A lo largo del tiempo, me he ido encontrando con dibujos de chicos y chicas que, una vez analizados detenidamente, respondían en sus significados a lo que comúnmente entendemos como "complejos". Es decir, que en la escena que plasmaban yo entendía que reflejaban algunas de las emociones que les hacían sentirse diferentes al resto de sus compañeros, especialmente en sentido negativo o de minusvaloración propia. Y no se trataba meramente de esas comparaciones que habitualmente solemos hacer cuando nos miramos en ese “espejo” que son los otros, sino que eran claramente manifestaciones que marcaban negativamente el incipiente carácter de los sujetos estudiados.
Conociendo su importancia, en el último libro que he publicado, he dedicado un apartado a esta temática, a pesar de ser consciente de la dificultad que tiene la delimitación de la palabra "complejo" dentro de la psicología del individuo, a diferencia de su uso cotidiano, en el se suele utilizar con relativa frecuencia. No es de extrañar que oigamos que fulano es “un acomplejado” o que tiene tal complejo, al observar su modo de actuación pública.
Por otro lado, y en un sentido coloquial, podríamos decir que casi todo el mundo tendríamos algunos complejos, en el sentido de que son valoraciones negativas que realizamos sobre nosotros mismos y basadas en aspectos de la imagen, no solo física sino también de personalidad, que damos ante los demás, basándonos en apreciaciones o sentimientos forjados de experiencias negativas y que nos condicionan, tanto en nuestras relaciones interpersonales o en la escasa apreciación de la propia persona, sea de manera consciente o inconsciente.
Si nos remontamos al campo de las ciencias del ser humano para indagar sus raíces, habremos de remitirnos a la psicología y el psicoanálisis. Así, el primer autor que aborda el concepto de complejo, con cierto rigor científico, es Sigmund Freud en su obra Introducción al psicoanálisis. Allí introduce un concepto clave de su teoría psicoanalítica: el Complejo de Edipo.
Una mayoría de los lectores avezados en este campo sabe que al denominado "Complejo de Edipo" el padre del psicoanálisis lo definiría a partir de la incipiente sexualidad infantil, en el sentido de que el niño, inconscientemente, tiene como rival al padre al desear poseer a la madre. Ni que decir tiene que el Complejo de Edipo ha sido siempre objeto de franca polémica, con enfervorizados defensores y detractores.
Para entender este nombre, hay que remontarse a la mitología clásica griega y de Tebas, al tiempo que a la obra de Sófocles, Edipo Rey, tragedia escrita en el año 430 antes de Cristo, y en la que se narra la etapa central de la vida de Edipo que llegó a ser rey de Tebas, tras casarse con su madre, Yocasta, y haber matado previamente a su padre.
Otro gran psicoanalista, Carl Gustav Jung, utilizó el término de "Complejo de Electra" como sinónimo del Complejo de Edipo femenino, para marcar la simetría de la actitud con respecto a los padres en ambos sexos. Es decir, que sería la versión femenina del complejo anunciado por Freud.
De este modo, tanto el Complejo de Edipo como el Complejo de Electra, según ambos autores, formarían parte del desarrollo de la libido o de la configuración de la sexualidad de todas las personas, hombres y mujeres, y que en el proceso de madurez necesitarían superar para configurar una personalidad sólida.
Quizá fuera Alfred Adler, dentro de los grandes nombres del psicoanálisis, el que abordara un tipo de complejo, no ligado a la sexualidad, y que estaría bastante extendido, afectando a alguna parte significativa de la población. Me refiero al "complejo de inferioridad", y que designa al conjunto de las ideas, sentimientos y conductas que afectan a los individuos que se valoran negativamente o se sienten incapaces de afrontar ciertas tareas que en caso de normalidad las podrían llevar a cabo.
Adler entiende que el complejo de inferioridad puede convertirse en una neurosis cuando se afianza y se transforma en un sentimiento que domina tanto al niño como al adolescente o al adulto en sus reacciones ante los demás.
Este sentimiento de inferioridad puede acrecentarse cuando el niño presenta ciertos defectos constitucionales o cuando se encuentra sometido a condiciones negativas del medio en el que está viviendo.
Es lo que sucede en este primer dibujo que presento y que corresponde a un chico de 10 años. Cuando lo recogí en el colegio en el que estudiaba, me sorprendió por la contundencia con la que manifiesta ese complejo de inferioridad del que nos hablaba Adler.
Si nos fijamos, él mismo se ha dibujado en tamaño muy pequeño, parecido a un muñeco, y ubicado en la parte superior de la lámina. En la inferior, aparecen su padre, su madre y su abuela, todos en primer plano, con enormes bocas, como representando la gran carcajada que los tres emiten al mismo tiempo. Tan clara es la expresión, que el autor del trabajo ha trazado bien visible la lengua a cada uno de los personajes, como si se estuvieran riendo y mofándose de él.
De no haberse acudido al dibujo, posiblemente, sus profesores no hubieran comprendido qué era lo que verdaderamente le pasaba, por qué reaccionaba de aquella forma en la clase, por qué era tan tímido ante las preguntas que le podía hacer…
Nos encontramos ante un problema en el que el maestro poco puede hacer, a menos que los padres del chico tuvieran un talante abierto (cosa dudosa en este caso), porque lo más habitual es que la familia considere una osadía el que se sugiera que el problema nace precisamente del comportamiento que tienen con su hijo.
Pero no es solo el complejo de inferioridad, tan determinante en las orientaciones de Alfred Adler, sino que, con un enfoque más actualizado, el psicólogo y psiquiatra francés Adolfo Fernández-Zoïla, de evidente origen hispano, aborda distintas tipologías de complejos. En su obra Les complexes, no traducida al español, estudia otros ocho grandes complejos, algunos de los cuales son visibles en la niñez o la adolescencia.
De este modo, describe los complejos de abandono, de fracaso, de culpabilidad, de inseguridad, de rivalidad, de autoridad, de avidez y de desaparición. No voy a entrar en la descripción de esos ocho complejos, puesto que sería excesivamente largo para un artículo. No obstante, los propios títulos a nos dan indicios de la base de cada uno de ellos.
Para entender, por ejemplo, los rasgos curiosos que pudiera presentar el complejo de culpabilidad, traigo un dibujo de un niño de 8 años. En él puede apreciarse que a los cuatro miembros que componen la familia los ha dibujado con la barriga al aire y enseñando el ombligo. Como detalle relevante, a todos les ha puesto las manos escondidas en las espaldas de cada uno, como signo y sentimiento de culpabilidad.
Pero uno puede preguntarse: ¿De qué se sentía culpable el chico? La respuesta la da él mismo, al poner debajo: “un hijo gordo”, “un hermano gordo”, “un padre gordo” y “una madre gorda”. Ciertamente, el autor del dibujo estaba obeso, pero él, en este dibujo, desplaza su avidez por la comida de modo que gráficamente manifiesta que la causa de su gordura es familiar, ya que para él todos estaban gordos, cuando en realidad no era así. Era una manera de responsabilizar a sus padres y hermano de su obesidad. Ese complejo de culpa, que nacía de la imagen propia que mostraba ante los demás, y por la cual se sentía mal, lo resolvía atribuyéndosela al entorno familiar.
Para cerrar este capítulo en el estudio de la formación de los sentimientos y de las emociones de niños y adolescentes, quisiera manifestar que algunos de los complejos descritos por Fernández-Zoïla en nuestra sociedad no se consideran como tales, sino que incluso se los consideran como “virtudes”.
En este capitalismo depredador que vivimos, el complejo de rivalidad, o simplemente la fuerte competitividad de la que algunos se enorgullecen, la consideran como una verdadera cualidad, de la que hacen ostentación. No digamos nada del complejo de autoridad, o autoritarismo, y del complejo de avidez.
Basta con echar una mirada a nuestro entorno para poder llenar un auténtico ranquin de personajes que cumplen a la perfección con esas denominaciones, pero que se sienten felices con esas “virtudes”. Otra cosa sería en una sociedad más justa e igualitaria, por la que algunos trabajamos: ahí ya aparecerían como complejos lo que hoy son virtudes, de la que hoy se hace ostentación sin ningún pudor.
Conociendo su importancia, en el último libro que he publicado, he dedicado un apartado a esta temática, a pesar de ser consciente de la dificultad que tiene la delimitación de la palabra "complejo" dentro de la psicología del individuo, a diferencia de su uso cotidiano, en el se suele utilizar con relativa frecuencia. No es de extrañar que oigamos que fulano es “un acomplejado” o que tiene tal complejo, al observar su modo de actuación pública.
Por otro lado, y en un sentido coloquial, podríamos decir que casi todo el mundo tendríamos algunos complejos, en el sentido de que son valoraciones negativas que realizamos sobre nosotros mismos y basadas en aspectos de la imagen, no solo física sino también de personalidad, que damos ante los demás, basándonos en apreciaciones o sentimientos forjados de experiencias negativas y que nos condicionan, tanto en nuestras relaciones interpersonales o en la escasa apreciación de la propia persona, sea de manera consciente o inconsciente.
Si nos remontamos al campo de las ciencias del ser humano para indagar sus raíces, habremos de remitirnos a la psicología y el psicoanálisis. Así, el primer autor que aborda el concepto de complejo, con cierto rigor científico, es Sigmund Freud en su obra Introducción al psicoanálisis. Allí introduce un concepto clave de su teoría psicoanalítica: el Complejo de Edipo.
Una mayoría de los lectores avezados en este campo sabe que al denominado "Complejo de Edipo" el padre del psicoanálisis lo definiría a partir de la incipiente sexualidad infantil, en el sentido de que el niño, inconscientemente, tiene como rival al padre al desear poseer a la madre. Ni que decir tiene que el Complejo de Edipo ha sido siempre objeto de franca polémica, con enfervorizados defensores y detractores.
Para entender este nombre, hay que remontarse a la mitología clásica griega y de Tebas, al tiempo que a la obra de Sófocles, Edipo Rey, tragedia escrita en el año 430 antes de Cristo, y en la que se narra la etapa central de la vida de Edipo que llegó a ser rey de Tebas, tras casarse con su madre, Yocasta, y haber matado previamente a su padre.
Otro gran psicoanalista, Carl Gustav Jung, utilizó el término de "Complejo de Electra" como sinónimo del Complejo de Edipo femenino, para marcar la simetría de la actitud con respecto a los padres en ambos sexos. Es decir, que sería la versión femenina del complejo anunciado por Freud.
De este modo, tanto el Complejo de Edipo como el Complejo de Electra, según ambos autores, formarían parte del desarrollo de la libido o de la configuración de la sexualidad de todas las personas, hombres y mujeres, y que en el proceso de madurez necesitarían superar para configurar una personalidad sólida.
Quizá fuera Alfred Adler, dentro de los grandes nombres del psicoanálisis, el que abordara un tipo de complejo, no ligado a la sexualidad, y que estaría bastante extendido, afectando a alguna parte significativa de la población. Me refiero al "complejo de inferioridad", y que designa al conjunto de las ideas, sentimientos y conductas que afectan a los individuos que se valoran negativamente o se sienten incapaces de afrontar ciertas tareas que en caso de normalidad las podrían llevar a cabo.
Adler entiende que el complejo de inferioridad puede convertirse en una neurosis cuando se afianza y se transforma en un sentimiento que domina tanto al niño como al adolescente o al adulto en sus reacciones ante los demás.
Este sentimiento de inferioridad puede acrecentarse cuando el niño presenta ciertos defectos constitucionales o cuando se encuentra sometido a condiciones negativas del medio en el que está viviendo.
Es lo que sucede en este primer dibujo que presento y que corresponde a un chico de 10 años. Cuando lo recogí en el colegio en el que estudiaba, me sorprendió por la contundencia con la que manifiesta ese complejo de inferioridad del que nos hablaba Adler.
Si nos fijamos, él mismo se ha dibujado en tamaño muy pequeño, parecido a un muñeco, y ubicado en la parte superior de la lámina. En la inferior, aparecen su padre, su madre y su abuela, todos en primer plano, con enormes bocas, como representando la gran carcajada que los tres emiten al mismo tiempo. Tan clara es la expresión, que el autor del trabajo ha trazado bien visible la lengua a cada uno de los personajes, como si se estuvieran riendo y mofándose de él.
De no haberse acudido al dibujo, posiblemente, sus profesores no hubieran comprendido qué era lo que verdaderamente le pasaba, por qué reaccionaba de aquella forma en la clase, por qué era tan tímido ante las preguntas que le podía hacer…
Nos encontramos ante un problema en el que el maestro poco puede hacer, a menos que los padres del chico tuvieran un talante abierto (cosa dudosa en este caso), porque lo más habitual es que la familia considere una osadía el que se sugiera que el problema nace precisamente del comportamiento que tienen con su hijo.
Pero no es solo el complejo de inferioridad, tan determinante en las orientaciones de Alfred Adler, sino que, con un enfoque más actualizado, el psicólogo y psiquiatra francés Adolfo Fernández-Zoïla, de evidente origen hispano, aborda distintas tipologías de complejos. En su obra Les complexes, no traducida al español, estudia otros ocho grandes complejos, algunos de los cuales son visibles en la niñez o la adolescencia.
De este modo, describe los complejos de abandono, de fracaso, de culpabilidad, de inseguridad, de rivalidad, de autoridad, de avidez y de desaparición. No voy a entrar en la descripción de esos ocho complejos, puesto que sería excesivamente largo para un artículo. No obstante, los propios títulos a nos dan indicios de la base de cada uno de ellos.
Para entender, por ejemplo, los rasgos curiosos que pudiera presentar el complejo de culpabilidad, traigo un dibujo de un niño de 8 años. En él puede apreciarse que a los cuatro miembros que componen la familia los ha dibujado con la barriga al aire y enseñando el ombligo. Como detalle relevante, a todos les ha puesto las manos escondidas en las espaldas de cada uno, como signo y sentimiento de culpabilidad.
Pero uno puede preguntarse: ¿De qué se sentía culpable el chico? La respuesta la da él mismo, al poner debajo: “un hijo gordo”, “un hermano gordo”, “un padre gordo” y “una madre gorda”. Ciertamente, el autor del dibujo estaba obeso, pero él, en este dibujo, desplaza su avidez por la comida de modo que gráficamente manifiesta que la causa de su gordura es familiar, ya que para él todos estaban gordos, cuando en realidad no era así. Era una manera de responsabilizar a sus padres y hermano de su obesidad. Ese complejo de culpa, que nacía de la imagen propia que mostraba ante los demás, y por la cual se sentía mal, lo resolvía atribuyéndosela al entorno familiar.
Para cerrar este capítulo en el estudio de la formación de los sentimientos y de las emociones de niños y adolescentes, quisiera manifestar que algunos de los complejos descritos por Fernández-Zoïla en nuestra sociedad no se consideran como tales, sino que incluso se los consideran como “virtudes”.
En este capitalismo depredador que vivimos, el complejo de rivalidad, o simplemente la fuerte competitividad de la que algunos se enorgullecen, la consideran como una verdadera cualidad, de la que hacen ostentación. No digamos nada del complejo de autoridad, o autoritarismo, y del complejo de avidez.
Basta con echar una mirada a nuestro entorno para poder llenar un auténtico ranquin de personajes que cumplen a la perfección con esas denominaciones, pero que se sienten felices con esas “virtudes”. Otra cosa sería en una sociedad más justa e igualitaria, por la que algunos trabajamos: ahí ya aparecerían como complejos lo que hoy son virtudes, de la que hoy se hace ostentación sin ningún pudor.
AURELIANO SÁINZ