La percepción de la Monarquía y, en particular, personificada en la figura de don Juan Carlos, ha atravesado por fases muy diferentes y contradictorias en la valoración de los españoles. En su aparición en la escena pública como Príncipe de España, designado por Franco, no fue precisamente positiva. Los adictos al Régimen la aceptaban de “aquella manera” y el resto de la población, en especial la que ansiaba libertad y democracia, lo percibía como un apéndice y continuación de la dictadura, unida su imagen a la del dictador y al balcón-púlpito del Palacio de Oriente y las manifestaciones de adhesión inquebrantable.
Con la muerte de Franco, y sus primeros pasos ya entronizado, la sensación comenzó a cambiar y, de manera acelerada, se transformó de manera radical para pasar a contemplarlo como elemento esencial y positivo en la consecución de los anhelos democráticos de la ciudadanía.
A tal punto que, en muy breve espacio de tiempo, se convirtió, más allá de las posiciones partidistas, en el máximo valedor, garante y firme valladar de la Transición y de su culminación en la Constitución de 1978 donde, además, la Corona y su propia figura quedaron refrendadas por votación popular. Su reinado pasaba a ser constitucional y su imagen se agrandó hasta baremos de aceptación que llegaron a cotas del 90 por ciento, sobre todo tras el intento de Golpe de Estado en febrero de 1981.
Lo acaecido fue tan elemental como trascendente. Los intereses de la Corona y del Rey y de la sociedad española confluyeron de manera neta y decisiva. Y de esa confluencia de intereses mutuos, los de España y los de la Corona, manó un largo periodo de luna de miel de la institución monárquica –o del juancarlismo para ser más precisos- con la ciudadanía. El “Viva el Rey” inscrito sobre una bandera republicana en la manifestación tras el golpe de Tejero reflejó mejor que nada aquel sentimiento mayoritario.
Un elemento se añadió a aquel clima. El pacto no escrito pero respetado durante lustros de que era preferible mantener el “tabú” sobre la Constitución y sus representantes, dado que agrietarlos podría significar resquebrajar el cristal protector de una democracia consideraba incipiente y débil. Las generaciones de la Transición hemos vivido dentro de ese axioma que, hasta hace no mucho, apenas se ha cuestionado.
Pero hoy muchas cosas han cambiado. El cristal se ha hecho añicos, el “tabú” ha dejado de existir y las nuevas generaciones no tienen la vivencia de los tiempos pasados y la situación de partida. Las peripecias de allegados, luego consortes y, al final, las propias del monarca han ido horadando el muro de contención que, finalmente, se ha derrumbado cuando el vergonzoso episodio de corrupción por el que se ha imputado a su yerno, Iñaki Urdangarín –que utilizó esa condición para sus turbios negocios- ha estallado ante los ojos atónitos de la población.
La justicia substanciará y dictará sentencia sobre ello. Condenará o absolverá y los responsables habrán de cargar con sus culpas y sus penas. Pero hay algo más. El gran dilema que ya no puede hurtarse porque ya está abierto.
La institución y don Juan Carlos han sufrido, esta vez en negativo, un acelerado proceso de desgaste que les ha llevado a las cotas de popularidad más bajas desde el principio de su reinado. Tanto que se alzan voces señalando que su tiempo se ha pasado, que sería incluso conveniente, para el bien de la Corona y de alguna manera de todos, dar el paso atrás y que se produjera el relevo en su sucesor y heredero, el príncipe Felipe, que sí mantiene buena parte de su prestigio intacto.
Ello puede ser discutible, dado el actual momento procesal, pero lo que ya está en el horizonte y en el futuro es la piedra angular que sostiene al edificio y que no es otra que esa alianza de Corona y Pueblo, esa comunidad de intereses y esa confluencia de utilidades entre la Monarquía y los ciudadanos que se dio de manera precisa y clara en un tiempo.
Y ese es el debate: si en este otro tiempo que ahora vivimos, esa utilidad y ese interés mutuo se reiteran, son palpables y sentidos. O no. En suma, que la pregunta es muy simple. ¿El interés de la Corona coincide con el de los ciudadanos y estos visualizan su necesidad y su utilidad? De la respuesta depende hoy y dependerá cada vez el futuro de la institución y de quienes lo encarnan.
Con la muerte de Franco, y sus primeros pasos ya entronizado, la sensación comenzó a cambiar y, de manera acelerada, se transformó de manera radical para pasar a contemplarlo como elemento esencial y positivo en la consecución de los anhelos democráticos de la ciudadanía.
A tal punto que, en muy breve espacio de tiempo, se convirtió, más allá de las posiciones partidistas, en el máximo valedor, garante y firme valladar de la Transición y de su culminación en la Constitución de 1978 donde, además, la Corona y su propia figura quedaron refrendadas por votación popular. Su reinado pasaba a ser constitucional y su imagen se agrandó hasta baremos de aceptación que llegaron a cotas del 90 por ciento, sobre todo tras el intento de Golpe de Estado en febrero de 1981.
Lo acaecido fue tan elemental como trascendente. Los intereses de la Corona y del Rey y de la sociedad española confluyeron de manera neta y decisiva. Y de esa confluencia de intereses mutuos, los de España y los de la Corona, manó un largo periodo de luna de miel de la institución monárquica –o del juancarlismo para ser más precisos- con la ciudadanía. El “Viva el Rey” inscrito sobre una bandera republicana en la manifestación tras el golpe de Tejero reflejó mejor que nada aquel sentimiento mayoritario.
Un elemento se añadió a aquel clima. El pacto no escrito pero respetado durante lustros de que era preferible mantener el “tabú” sobre la Constitución y sus representantes, dado que agrietarlos podría significar resquebrajar el cristal protector de una democracia consideraba incipiente y débil. Las generaciones de la Transición hemos vivido dentro de ese axioma que, hasta hace no mucho, apenas se ha cuestionado.
Pero hoy muchas cosas han cambiado. El cristal se ha hecho añicos, el “tabú” ha dejado de existir y las nuevas generaciones no tienen la vivencia de los tiempos pasados y la situación de partida. Las peripecias de allegados, luego consortes y, al final, las propias del monarca han ido horadando el muro de contención que, finalmente, se ha derrumbado cuando el vergonzoso episodio de corrupción por el que se ha imputado a su yerno, Iñaki Urdangarín –que utilizó esa condición para sus turbios negocios- ha estallado ante los ojos atónitos de la población.
La justicia substanciará y dictará sentencia sobre ello. Condenará o absolverá y los responsables habrán de cargar con sus culpas y sus penas. Pero hay algo más. El gran dilema que ya no puede hurtarse porque ya está abierto.
La institución y don Juan Carlos han sufrido, esta vez en negativo, un acelerado proceso de desgaste que les ha llevado a las cotas de popularidad más bajas desde el principio de su reinado. Tanto que se alzan voces señalando que su tiempo se ha pasado, que sería incluso conveniente, para el bien de la Corona y de alguna manera de todos, dar el paso atrás y que se produjera el relevo en su sucesor y heredero, el príncipe Felipe, que sí mantiene buena parte de su prestigio intacto.
Ello puede ser discutible, dado el actual momento procesal, pero lo que ya está en el horizonte y en el futuro es la piedra angular que sostiene al edificio y que no es otra que esa alianza de Corona y Pueblo, esa comunidad de intereses y esa confluencia de utilidades entre la Monarquía y los ciudadanos que se dio de manera precisa y clara en un tiempo.
Y ese es el debate: si en este otro tiempo que ahora vivimos, esa utilidad y ese interés mutuo se reiteran, son palpables y sentidos. O no. En suma, que la pregunta es muy simple. ¿El interés de la Corona coincide con el de los ciudadanos y estos visualizan su necesidad y su utilidad? De la respuesta depende hoy y dependerá cada vez el futuro de la institución y de quienes lo encarnan.
ANTONIO PÉREZ HENARES