Ha tenido protagonismo informativo, entre chanzas y mofas, el resultado de la deplorable restauración que una octogenaria ha realizado de un fresco del siglo XIX pintado en el muro de una parroquia de Borja, en Zaragoza. Nadie anteriormente había reparado en la obra ni le brindaba atención para su conservación. Estaba allí como podía estar una mancha de humedad: algo consustancial al deterioro de un lienzo mural dejado a la intemperie.
Ni las autoridades eclesiásticas ni las civiles, de cualquier nivel, habían dispuesto jamás ningún segundo de atención o los recursos necesarios para la debida custodia y protección de lo que ahora tanto se lamenta. Una pigmentación sobre las piedras de un santuario que el tiempo y la indiferencia se estaban encargando de difuminar imperceptible, pero incesantemente. Algo que sólo una feligresa de 81 años pudo percibir de tanto acudir a humillarse al templo.
Con arrojo senil, la preocupación y unos rudimentarios conocimientos de pintura mueven a la buena mujer a limpiar aquel fresco del olvido y el moho que van cubriéndolo. Y aunque del voluntarioso empeño sólo surgió lo esperado de un profano, para hilaridad de quienes se desternillan con los tropezones ajenos, ningún “experto” de los que tanto abundan, a cualquier nivel, se dignó mover una pestaña para evitarlo, como tampoco ningún responsable del lugar que cobija el depósito pictórico, con hábitos o sin ellos, se acercó a la anciana para agradecerle su generosidad y recomendarle confiar con más devoción en los designios divinos para con todas las cosas, incluidas las obras de escasa relevancia artística como aquella.
Pero cuando la vergüenza de lo sucedido se transforma en comidilla mundial, gracias a las redes sociales e Internet, la carcoma de la indolencia burocrática busca culpables en las manos arrugadas y vencidas de una vieja que se atrevió hacer lo que nadie había hecho: recuperar del ostracismo una pintura abandonada en una iglesia.
Del alcalde, del obispo, del concejal de Cultura, de la Dirección General de Patrimonio o del presidente de un Gobierno que se niega a “gastar” en nada, mucho menos en cultura, no se acuerda ninguno de los que ríen, sólo de la humilde abuela que se dejó llevar por una sensibilidad para la que ya no tenía fuerzas ni presteza.
Más que risas, me apena que la pobre mujer, con la debilidad de una edad provecta, sea maltratada por una imprudencia de la que deberían responder tantos “responsables” ociosos e incompetentes, a cualquier nivel, que ahora se afanan en buscar chivos expiatorios. Si el rostro de los inútiles aflorara en los tesoros culturales que desprecian o ignoran, entonces sí tendríamos razones para la chanza y el jolgorio.
Ni las autoridades eclesiásticas ni las civiles, de cualquier nivel, habían dispuesto jamás ningún segundo de atención o los recursos necesarios para la debida custodia y protección de lo que ahora tanto se lamenta. Una pigmentación sobre las piedras de un santuario que el tiempo y la indiferencia se estaban encargando de difuminar imperceptible, pero incesantemente. Algo que sólo una feligresa de 81 años pudo percibir de tanto acudir a humillarse al templo.
Con arrojo senil, la preocupación y unos rudimentarios conocimientos de pintura mueven a la buena mujer a limpiar aquel fresco del olvido y el moho que van cubriéndolo. Y aunque del voluntarioso empeño sólo surgió lo esperado de un profano, para hilaridad de quienes se desternillan con los tropezones ajenos, ningún “experto” de los que tanto abundan, a cualquier nivel, se dignó mover una pestaña para evitarlo, como tampoco ningún responsable del lugar que cobija el depósito pictórico, con hábitos o sin ellos, se acercó a la anciana para agradecerle su generosidad y recomendarle confiar con más devoción en los designios divinos para con todas las cosas, incluidas las obras de escasa relevancia artística como aquella.
Pero cuando la vergüenza de lo sucedido se transforma en comidilla mundial, gracias a las redes sociales e Internet, la carcoma de la indolencia burocrática busca culpables en las manos arrugadas y vencidas de una vieja que se atrevió hacer lo que nadie había hecho: recuperar del ostracismo una pintura abandonada en una iglesia.
Del alcalde, del obispo, del concejal de Cultura, de la Dirección General de Patrimonio o del presidente de un Gobierno que se niega a “gastar” en nada, mucho menos en cultura, no se acuerda ninguno de los que ríen, sólo de la humilde abuela que se dejó llevar por una sensibilidad para la que ya no tenía fuerzas ni presteza.
Más que risas, me apena que la pobre mujer, con la debilidad de una edad provecta, sea maltratada por una imprudencia de la que deberían responder tantos “responsables” ociosos e incompetentes, a cualquier nivel, que ahora se afanan en buscar chivos expiatorios. Si el rostro de los inútiles aflorara en los tesoros culturales que desprecian o ignoran, entonces sí tendríamos razones para la chanza y el jolgorio.
DANIEL GUERRERO