Visité Francia en esa edad en la que París no es más que un suburbio de Eurodisney. Aburrido como una ostra (hecho que habría que comprobar científicamente, ya que dudo que las ostras tengan la capacidad del hastío) durante la protocolaria visita al Palacio de Versalles, recuerdo que una de las pocas frases de la guía a la que presté atención fue: Versalles apestaba desde lejos.
Y debía ser verdad, el tufo, al parecer, se extendía varios kilómetros a la redonda y hacía innecesaria la presencia de carteles indicadores que condujeran al Palais Royal. La cosa no era para menos ya que, al no disponer de baños, las heces y la orina humana eran lanzadas por las ventanas del palacio: ¡Gardez l'eau! y todos a cubierto.
El aseo tampoco figuraba entre las actividades favoritas de la realeza absolutista francesa. Pocas eran las ocasiones al año en la que la corte visitaba la bañera: se creía que el agua abría los poros y dejaba a los individuos expuestos a las enfermedades.
De hecho, las bodas se celebraban en mayo por coincidir con uno de los baños anuales y, ya puestos, de paso, instauraron la tradición del ramo de novia, que de alguna manera había que disimular el olor (¿o se pensaban que era de adorno?).
Sin embargo, y a pesar de los siglos y las medidas de higiene adoptadas, los centros de poder actuales también siguen apestando. Apesta la Kanzleramt, apesta el Palacio Chigi, Downing Street y apesta, cómo no, La Moncloa.
Reconocerán enseguida el tufillo agridulce del Neodespotismo Ilustrado, ese juego macabro que ha dado en aceptar la ciudadanía consistente en gobernar para los poderes económicos haciendo creer que se hace para la ciudadanía.
Pero, ¿cómo soportamos este abuso nauseabundo? Siempre me sorprendió la capacidad de los basureros nocturnos para recorrer la ciudad asidos a la parte trasera de los camiones recogedores, sin mostrar la menor señal de repugnancia por un hedor que, sin duda, torturaba sus pituitarias. "Se habrán acostumbrado", me repetía una y otra vez, no sin sorprenderme de que alguien pudiese haberlo hecho con un olor tan fuerte.
En cierta ocasión me acerqué a un camión que pasaba por mi barrio y no pude evitar hacerle la incómoda pregunta. "¿Has visto alguna vez a alguien votar con la nariz tapada? ¿Te la tapas tú cuando ves el Telediario? ¿Lo hacen, acaso, los peatones cuando caminan delante del Congreso? A todo se acostumbra uno, chaval". Es cierto, a todo se acostumbra uno.
Y debía ser verdad, el tufo, al parecer, se extendía varios kilómetros a la redonda y hacía innecesaria la presencia de carteles indicadores que condujeran al Palais Royal. La cosa no era para menos ya que, al no disponer de baños, las heces y la orina humana eran lanzadas por las ventanas del palacio: ¡Gardez l'eau! y todos a cubierto.
El aseo tampoco figuraba entre las actividades favoritas de la realeza absolutista francesa. Pocas eran las ocasiones al año en la que la corte visitaba la bañera: se creía que el agua abría los poros y dejaba a los individuos expuestos a las enfermedades.
De hecho, las bodas se celebraban en mayo por coincidir con uno de los baños anuales y, ya puestos, de paso, instauraron la tradición del ramo de novia, que de alguna manera había que disimular el olor (¿o se pensaban que era de adorno?).
Sin embargo, y a pesar de los siglos y las medidas de higiene adoptadas, los centros de poder actuales también siguen apestando. Apesta la Kanzleramt, apesta el Palacio Chigi, Downing Street y apesta, cómo no, La Moncloa.
Reconocerán enseguida el tufillo agridulce del Neodespotismo Ilustrado, ese juego macabro que ha dado en aceptar la ciudadanía consistente en gobernar para los poderes económicos haciendo creer que se hace para la ciudadanía.
Pero, ¿cómo soportamos este abuso nauseabundo? Siempre me sorprendió la capacidad de los basureros nocturnos para recorrer la ciudad asidos a la parte trasera de los camiones recogedores, sin mostrar la menor señal de repugnancia por un hedor que, sin duda, torturaba sus pituitarias. "Se habrán acostumbrado", me repetía una y otra vez, no sin sorprenderme de que alguien pudiese haberlo hecho con un olor tan fuerte.
En cierta ocasión me acerqué a un camión que pasaba por mi barrio y no pude evitar hacerle la incómoda pregunta. "¿Has visto alguna vez a alguien votar con la nariz tapada? ¿Te la tapas tú cuando ves el Telediario? ¿Lo hacen, acaso, los peatones cuando caminan delante del Congreso? A todo se acostumbra uno, chaval". Es cierto, a todo se acostumbra uno.
PABLO POÓ