Aún recuerdo con extraña lucidez la casa en la que viví cuando niño. La habíamos heredado de mis abuelos paternos, que tuvieron hasta siete hijos, uno de ellos mi padre, y sus dimensiones excedían holgadamente las necesidades de una familia que me tenía a mí como único vástago.
Nunca entendí por qué mis padres no me dieron un hermano, no ya por cumplir con los extenuantes ruegos y súplicas con los que los asediaba a diario en busca de un compañero de infancia y juegos, sino ya por ocupar algunos de los muchos dormitorios y estancias que permanecían vacíos en la casa debido a su famélica población.
El reparto de tareas familiares siempre se realizó con una exquisita proporcionalidad entre las encomendadas a mi padre y a mi madre: si uno hacía la comida, otro planchaba. Mientras que uno se ocupaba de la economía y de ajustar los gastos al presupuesto mensual, otro corría con el estado del botiquín y se encargaba de reponer aquellos medicamentos y gasas que faltaban debido al uso –no sé si lo he comentado, pero pasé la mayor parte de mi infancia en el suelo, con las piernas llenas de pequeñas heridas-.
Cuando uno limpiaba, el otro daba cuerda y ponía en hora todos y cada uno de los relojes que convivían con nosotros en la casa y que, cada hora, parecían entonar una letanía misteriosa de la que nos sentíamos meros espectadores, pues nunca llegamos a entender el lenguaje de las campanadas.
Pero con el tiempo mis padres comenzaron a relajarse en el ejercicio de sus tareas y empezó a ser normal que en el botiquín faltaran gasas con las que prevenir mis rodillas del molesto roce del pantalón, que nos conformásemos en la mesa con el cuchillo de carne los días que se compraba trucha fresca en el mercado o que, algún que otro mes, gastásemos más dinero del que teníamos presupuestado; así que mis padres, que se acercaban peligrosamente a esa edad en la que relativizamos con más frecuencia los problemas e intentamos vivir la vida sin mayores preocupaciones, comenzaron a delegar en extraños sus tareas.
Un día, mientras observaba cómo la sopa terminaba de romper a hervir en su cazo, oí un ruido extraño de susurros y objetos caídos en la estancia en la que guardaba mi colección de figuras del oeste americano, dispuestas en el suelo a modo de eterno combate inacabado entre indios y vaqueros.
Tras cerciorarme de que la puerta permanecía cerrada desde dentro, corrí a la estancia principal a preguntar a mi madre, que me asintió con la cabeza mientras tejía un chaleco de lana negra y motivos geométricos. Enseguida supe que había perdido para siempre mi cuarto de juegos.
La vida, sin embargo, transcurrió serenamente hasta la noche que, de un portazo, se cerró súbitamente la puerta que comunicaba con el ala norte de la casa. Mi padre, que justo en ese momento llegaba del trabajo, se esforzó por explicarnos que, a partir de entonces, sólo podríamos hacer uso de la mitad de la casa que comprendía desde la ornamentada puerta que se acababa de cerrar hasta la entrada principal, porque los señores que ahora se encargaban de las tareas de la casa que mis padres habían decidido externalizar necesitaban su propio espacio para vivir.
Mientras tanto, mi madre, que no podía contener las lágrimas, se consolaba con que, al menos, la cocina y dos estancias más las podríamos seguir usando al haber caído en el lado desocupado de la casa.
Lo que nunca podré olvidar será el día en que, al volver del colegio, encontré a mis padres abrazados en el porche que daba acceso a la puerta de entrada a nuestro hogar.
—¿Habéis podido coger algo?
—No, estamos con lo puesto.
Y fue así como, cogidos de la mano, salimos a la calle para no volver más a la que siempre había sido nuestra casa y que había sido tomada por aquellos extraños a los que encargamos la realización de las tareas que nos correspondían por deber.
Nunca entendí por qué mis padres no me dieron un hermano, no ya por cumplir con los extenuantes ruegos y súplicas con los que los asediaba a diario en busca de un compañero de infancia y juegos, sino ya por ocupar algunos de los muchos dormitorios y estancias que permanecían vacíos en la casa debido a su famélica población.
El reparto de tareas familiares siempre se realizó con una exquisita proporcionalidad entre las encomendadas a mi padre y a mi madre: si uno hacía la comida, otro planchaba. Mientras que uno se ocupaba de la economía y de ajustar los gastos al presupuesto mensual, otro corría con el estado del botiquín y se encargaba de reponer aquellos medicamentos y gasas que faltaban debido al uso –no sé si lo he comentado, pero pasé la mayor parte de mi infancia en el suelo, con las piernas llenas de pequeñas heridas-.
Cuando uno limpiaba, el otro daba cuerda y ponía en hora todos y cada uno de los relojes que convivían con nosotros en la casa y que, cada hora, parecían entonar una letanía misteriosa de la que nos sentíamos meros espectadores, pues nunca llegamos a entender el lenguaje de las campanadas.
Pero con el tiempo mis padres comenzaron a relajarse en el ejercicio de sus tareas y empezó a ser normal que en el botiquín faltaran gasas con las que prevenir mis rodillas del molesto roce del pantalón, que nos conformásemos en la mesa con el cuchillo de carne los días que se compraba trucha fresca en el mercado o que, algún que otro mes, gastásemos más dinero del que teníamos presupuestado; así que mis padres, que se acercaban peligrosamente a esa edad en la que relativizamos con más frecuencia los problemas e intentamos vivir la vida sin mayores preocupaciones, comenzaron a delegar en extraños sus tareas.
Un día, mientras observaba cómo la sopa terminaba de romper a hervir en su cazo, oí un ruido extraño de susurros y objetos caídos en la estancia en la que guardaba mi colección de figuras del oeste americano, dispuestas en el suelo a modo de eterno combate inacabado entre indios y vaqueros.
Tras cerciorarme de que la puerta permanecía cerrada desde dentro, corrí a la estancia principal a preguntar a mi madre, que me asintió con la cabeza mientras tejía un chaleco de lana negra y motivos geométricos. Enseguida supe que había perdido para siempre mi cuarto de juegos.
La vida, sin embargo, transcurrió serenamente hasta la noche que, de un portazo, se cerró súbitamente la puerta que comunicaba con el ala norte de la casa. Mi padre, que justo en ese momento llegaba del trabajo, se esforzó por explicarnos que, a partir de entonces, sólo podríamos hacer uso de la mitad de la casa que comprendía desde la ornamentada puerta que se acababa de cerrar hasta la entrada principal, porque los señores que ahora se encargaban de las tareas de la casa que mis padres habían decidido externalizar necesitaban su propio espacio para vivir.
Mientras tanto, mi madre, que no podía contener las lágrimas, se consolaba con que, al menos, la cocina y dos estancias más las podríamos seguir usando al haber caído en el lado desocupado de la casa.
Lo que nunca podré olvidar será el día en que, al volver del colegio, encontré a mis padres abrazados en el porche que daba acceso a la puerta de entrada a nuestro hogar.
—¿Habéis podido coger algo?
—No, estamos con lo puesto.
Y fue así como, cogidos de la mano, salimos a la calle para no volver más a la que siempre había sido nuestra casa y que había sido tomada por aquellos extraños a los que encargamos la realización de las tareas que nos correspondían por deber.
PABLO POÓ