En tiempos de crisis, el ingenio aflora. Aunque sea en una versión sospechosamente cercana a la desesperación. La cuestión es que el otro día, con motivo de la huelga general, tuve una idea que en ese momento me pareció sublime. Una iluminación de esas que te asaltan sin previo aviso, un pensamiento que atraviesa tu conciencia con total impunidad y no te suelta hasta que efectivamente lo llevas a cabo.
La premisa era muy sencilla: teniendo en cuenta los graves problemas que tanto sindicatos con fuentes policiales hallan en el establecimiento de unas cifras aproximadas de las personas que acuden a manifestaciones de este calibre, se me ocurrió una ecuación, de la cual me siento particularmente orgulloso, para averiguar el número real, o al menos lo más apegado a la realidad posible, de ciudadanos cabreados con la actual situación del país que deciden salir a las calles para demostrarlo.
El procedimiento es bastante simple pero efectivo. En primer lugar, recorrí los centros de impresión a los que los distintos grupos sindicales encargan los cientos de miles de banderas, pancartas, chapas y demás merchandising huelguista. Lo cierto es que me sorprendió la frenética actividad de un sector al que la crisis parece que no pasa factura. De hecho, y a tenor del entusiasmo mostrado por sus responsables, su próximo paso bien podría ser la salida a Bolsa.
También me extrañó la amabilidad mostrada ante mis demandas, aunque quizás eso fue debido a que me presentara como miembro del comité técnico de cada sindicato (ni siquiera sé si existe ese órgano) inmerso en un importante proyecto de investigación sobre el impacto del marketing directo en la ciudadanía. En la despedida todos enviaron saludos a los líderes sindicales, como si los conociesen personalmente o incluso fueran familiares...
Una vez averiguado el número total de merchandising sindical que ondearía felizmente por las calles de toda España, y que representaba a todas las personas que, o bien pertenecían a este círculo o eran simpatizantes, o bien no podían rechazar un objeto tan atractivo como una bandera, y además gratis, el siguiente paso de mi ecuación era multiplicar por tres esa cifra absoluta.
¿La razón? Muy sencilla; ese incremento de personas correspondía al sector de la población desengañada del papel desempeñado en los últimos años por los sindicatos y que, por lo tanto, no aceptaría bajo ningún concepto ponerse bajo sus pegadizos eslóganes, pero que, no obstante, tiene la necesidad de protestar públicamente por la (in)acción del Gobierno ante la crisis.
Por último, para dar con el número total de manifestantes en toda España tan sólo restaría dividir la cifra resultante entre dos, es decir, el porcentaje de personas que, aún estando en contra de las políticas de recortes, deciden quedarse en casa o trabajar porque creen que acciones de este tipo no tienen ningún tipo de finalidad práctica, porque no llegan a final de mes y temen represalias laborales, o, sencillamente, porque están cansados de la algarabía social sin fundamentos ni ideas. Y, voilá, ahí tenemos el resultado, sin necesidad de helicópteros ni cuentas de la vieja manuales a vista de farola. Más fiable, imposible.
Paralelamente, también sería muy sencillo averiguar el número de personas contrarias a la huelga; tan sólo sería necesario contabilizar los ejemplares vendidos ese mismo día de las cabeceras más golpistas, sumarles los afiliados al Partido Popular y elevarlos al cuadrado en representación de la casta de banqueros, grandes empresarios y especuladores de diversa índole que han contribuido a hundir al país en la más absoluta miseria.
Naturalmente, mi alucinante método de contar manifestantes fue rechazado rotundamente tanto por la Policía como por los sindicatos, porque al parecer no era todo lo "científico" que ellos demandan en una tarea de tal trascendencia. Yo sospecho que era más bien porque sus respectivos argumentos podrían venirse abajo sin más contraargumentos. Pero no desesperé, fui a la manifestación del pasado 14-N, como no podía ser de otro modo, para contar, pero no personas, sino ideas.
Puede parecer un absurdo pero, cansado de tantas cifras que en muchos casos sólo reflejaban el número de bultos presentes en una marcha, decidí prestar más atención a lo que, desde mi punto de vista, es más importante: las propuestas de cambio basadas en el conocimiento y el análisis reflexivo, las alternativas factibles, los discursos realistas que podrían llevarse a cabo en la actual coyuntura social y, sobre todo, los auténticos deseos de promover una sociedad más justa y solidaria en base a políticas desinteresadas y ajenas a luchas partidistas e ideológicas que reproduzcan las tradicionales fricciones entre los miembros de una misma clase social.
Una realidad sin banderas ni colores, sin líderes demagógicos ni políticos hipócritas, sin activistas que utilizan su implicación como arma arrojadiza contra todos aquellos que no están presentes en la "lucha": una realidad construida a partir del entedimiento mutuo entre ciudadanos del mismo rango.
El resultado fue abrumador: supongo que lo adivinais. Regresé a casa apesadumbrado. Desenchufé el televisor, tiré la radio por la ventana, eliminé de favoritos a todos los medios de comunicación que aún permanecía en mi ordenador (El País había desaparecido tan sólo unos días antes), cerré las persianas y mi acosté aunque no tenía sueño.
Tan sólo sentí miedo. Miedo ante una situación sin salida, sin alternativas, sin ideas, sin reflexión; únicamente gritos, crispación, odio e ira. Había creado un monstruo en mi interior: la sospecha de que no hay esperanza en el futuro.
La premisa era muy sencilla: teniendo en cuenta los graves problemas que tanto sindicatos con fuentes policiales hallan en el establecimiento de unas cifras aproximadas de las personas que acuden a manifestaciones de este calibre, se me ocurrió una ecuación, de la cual me siento particularmente orgulloso, para averiguar el número real, o al menos lo más apegado a la realidad posible, de ciudadanos cabreados con la actual situación del país que deciden salir a las calles para demostrarlo.
El procedimiento es bastante simple pero efectivo. En primer lugar, recorrí los centros de impresión a los que los distintos grupos sindicales encargan los cientos de miles de banderas, pancartas, chapas y demás merchandising huelguista. Lo cierto es que me sorprendió la frenética actividad de un sector al que la crisis parece que no pasa factura. De hecho, y a tenor del entusiasmo mostrado por sus responsables, su próximo paso bien podría ser la salida a Bolsa.
También me extrañó la amabilidad mostrada ante mis demandas, aunque quizás eso fue debido a que me presentara como miembro del comité técnico de cada sindicato (ni siquiera sé si existe ese órgano) inmerso en un importante proyecto de investigación sobre el impacto del marketing directo en la ciudadanía. En la despedida todos enviaron saludos a los líderes sindicales, como si los conociesen personalmente o incluso fueran familiares...
Una vez averiguado el número total de merchandising sindical que ondearía felizmente por las calles de toda España, y que representaba a todas las personas que, o bien pertenecían a este círculo o eran simpatizantes, o bien no podían rechazar un objeto tan atractivo como una bandera, y además gratis, el siguiente paso de mi ecuación era multiplicar por tres esa cifra absoluta.
¿La razón? Muy sencilla; ese incremento de personas correspondía al sector de la población desengañada del papel desempeñado en los últimos años por los sindicatos y que, por lo tanto, no aceptaría bajo ningún concepto ponerse bajo sus pegadizos eslóganes, pero que, no obstante, tiene la necesidad de protestar públicamente por la (in)acción del Gobierno ante la crisis.
Por último, para dar con el número total de manifestantes en toda España tan sólo restaría dividir la cifra resultante entre dos, es decir, el porcentaje de personas que, aún estando en contra de las políticas de recortes, deciden quedarse en casa o trabajar porque creen que acciones de este tipo no tienen ningún tipo de finalidad práctica, porque no llegan a final de mes y temen represalias laborales, o, sencillamente, porque están cansados de la algarabía social sin fundamentos ni ideas. Y, voilá, ahí tenemos el resultado, sin necesidad de helicópteros ni cuentas de la vieja manuales a vista de farola. Más fiable, imposible.
Paralelamente, también sería muy sencillo averiguar el número de personas contrarias a la huelga; tan sólo sería necesario contabilizar los ejemplares vendidos ese mismo día de las cabeceras más golpistas, sumarles los afiliados al Partido Popular y elevarlos al cuadrado en representación de la casta de banqueros, grandes empresarios y especuladores de diversa índole que han contribuido a hundir al país en la más absoluta miseria.
Naturalmente, mi alucinante método de contar manifestantes fue rechazado rotundamente tanto por la Policía como por los sindicatos, porque al parecer no era todo lo "científico" que ellos demandan en una tarea de tal trascendencia. Yo sospecho que era más bien porque sus respectivos argumentos podrían venirse abajo sin más contraargumentos. Pero no desesperé, fui a la manifestación del pasado 14-N, como no podía ser de otro modo, para contar, pero no personas, sino ideas.
Puede parecer un absurdo pero, cansado de tantas cifras que en muchos casos sólo reflejaban el número de bultos presentes en una marcha, decidí prestar más atención a lo que, desde mi punto de vista, es más importante: las propuestas de cambio basadas en el conocimiento y el análisis reflexivo, las alternativas factibles, los discursos realistas que podrían llevarse a cabo en la actual coyuntura social y, sobre todo, los auténticos deseos de promover una sociedad más justa y solidaria en base a políticas desinteresadas y ajenas a luchas partidistas e ideológicas que reproduzcan las tradicionales fricciones entre los miembros de una misma clase social.
Una realidad sin banderas ni colores, sin líderes demagógicos ni políticos hipócritas, sin activistas que utilizan su implicación como arma arrojadiza contra todos aquellos que no están presentes en la "lucha": una realidad construida a partir del entedimiento mutuo entre ciudadanos del mismo rango.
El resultado fue abrumador: supongo que lo adivinais. Regresé a casa apesadumbrado. Desenchufé el televisor, tiré la radio por la ventana, eliminé de favoritos a todos los medios de comunicación que aún permanecía en mi ordenador (El País había desaparecido tan sólo unos días antes), cerré las persianas y mi acosté aunque no tenía sueño.
Tan sólo sentí miedo. Miedo ante una situación sin salida, sin alternativas, sin ideas, sin reflexión; únicamente gritos, crispación, odio e ira. Había creado un monstruo en mi interior: la sospecha de que no hay esperanza en el futuro.
JESÚS CRUZ ÁLVAREZ