A punto de cumplirse el primer año de Gobierno del Partido Popular, formación que basó su campaña electoral presumiendo de saber cómo sacarnos de una crisis económica que galopa desbocada hacia los seis millones de parados, los resultados, tras estos casi doce meses de reformas y contrarreformas a golpe de decretos-leyes, no son los esperados ni para ellos ni para los que pagan la ineficacia de unas medidas de las que nadie se responsabiliza.
Ya ni siquiera sirve la excusa de la herencia dejada por Zapatero para justificar el empobrecimiento draconiano al que se ha condenado a una población a la que, para colmo, se achaca toda clase de reproches: vivir por encima de sus posibilidades, saturar los hospitales, querer disfrutar de pensión, cobrar el paro, inundar la Administración de parásitos funcionarios, ser becarios, reclamar profesores para los hijos, ayudas a la dependencia de los viejos, gustar de los puentes festivos y, en definitiva, representar un gasto por malgastar unos servicios “insostenibles” para el Estado.
Los más cínicos se atreven a parafrasear aquello de Ortega y Gasset “¡no era esto, no era esto...!” cuando valoran una política obtusa de privatizaciones y adelgazamiento desmesurado de lo público en sanidad, educación y demás sectores que, financiados con impuestos –en especial, de los trabajadores-, eran garantía de unas prestaciones al servicio de todos los ciudadanos, con equidad y sin distinción.
Resulta que la sustitución del anterior presidente del Gobierno, como prometía Mariano Rajoy, no ha sido suficiente para generar esa confianza que su gestión inspiraría en los mercados ni ha servido para amortiguar los efectos letales de una crisis económica que castiga sobremanera a las clases más indefensas de la sociedad, las que no reciben los “préstamos” de ningún fondo de “regulación” de “pérdidas”, como los bancos.
Después de agotar un año con reformas laborales, económicas, financieras, sociales (aborto, educación, etc.) y leyes de "estabilidad y control" de cuántas administraciones conforman el Estado, la situación de España es infinitamente peor que la del anterior Gobierno socialista, al que todavía se le adjudica la persistencia de todos los problemas, incluida la sentencia favorable del Constitucional al matrimonio homosexual, única ley social que ya no se atreven a tocar porque sería el último colectivo que faltaría por salir a la calle en protesta por el “estropicio” que los conservadores están ocasionando en la sociedad española.
En sólo un año se ha conseguido que las farmacias cierren por impagos de la Administración, los maestros se manifiesten a favor de la educación pública, el personal sanitario se rebele por la descarada privatización de hospitales, la investigación y la ciencia condenen su abandono por falta de una financiación suficiente y estable, la cultura clame contra un ministro tan bocazas como impresentable, las comunidades autónomas no “controladas” por el Partido Popular se opongan a los ajustes que asfixian su viabilidad y exacerban los sentimientos secesionistas, la justicia muestre su desacuerdo con un ministro que la utiliza para posicionarse con vista a ambiciones partidistas, los trabajadores secunden cada huelga que se convoque, los parados no dejen de aumentar en número, las empresas abusen de las facilidades concedidas para reducir plantillas y salarios, la actividad económica siga sin latido y la recesión continúe sobre nosotros como una losa.
No es mal balance para quien sigue empeñado en culpabilizar a las víctimas de una crisis que no han causado, condenándolas a la regresión en sus condiciones de vida, a la supresión de derechos, la disminución de su poder adquisitivo, al endurecimiento o eliminación de auxilios públicos y, finalmente, al desempleo, la marginalidad y la desesperanza.
No es mal balance de un año de ayudas a una banca proclive a los desahucios pero no a la renuncia de sus inmorales emolumentos blindados, de protección corporativa a políticos enfangados en corruptelas e irregularidades de todo calibre y en cualquier partido, a conglomerados cuyos lobbies transitan al Poder en salvaguarda de sus intereses en sectores militares, financieros, mediáticos, económicos e incluso religiosos.
Y no es, en absoluto, mal balance si lo que se persigue es la transformación de la sociedad hacia un modelo neoliberal en el que no tiene cabida un sostén público que evite las desigualdades y corrija los privilegios de las clases afortunadas y dominantes.
Sólo con esa finalidad cobra sentido el desmantelamiento del Estado del bienestar y la progresiva desatención que se está procurando prestar con recursos públicos a los más débiles y desprotegidos de ella. No es un combate contra la crisis, sino contra un modelo de convivencia social que hasta hoy había servido para dotar de sanidad, educación y auxilio público a quienes no podían permitírselo.
Los “ricos” del Norte se han cansado de los pobres del Sur de Europa, del mismo modo que en España los pudientes pretenden hacer negocio con las necesidades de todos, privatizando hospitales, escuelas, universidades, seguridad, loterías, trenes, aviones, carreteras y cuantos sectores aún dependían del Estado.
Así es la naturaleza del capitalismo, un sistema que se sustenta en la rentabilidad del capital invertido, no en la “justicia” de su funcionamiento. Por ello, antes desahucia que renegocia una deuda, salvo si el deudor es un poderoso miembro de la comunidad. A éste hasta se le condona la deuda, como a bancos y partidos políticos.
Ya ni siquiera sirve la excusa de la herencia dejada por Zapatero para justificar el empobrecimiento draconiano al que se ha condenado a una población a la que, para colmo, se achaca toda clase de reproches: vivir por encima de sus posibilidades, saturar los hospitales, querer disfrutar de pensión, cobrar el paro, inundar la Administración de parásitos funcionarios, ser becarios, reclamar profesores para los hijos, ayudas a la dependencia de los viejos, gustar de los puentes festivos y, en definitiva, representar un gasto por malgastar unos servicios “insostenibles” para el Estado.
Los más cínicos se atreven a parafrasear aquello de Ortega y Gasset “¡no era esto, no era esto...!” cuando valoran una política obtusa de privatizaciones y adelgazamiento desmesurado de lo público en sanidad, educación y demás sectores que, financiados con impuestos –en especial, de los trabajadores-, eran garantía de unas prestaciones al servicio de todos los ciudadanos, con equidad y sin distinción.
Resulta que la sustitución del anterior presidente del Gobierno, como prometía Mariano Rajoy, no ha sido suficiente para generar esa confianza que su gestión inspiraría en los mercados ni ha servido para amortiguar los efectos letales de una crisis económica que castiga sobremanera a las clases más indefensas de la sociedad, las que no reciben los “préstamos” de ningún fondo de “regulación” de “pérdidas”, como los bancos.
Después de agotar un año con reformas laborales, económicas, financieras, sociales (aborto, educación, etc.) y leyes de "estabilidad y control" de cuántas administraciones conforman el Estado, la situación de España es infinitamente peor que la del anterior Gobierno socialista, al que todavía se le adjudica la persistencia de todos los problemas, incluida la sentencia favorable del Constitucional al matrimonio homosexual, única ley social que ya no se atreven a tocar porque sería el último colectivo que faltaría por salir a la calle en protesta por el “estropicio” que los conservadores están ocasionando en la sociedad española.
En sólo un año se ha conseguido que las farmacias cierren por impagos de la Administración, los maestros se manifiesten a favor de la educación pública, el personal sanitario se rebele por la descarada privatización de hospitales, la investigación y la ciencia condenen su abandono por falta de una financiación suficiente y estable, la cultura clame contra un ministro tan bocazas como impresentable, las comunidades autónomas no “controladas” por el Partido Popular se opongan a los ajustes que asfixian su viabilidad y exacerban los sentimientos secesionistas, la justicia muestre su desacuerdo con un ministro que la utiliza para posicionarse con vista a ambiciones partidistas, los trabajadores secunden cada huelga que se convoque, los parados no dejen de aumentar en número, las empresas abusen de las facilidades concedidas para reducir plantillas y salarios, la actividad económica siga sin latido y la recesión continúe sobre nosotros como una losa.
No es mal balance para quien sigue empeñado en culpabilizar a las víctimas de una crisis que no han causado, condenándolas a la regresión en sus condiciones de vida, a la supresión de derechos, la disminución de su poder adquisitivo, al endurecimiento o eliminación de auxilios públicos y, finalmente, al desempleo, la marginalidad y la desesperanza.
No es mal balance de un año de ayudas a una banca proclive a los desahucios pero no a la renuncia de sus inmorales emolumentos blindados, de protección corporativa a políticos enfangados en corruptelas e irregularidades de todo calibre y en cualquier partido, a conglomerados cuyos lobbies transitan al Poder en salvaguarda de sus intereses en sectores militares, financieros, mediáticos, económicos e incluso religiosos.
Y no es, en absoluto, mal balance si lo que se persigue es la transformación de la sociedad hacia un modelo neoliberal en el que no tiene cabida un sostén público que evite las desigualdades y corrija los privilegios de las clases afortunadas y dominantes.
Sólo con esa finalidad cobra sentido el desmantelamiento del Estado del bienestar y la progresiva desatención que se está procurando prestar con recursos públicos a los más débiles y desprotegidos de ella. No es un combate contra la crisis, sino contra un modelo de convivencia social que hasta hoy había servido para dotar de sanidad, educación y auxilio público a quienes no podían permitírselo.
Los “ricos” del Norte se han cansado de los pobres del Sur de Europa, del mismo modo que en España los pudientes pretenden hacer negocio con las necesidades de todos, privatizando hospitales, escuelas, universidades, seguridad, loterías, trenes, aviones, carreteras y cuantos sectores aún dependían del Estado.
Así es la naturaleza del capitalismo, un sistema que se sustenta en la rentabilidad del capital invertido, no en la “justicia” de su funcionamiento. Por ello, antes desahucia que renegocia una deuda, salvo si el deudor es un poderoso miembro de la comunidad. A éste hasta se le condona la deuda, como a bancos y partidos políticos.
DANIEL GUERRERO