevas una camisa de este color, y yo no quiero ser un mariquita”.
Como maestro que se estaba curtiendo en nuevos retos, respiró hondo y le explicó: “¿Sabes lo que yo soy?”. “¿El qué?”, soltó Manolito con inquietud contenida. “Pues la cuestión es que yo soy daltónico”. “¿Y eso qué es? ¿Es muy grave?”, preguntó, quizás temiéndose que fuera una enfermedad de los gays.
“Bueno, Manolito, puesto que veo que tu padre está muy preocupado con que su hijo sea un hombre como Dios manda, dile que te aclare el porqué los daltónicos confundimos el rojo con el verde, y el rosa con el morado, y que no se preocupe tanto por los colores, ni con los gustos de las personas, ya que hay muchos y diversos, como el propio arco iris”, concluyó, intentando zanjar las dudas de su alumno. Ni que decir tiene que Manolito nunca vino con la respuesta de su padre, hombre tan preocupado por la futura virilidad de su retoño.
Comienzo por una anécdota (pero, ojo, a veces si se tira del hilo, las anécdotas nos conducen a temas de mayor calado). Dado que soy un ave diurna, es decir, de aquellos que se levantan muy temprano, suelo hacer largas caminatas por el paseo del Vial Norte de Córdoba, cuando todavía las luces del amanecer están agazapadas y los coches no han comenzado a rugir por las calles. Tras más de una hora, termino en la estación de tren para comprar la prensa en el lugar más madrugador de la ciudad, como es la librería de la estación.
En una de esas mañanas en las que acabé cerrando la caminata en la estación, observé que una tienda dedicada a regalos infantiles tenía una serie de pequeños dinosaurios. Puesto que voy con cierta frecuencia a mi tierra de origen, Extremadura, habitualmente me quedo a dormir en casa de una pareja amiga que tiene a Roberto, un niño de cinco años.
Roberto es un verdadero entusiasta del mundo de los dinosaurios. Cada vez que llego, me lo subo en mis piernas y tengo que leerle ese libro de dinosaurios que le apasiona, y hasta que no acabo no me deja marchar. Así que decidí pasar a la tienda para comprarle uno de ellos y llevárselo. Entre los que había, me gustó el triceratops, ese tremendo bicho con tres enormes cuernos.
Cuando se lo indiqué a la chica de la tienda, esta me pregunta: “¿Es para un niño o una niña?”. Me quedo un tanto sorprendido, pues creo que tanto a los unos como a las otras les puede gustar ese mundo extraño, sorprendente y mágico en el que reinaban esas bestias gigantes. “Es igual, ¿no?”, le respondo. La chica, con cierta displicencia profesional, me argumenta: “Es que si es para una niña, se lo pondré en una bolsa rosa; y si es para un niño, en una bolsa azul”.
En esos momentos se me nubla la mente y creo que el cerebro se me llenó de toda la parafernalia de “Hello Kitty”, es decir, de esa gatita norteamericana con un todo un mundo color rosa, y que vuelve a hacer furor en las tiendas, al tiempo que genera grandes dividendos a la casa patente cuyo diseño ha registrado. Vuelvo a mirar el triceratops y le digo: “¿Tienes una bolsa de color verde? Creo que a Roberto le gustará este color”.
Cierto, el rosa vuelve a estar de moda. Hace furor entre las madres, las niñas y las chicas de distintas edades. Y ahora resulta que tras muchos años cuestionando los estereotipos, la publicidad, con una ferocidad implacable, insiste en que el mundo de las niñas es de color de rosa y el de los niños de color azul; y cada uno por su lado. Vamos, que no deben mezclarse “las churras con las merinas”, ni “las peras con las manzanas”, tal como apuntaba doña Ana Botella (que por cierto, manifestaba que a ella le gustaban los hombres-hombres, nada de medias tintas).
Quizá a ti, amigo lector / amiga lectora, esto te parecerá una bobada, ganas de darle vueltas a cosas que no tienen ninguna importancia, algo así como buscarle los “tres pies al gato”, cuando las cosas deben estar muy claras: las niñas tienen su mundo y los niños tienen otro.
En mi descarga, puedo decirte que llevo años trabajando y estudiando la publicidad, con toda la fuerza de persuasión e, incluso de manipulación, que contiene. Y uno de los elementos que utiliza en sus estrategias de seducción es el estudio detallado de los colores.
De este modo, he dirigido varias tesis doctorales referidas a la publicidad, y os puedo asegurar que en ese conservadurismo de fondo que posee, arropado con ciertos aires de modernidad, se esconden los estereotipos más rancios que uno pueda imaginar. Estereotipos con los que funcionamos sin que seamos conscientes de ello, y que resulta muy difícil avanzar socialmente si no los cuestionamos.
Y para que veamos la fuerza que tienen los estereotipos en la mente de las personas, quisiera traeros aquí lo que me comentó recientemente un joven maestro, al que tuve de alumno hace algunos años.
En su primer destino como interino le tocó un pequeño pueblo del norte de Granada. Lo cierto es que a él le gusta mucho la enseñanza y se dedica con entusiasmo a este trabajo. Disfruta no solo en el aula, sino que también fuera de ella continúa la buena relación con sus pupilos.
Puesto que es alto y fortachón, cuando juega al fútbol con sus alumnos lo hace de portero para no abusar de su físico. Con el paso de los días, también se granjeó el respeto y el aprecio de padres y madres, que veían cómo entendía bien el mundo de los estudiantes de Primaria.
Con todo, este maestro era consciente de que hay ciertas costumbres y tradiciones que están muy arraigadas en algunos pueblos, por lo que sabía relacionarse conociendo los valores y también lo prejuicios que tienen algunas personas.
Un día, se percató de que uno de sus alumnos tenía una actitud un tanto extraña. Intentó charlar con él, para saber qué le pasaba. Tras hacerle notar que le veía un poco raro, logró que finalmente rompiera esa capa de silencio que le envolvía. La pregunta que el niño le hizo le dejó un tanto sorprendido. “Profe, ¿tú eres gay?”, le dijo, desviando un tanto la mirada hacia el suelo.
Tras un breve silencio, producto del asombro de uno y de cierto rubor de quien le había formulado tal cuestión, le respondió con otro interrogante: “Pero… ¿esto por qué me lo preguntas?”. Manolito, que así se llamaba el niño, en esos momentos tenía la sensación de que había metido la pata. Manteniendo la mirada cabizbaja, tragando saliva pudo continuar: “Es que mi padre dice que los que llevan camisas rosas son maricas, y tú algunas veces llevas una camisa de este color, y yo no quiero ser un mariquita”.
Como maestro que se estaba curtiendo en nuevos retos, respiró hondo y le explicó: “¿Sabes lo que yo soy?”. “¿El qué?”, soltó Manolito con inquietud contenida. “Pues la cuestión es que yo soy daltónico”. “¿Y eso qué es? ¿Es muy grave?”, preguntó, quizás temiéndose que fuera una enfermedad de los gays.
“Bueno, Manolito, puesto que veo que tu padre está muy preocupado con que su hijo sea un hombre como Dios manda, dile que te aclare el porqué los daltónicos confundimos el rojo con el verde, y el rosa con el morado, y que no se preocupe tanto por los colores, ni con los gustos de las personas, ya que hay muchos y diversos, como el propio arco iris”, concluyó, intentando zanjar las dudas de su alumno. Ni que decir tiene que Manolito nunca vino con la respuesta de su padre, hombre tan preocupado por la futura virilidad de su retoño.
AURELIANO SÁINZ