Cuando abordamos la pasión o el sentimiento negativo de la envidia, veíamos que nadie se la atribuía, puesto que es un mal que provoca vergüenza en quien la siente, de modo que se intenta disimularla o disfrazarla. Posiblemente sea la única de las pasiones humanas que no seamos capaces de encontrar justificación ante los demás. Y sin embargo aquello que, curiosamente, llamábamos como “envidia sana”, es decir la admiración, tiene la misma raíz, pero deriva en sentido opuesto al de la propia envidia.
Hay otras pasiones, caso del egoísmo, que no lo disimulamos tanto, y encontramos algunas explicaciones que le dan sentido. Es fácil escuchar eso de que “el amor bien entendido comienza por uno mismo”; frase cargada de ambigüedad, puesto que el “amor propio”, como han estudiado y analizado los filósofos y los psicólogos, es un bien necesario para que existan la generosidad y la solidaridad sinceras; no es posible un verdadero altruismo en aquella persona que en el fondo no se acepta.
Difícilmente uno puede querer a los otros si no se quiere a sí mismo. Hay que tener en cuenta que un sentimiento básico humano como es el de la compasión, con el que todos en mayor o menor medida nacemos, puede madurar, de modo que ese sentimiento primario puede transformarse en el de solidaridad, siempre que esta cualidad esté asociada a las convicciones de justicia y de igualdad, que son ya valores de tipo social o colectivo.
Pero, ¿qué pasa con el odio? ¿Es una pasión extendida a todos los seres humanos o solamente la sienten algunos? ¿Tiene alguna raíz común con el amor; tal como sucedía con la envidia y la admiración? ¿Es posible vivir sin esa pasión o es necesaria para nuestra supervivencia? ¿Qué relación hay entre el odio, la frustración y el deseo de venganza? ¿Son el racismo, la homofobia, la xenofobia, la misoginia, etc., formas de odio o simples modalidades de pensamiento?
Lógicamente, las cortas líneas de los artículos de opinión de Montemayor Digital nos obligan a la brevedad ante las muchas interrogantes que pueden formularse acerca de esta pasión que acompaña al ser humano desde siempre. De todos modos, intentaremos aclarar sus aspectos esenciales.
Posiblemente, el odio sea la pasión más analizada de todas a lo largo de los tiempos, pues impregna a muchas otras, como serían la envidia, la mentira, el resentimiento, el orgullo, los deseos de venganza, el egoísmo, etc.
Así, la encontramos estudiada por los pioneros del pensamiento occidental, como fueron los filósofos de la Grecia y la Roma clásicas. En las obras o el pensamiento de Epicuro, Sócrates, Platón, Aristóteles, Cicerón, Lucrecio... vemos los empeños en darle un significado a la existencia humana a través del modo recto y virtuoso de vivir. En razón de ello, el odio y la desmedida ambición de poder se muestran como dos de las grandes pasiones nocivas que anidan en el alma humana, y que, según estos autores, son fuente de enormes desdichas individuales y colectivas.
Acercándonos a nuestros días, dos disciplinas como la Psicología y la Psiquiatría han estudiado de manera especial el odio como una patología emocional. Y lo hacen a través de sus manifestaciones más visibles: la agresividad y la violencia (física o psicológica), puesto que son los modos más claros con los que esta pasión muestra sus formas más destructivas. Por otro lado, diferencian entre rencor y odio, pues mientras el primero se mantiene como un sentimiento interno, el segundo busca además, como he apuntado, plasmarse en la destrucción, real o simbólica, del sujeto odiado.
Como punto de arranque en la definición de odio, me quedaría con la que aportaba el psiquiatra y escritor Carlos Castilla del Pino en su obra Teoría de los sentimientos, cuando nos decía que “el odio es una relación virtual con una persona y con la imagen de esa persona, a la que se desea destruir, por uno mismo, por otros o por circunstancias tales que deriven en la destrucción que se anhela”.
Al decir virtual, nuestro autor se refiere a que el odio, de entrada, es un sentimiento interno, similar al rencor, y que es posible camuflar sin que sea entrevisto por otros sujetos distintos al que la padece. No obstante, sus manifestaciones como son la agresividad y la violencia, sean físicas o verbales, son claramente observables.
De todos modos, tengo que apuntar que en esta definición encuentro ciertos límites, ya que Castilla del Pino se refiere al odio hacia o contra una persona, cuando, en ocasiones, el odio se siente hacia determinados grupos o colectivos, lo que ha dado origen a una terminología específica, en función de las características de los componentes de la colectividad odiada. Así, es posible hablar de racismo (odio a otras razas), xenofobia (odio al extranjero o al extraño), homofobia (odio a los homosexuales), misoginia (odio a las mujeres), etc.
Como he indicado, habitualmente, la persona que se ve dominada por el odio no se limita a sentirlo o a padecerlo, puesto que es un sentimiento desagradable que la obsesiona y la reconcome, sino que la exteriorizará física o verbalmente, en función de las posibilidades y las circunstancias. Indagará en el modo de atacar al sujeto odiado, sea de manera personal o a través de intermediarios que le sirvan para satisfacer esa pasión que la atenaza.
Y puesto que el ataque o el daño a la integridad física de las personas está penalizado por las leyes (al menos en el mundo civilizado), lo más frecuente es la indagación en los modos de destrucción de la imagen social o pública que tiene la víctima, buscándose el deterioro e, incluso, la destrucción del buen nombre.
Sin embargo, la destrucción total o parcial del sujeto odiado no siempre puede hacerse realidad, sea porque este último se defienda de los ataques a los que pueda estar sometido o porque la persona que odia, al exteriorizar ese rencor, daría a conocer a los demás ese sentimiento reprobable, lo que acabaría volviéndose en su contra.
Esto da lugar a que, en muchas ocasiones, el odio sea estrictamente virtual, en el sentido de que se queda dentro de la propia persona que lo siente, limitándose a fantasear con las diferentes posibilidades que se podrían dar para ver destruida la imagen social del individuo objeto de sus rencores.
A mitad de este artículo, he buscado una definición que pudiera servirnos de referencia para caracterizar al odio; sin embargo, quedan en el aire algunas interrogantes a preguntas como: por qué odiamos; cuándo nace esa pasión; y si todos los seres humanos estamos sometidos a ella en igualdad de condiciones.
Para avanzar, tendría que decir que la mayoría de los autores que han abordado su estudio sostienen que el odio surge cuando aparece una amenaza, real o sentida, a una parte de nuestra identidad, incluyéndose en ella no sólo nuestra imagen, nuestra autoestima, sino también todo aquello que consideramos que forma parte de nosotros o nos pertenece: familiares, propiedades, estatus social, o incluso, ideología, como puede verse, en ocasiones, en los debates enconados que se dan cuando se abordan distintas posiciones políticas.
De lo expuesto, se deduce que todos los seres humanos, en principio, podemos vernos asaltados por este sentimiento, pero habría que diferenciar los casos en los que surge como reacción o defensa de una agresión sufrida a nuestra identidad de los odios patológicos, como pueden ser los que sienten aquellos sujetos de carácter muy dominante y con un deseo permanente de afianzar su poder sobre los otros, o los que se identifican con ideologías autoritarias. Pero esto lo abordaremos en la siguiente entrega.
Hay otras pasiones, caso del egoísmo, que no lo disimulamos tanto, y encontramos algunas explicaciones que le dan sentido. Es fácil escuchar eso de que “el amor bien entendido comienza por uno mismo”; frase cargada de ambigüedad, puesto que el “amor propio”, como han estudiado y analizado los filósofos y los psicólogos, es un bien necesario para que existan la generosidad y la solidaridad sinceras; no es posible un verdadero altruismo en aquella persona que en el fondo no se acepta.
Difícilmente uno puede querer a los otros si no se quiere a sí mismo. Hay que tener en cuenta que un sentimiento básico humano como es el de la compasión, con el que todos en mayor o menor medida nacemos, puede madurar, de modo que ese sentimiento primario puede transformarse en el de solidaridad, siempre que esta cualidad esté asociada a las convicciones de justicia y de igualdad, que son ya valores de tipo social o colectivo.
Pero, ¿qué pasa con el odio? ¿Es una pasión extendida a todos los seres humanos o solamente la sienten algunos? ¿Tiene alguna raíz común con el amor; tal como sucedía con la envidia y la admiración? ¿Es posible vivir sin esa pasión o es necesaria para nuestra supervivencia? ¿Qué relación hay entre el odio, la frustración y el deseo de venganza? ¿Son el racismo, la homofobia, la xenofobia, la misoginia, etc., formas de odio o simples modalidades de pensamiento?
Lógicamente, las cortas líneas de los artículos de opinión de Montemayor Digital nos obligan a la brevedad ante las muchas interrogantes que pueden formularse acerca de esta pasión que acompaña al ser humano desde siempre. De todos modos, intentaremos aclarar sus aspectos esenciales.
Posiblemente, el odio sea la pasión más analizada de todas a lo largo de los tiempos, pues impregna a muchas otras, como serían la envidia, la mentira, el resentimiento, el orgullo, los deseos de venganza, el egoísmo, etc.
Así, la encontramos estudiada por los pioneros del pensamiento occidental, como fueron los filósofos de la Grecia y la Roma clásicas. En las obras o el pensamiento de Epicuro, Sócrates, Platón, Aristóteles, Cicerón, Lucrecio... vemos los empeños en darle un significado a la existencia humana a través del modo recto y virtuoso de vivir. En razón de ello, el odio y la desmedida ambición de poder se muestran como dos de las grandes pasiones nocivas que anidan en el alma humana, y que, según estos autores, son fuente de enormes desdichas individuales y colectivas.
Acercándonos a nuestros días, dos disciplinas como la Psicología y la Psiquiatría han estudiado de manera especial el odio como una patología emocional. Y lo hacen a través de sus manifestaciones más visibles: la agresividad y la violencia (física o psicológica), puesto que son los modos más claros con los que esta pasión muestra sus formas más destructivas. Por otro lado, diferencian entre rencor y odio, pues mientras el primero se mantiene como un sentimiento interno, el segundo busca además, como he apuntado, plasmarse en la destrucción, real o simbólica, del sujeto odiado.
Como punto de arranque en la definición de odio, me quedaría con la que aportaba el psiquiatra y escritor Carlos Castilla del Pino en su obra Teoría de los sentimientos, cuando nos decía que “el odio es una relación virtual con una persona y con la imagen de esa persona, a la que se desea destruir, por uno mismo, por otros o por circunstancias tales que deriven en la destrucción que se anhela”.
Al decir virtual, nuestro autor se refiere a que el odio, de entrada, es un sentimiento interno, similar al rencor, y que es posible camuflar sin que sea entrevisto por otros sujetos distintos al que la padece. No obstante, sus manifestaciones como son la agresividad y la violencia, sean físicas o verbales, son claramente observables.
De todos modos, tengo que apuntar que en esta definición encuentro ciertos límites, ya que Castilla del Pino se refiere al odio hacia o contra una persona, cuando, en ocasiones, el odio se siente hacia determinados grupos o colectivos, lo que ha dado origen a una terminología específica, en función de las características de los componentes de la colectividad odiada. Así, es posible hablar de racismo (odio a otras razas), xenofobia (odio al extranjero o al extraño), homofobia (odio a los homosexuales), misoginia (odio a las mujeres), etc.
Como he indicado, habitualmente, la persona que se ve dominada por el odio no se limita a sentirlo o a padecerlo, puesto que es un sentimiento desagradable que la obsesiona y la reconcome, sino que la exteriorizará física o verbalmente, en función de las posibilidades y las circunstancias. Indagará en el modo de atacar al sujeto odiado, sea de manera personal o a través de intermediarios que le sirvan para satisfacer esa pasión que la atenaza.
Y puesto que el ataque o el daño a la integridad física de las personas está penalizado por las leyes (al menos en el mundo civilizado), lo más frecuente es la indagación en los modos de destrucción de la imagen social o pública que tiene la víctima, buscándose el deterioro e, incluso, la destrucción del buen nombre.
Sin embargo, la destrucción total o parcial del sujeto odiado no siempre puede hacerse realidad, sea porque este último se defienda de los ataques a los que pueda estar sometido o porque la persona que odia, al exteriorizar ese rencor, daría a conocer a los demás ese sentimiento reprobable, lo que acabaría volviéndose en su contra.
Esto da lugar a que, en muchas ocasiones, el odio sea estrictamente virtual, en el sentido de que se queda dentro de la propia persona que lo siente, limitándose a fantasear con las diferentes posibilidades que se podrían dar para ver destruida la imagen social del individuo objeto de sus rencores.
A mitad de este artículo, he buscado una definición que pudiera servirnos de referencia para caracterizar al odio; sin embargo, quedan en el aire algunas interrogantes a preguntas como: por qué odiamos; cuándo nace esa pasión; y si todos los seres humanos estamos sometidos a ella en igualdad de condiciones.
Para avanzar, tendría que decir que la mayoría de los autores que han abordado su estudio sostienen que el odio surge cuando aparece una amenaza, real o sentida, a una parte de nuestra identidad, incluyéndose en ella no sólo nuestra imagen, nuestra autoestima, sino también todo aquello que consideramos que forma parte de nosotros o nos pertenece: familiares, propiedades, estatus social, o incluso, ideología, como puede verse, en ocasiones, en los debates enconados que se dan cuando se abordan distintas posiciones políticas.
De lo expuesto, se deduce que todos los seres humanos, en principio, podemos vernos asaltados por este sentimiento, pero habría que diferenciar los casos en los que surge como reacción o defensa de una agresión sufrida a nuestra identidad de los odios patológicos, como pueden ser los que sienten aquellos sujetos de carácter muy dominante y con un deseo permanente de afianzar su poder sobre los otros, o los que se identifican con ideologías autoritarias. Pero esto lo abordaremos en la siguiente entrega.
AURELIANO SÁINZ