Las calles de Barcelona han hablado con claridad: los catalanes se sienten incómodos dentro del actual modelo de Estado. Una desafección con España que pudo ser evitada de haberse respetado el Estatuto de Autonomía de Cataluña que, tras adaptarse a la Constitución en el trámite parlamentario del Congreso de los Diputados, el pueblo catalán apoyó en referéndum el 18 de junio de 2006. La derecha española, más preocupada entonces en contentar a sus bases y en situar a Zapatero como enemigo de España y amigo de ETA, prefirió hacer de la catalanofobia su campo de batalla.
El PP erró en lo político aunque ganó en lo electoral. A veces, demasiadas, una decisión política pensada exclusivamente en clave electoral se convierte en un error político mayúsculo. Probablemente, a Mariano Rajoy ahora le gustaría retrotraer el tiempo para evitar el órdago que le lanzaron hace unos días más de dos millones de catalanes que quieren ser un “nuevo Estado de Europa” si el Gobierno central no aceptaba un pacto fiscal para Cataluña. El pueblo catalán salió a demandar y el Ejecutivo del Estado tenía que responder: pacto fiscal o independencia.
Tras reunirse con Rajoy, el presidente de la Generalitat, Artur Mas, aseguró ayer que, pese a la "voluntad de pacto" sobre un nuevo sistema de financiación, la respuesta del Gobierno ha sido "no, que no hay margen". Por ello, todo apunta a que Cataluña se prepara para el adelanto electoral.
En cualquier caso, se tome el carril que se tome, la bifurcación cambiará el destino del viaje de manera inexorable. La independencia significaría un conflicto político difícil de predecir y el pacto fiscal no es más que la cesión del Estado a Cataluña de autonomía recaudatoria de los impuestos devengados en Cataluña, excluyendo los impuestos que se destinan directamente a Bruselas (tasas aduaneras) y formulando un modelo que evite la duplicidad en el cobro de tributos.
Parece lógico, para la mayoría de los partidos políticos catalanes, que si las comunidades autónomas tienen que decidir sobre el gasto de los servicios más costosos (Sanidad, Educación o Dependencia), tengan también la posibilidad de obtener recursos para afrontar esos gastos.
El pacto fiscal catalán, por su parte, restaría al Estado español el 18,6 por ciento del Producto Interior Bruto (PIB) español: justamente, el peso de la economía catalana en el conjunto del Estado. Unido al 8 por ciento del PIB que suman País Vasco y Navarra, comunidades que ya gozan de sus respectivos pactos fiscales, supondría para el Gobierno central la pérdida del control fiscal sobre el 30 por ciento de la tarta a nivel nacional.
Los contrarios a que Cataluña tenga un pacto fiscal aluden que, de este modo, sería imposible controlar el rating y el control del déficit. Pero a Artus Mas este argumento tampoco le convence.
La apuesta que el Gobierno catalán ha lanzado al Ejecutivo central podría tener otros campos de juego y jugadores que siempre aparecen cuando nadie los espera. Si Cataluña consiguiera negociar el pacto fiscal que ayer reclamó a Rajoy, más los cupos vasco y navarro ya existentes, podría ser visto en Andalucía como el rediseño territorial que la derecha centralista y los nacionalismos vasco y catalán no pudieron poner en pie durante la Transición democrática.
El 4 de diciembre de 1977, Andalucía cambió el modelo autonómico de “zurrapa para la mayoría” por el “café para todos” y no sería descartable que los andaluces, haciendo valer su peso poblacional y hecho diferencial, se levanten en contra del federalismo asimétrico y reivindiquen un verdadero y solidario Estado federal.
Si Andalucía reclamara también la autonomía fiscal, ¿ahora qué? ¿Seguiría el PP posponiendo el cierre del diseño territorial del Estado? ¿Estaría preparado el PSOE para levantar sus cartas federalistas o seguirá jugando a la ambigüedad federalismo-centralismo? ¿Habría en Andalucía un andalucismo federalista capaz de liderar las demandas del pueblo andaluz?
Para Rajoy “ahora no toca el lío, la disputa y la polémica” pero fue él mismo quien comenzó este lío al recurrir el Estatuto de Cataluña y usar la catalanofobia para agradar al extremismo españolista de las filas del PP después del naufragio electoral de los conservadores en 2004.
El actual presidente del Gobierno de España hizo más caso a los medios de comunicación de la TDT party que a la sensatez que se le presupone a un estadista que está ahora llamado a repartir las cartas para que empiece el juego.
Los catalanes no parecen estar dispuestos a secundar la estrategia de resolución de conflictos por aburrimiento, que tan buenos resultado ha dado a Rajoy para llegar a La Moncloa o sofocar problemas internos en su partido. Al contrario, al pueblo catalán le urge clarificar en qué condiciones y qué precio tiene que pagar para convivir bajo el paraguas del Estado español.
Por su parte y no menos importante, el PSOE está obligado a sacar del armario su modelo de Estado federal y Andalucía tiene que estar pendiente para que mayor autonomía fiscal no signifique menos solidaridad.
Tampoco podemos olvidar que dentro de poco más de un mes, el nacionalismo vasco puede ocupar el 70 por ciento del hemiciclo del Parlamento de Vitoria. A España le ha llegado su hora. Y ahora, ¿qué hacemos con España? ¿Estado federal o desintegración? La pelota está en las manos de quien la lanzó al tejado del Tribunal Constitucional.
El PP erró en lo político aunque ganó en lo electoral. A veces, demasiadas, una decisión política pensada exclusivamente en clave electoral se convierte en un error político mayúsculo. Probablemente, a Mariano Rajoy ahora le gustaría retrotraer el tiempo para evitar el órdago que le lanzaron hace unos días más de dos millones de catalanes que quieren ser un “nuevo Estado de Europa” si el Gobierno central no aceptaba un pacto fiscal para Cataluña. El pueblo catalán salió a demandar y el Ejecutivo del Estado tenía que responder: pacto fiscal o independencia.
Tras reunirse con Rajoy, el presidente de la Generalitat, Artur Mas, aseguró ayer que, pese a la "voluntad de pacto" sobre un nuevo sistema de financiación, la respuesta del Gobierno ha sido "no, que no hay margen". Por ello, todo apunta a que Cataluña se prepara para el adelanto electoral.
En cualquier caso, se tome el carril que se tome, la bifurcación cambiará el destino del viaje de manera inexorable. La independencia significaría un conflicto político difícil de predecir y el pacto fiscal no es más que la cesión del Estado a Cataluña de autonomía recaudatoria de los impuestos devengados en Cataluña, excluyendo los impuestos que se destinan directamente a Bruselas (tasas aduaneras) y formulando un modelo que evite la duplicidad en el cobro de tributos.
Parece lógico, para la mayoría de los partidos políticos catalanes, que si las comunidades autónomas tienen que decidir sobre el gasto de los servicios más costosos (Sanidad, Educación o Dependencia), tengan también la posibilidad de obtener recursos para afrontar esos gastos.
El pacto fiscal catalán, por su parte, restaría al Estado español el 18,6 por ciento del Producto Interior Bruto (PIB) español: justamente, el peso de la economía catalana en el conjunto del Estado. Unido al 8 por ciento del PIB que suman País Vasco y Navarra, comunidades que ya gozan de sus respectivos pactos fiscales, supondría para el Gobierno central la pérdida del control fiscal sobre el 30 por ciento de la tarta a nivel nacional.
Los contrarios a que Cataluña tenga un pacto fiscal aluden que, de este modo, sería imposible controlar el rating y el control del déficit. Pero a Artus Mas este argumento tampoco le convence.
La apuesta que el Gobierno catalán ha lanzado al Ejecutivo central podría tener otros campos de juego y jugadores que siempre aparecen cuando nadie los espera. Si Cataluña consiguiera negociar el pacto fiscal que ayer reclamó a Rajoy, más los cupos vasco y navarro ya existentes, podría ser visto en Andalucía como el rediseño territorial que la derecha centralista y los nacionalismos vasco y catalán no pudieron poner en pie durante la Transición democrática.
El 4 de diciembre de 1977, Andalucía cambió el modelo autonómico de “zurrapa para la mayoría” por el “café para todos” y no sería descartable que los andaluces, haciendo valer su peso poblacional y hecho diferencial, se levanten en contra del federalismo asimétrico y reivindiquen un verdadero y solidario Estado federal.
Si Andalucía reclamara también la autonomía fiscal, ¿ahora qué? ¿Seguiría el PP posponiendo el cierre del diseño territorial del Estado? ¿Estaría preparado el PSOE para levantar sus cartas federalistas o seguirá jugando a la ambigüedad federalismo-centralismo? ¿Habría en Andalucía un andalucismo federalista capaz de liderar las demandas del pueblo andaluz?
Para Rajoy “ahora no toca el lío, la disputa y la polémica” pero fue él mismo quien comenzó este lío al recurrir el Estatuto de Cataluña y usar la catalanofobia para agradar al extremismo españolista de las filas del PP después del naufragio electoral de los conservadores en 2004.
El actual presidente del Gobierno de España hizo más caso a los medios de comunicación de la TDT party que a la sensatez que se le presupone a un estadista que está ahora llamado a repartir las cartas para que empiece el juego.
Los catalanes no parecen estar dispuestos a secundar la estrategia de resolución de conflictos por aburrimiento, que tan buenos resultado ha dado a Rajoy para llegar a La Moncloa o sofocar problemas internos en su partido. Al contrario, al pueblo catalán le urge clarificar en qué condiciones y qué precio tiene que pagar para convivir bajo el paraguas del Estado español.
Por su parte y no menos importante, el PSOE está obligado a sacar del armario su modelo de Estado federal y Andalucía tiene que estar pendiente para que mayor autonomía fiscal no signifique menos solidaridad.
Tampoco podemos olvidar que dentro de poco más de un mes, el nacionalismo vasco puede ocupar el 70 por ciento del hemiciclo del Parlamento de Vitoria. A España le ha llegado su hora. Y ahora, ¿qué hacemos con España? ¿Estado federal o desintegración? La pelota está en las manos de quien la lanzó al tejado del Tribunal Constitucional.
RAÚL SOLÍS