Está hoy más claro que nunca que la democracia no es el mejor de los sistemas, pero es el que tenemos y hay que cuidarlo, mantenerlo y mejorarlo, más aún teniendo en cuenta la experiencia tan reciente de haber padecido otras formas de gobierno indeseables. El principal problema de la democracia somos nosotros mismos, pero no nos damos cuenta porque carecemos de capacidad de autocrítica, ¿o, acaso, han visto alguna encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) que refleje que los españoles somos la primera preocupación de los españoles?
Cada cuatro años se deposita en nuestras manos una responsabilidad enorme, no sólo ya por la naturaleza del cargo para el que elegimos a nuestros representantes, sino por el enorme periodo de tiempo que tiene que transcurrir antes de poder hacer efectivo un cambio de opinión electoral.
El derecho a voto es, quizás, el más poderoso de todos cuantos tenemos reconocidos en lo que a participación directa en la vida del Estado se refiere y es el que menos deberes como contraprestación tiene. Votar lleva intrínseca una responsabilidad que nadie se muestra predispuesto a acarrear.
Votamos a partidos sospechosos de financiarse ilegalmente, de enriquecerse a nuestra costa. Votamos a partidos que no hacen lo que prometen, que nos engañan. Elegimos a personas que nos toman por tontos en todas y cada una de sus declaraciones públicas, porque nos tratan con el mismo desprecio que Goebbles ya describió en su teoría de la propaganda política.
Y pensamos, necios de nosotros, que la democracia consiste en seguir las reglas de un juego que ellos mismos establecieron con el que nos dejan jugar a su antojo. Nos falta el valor para dar el paso adelante necesario para la urgente regeneración democrática, nos falta la autoconciencia de que sí podemos cambiar las cosas y la capacidad de autocrítica que nos haga aprender de nuestros errores. Ellos han demostrado que no están preparados para gobernar según nuestros intereses pero, nosotros, ¿estamos preparados para votar?
Cada cuatro años se deposita en nuestras manos una responsabilidad enorme, no sólo ya por la naturaleza del cargo para el que elegimos a nuestros representantes, sino por el enorme periodo de tiempo que tiene que transcurrir antes de poder hacer efectivo un cambio de opinión electoral.
El derecho a voto es, quizás, el más poderoso de todos cuantos tenemos reconocidos en lo que a participación directa en la vida del Estado se refiere y es el que menos deberes como contraprestación tiene. Votar lleva intrínseca una responsabilidad que nadie se muestra predispuesto a acarrear.
Votamos a partidos sospechosos de financiarse ilegalmente, de enriquecerse a nuestra costa. Votamos a partidos que no hacen lo que prometen, que nos engañan. Elegimos a personas que nos toman por tontos en todas y cada una de sus declaraciones públicas, porque nos tratan con el mismo desprecio que Goebbles ya describió en su teoría de la propaganda política.
Y pensamos, necios de nosotros, que la democracia consiste en seguir las reglas de un juego que ellos mismos establecieron con el que nos dejan jugar a su antojo. Nos falta el valor para dar el paso adelante necesario para la urgente regeneración democrática, nos falta la autoconciencia de que sí podemos cambiar las cosas y la capacidad de autocrítica que nos haga aprender de nuestros errores. Ellos han demostrado que no están preparados para gobernar según nuestros intereses pero, nosotros, ¿estamos preparados para votar?
PABLO POÓ