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El baúl

Cuando era pequeña, a Violeta no le gustaba ir a casa de la tía José. En realidad se llamaba María José, pero todo el mundo la llamaba José. Jamás, cuando la visitaba, se preguntó el por qué. Ahora sí lo hacía, pero ya era un poco tarde. Al fin y al cabo, no se hablaba con sus padres y su tía estaba muerta. Más concretamente en la entrada de su casa. Violeta había ido tras recibir una llamada suya. Le ordenaba acudir a su casa y recoger un baúl. Simplemente recogerlo y llevárselo. "Tíralo o quédatelo –le dijo por teléfono-. Me da igual. Ni siquiera sé qué hay dentro".

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Violeta, al principio, se había negado. Era una cuestión de principios. Ella se creía desligada de su familia por completo. Era independiente y era libre, no tenía por qué obedecer a su tía. Pero José insistió mucho y a Violeta no le quedó más remedio que conducir su Porsche de segunda mano hasta casa de su tía.

Le gustaba su coche a pesar de que fuera viejo y de que pasara un par de semanas al año en el taller. Sí, era su mayor logro. Haber conseguido un coche que le gustara. Es que Violeta era muy perfeccionista, sin término medio. U odiaba algo, o lo amaba. Odiaba a su familia, amaba su coche. Odiaba los sofás de más de tres plazas, amaba los escritorios altos. Así funcionaba. Cada cosa que tenía estaba como a ella le gustaba, aunque su idea de perfección no concordara a veces con la que tenían los demás.

Su tía José vivía a las afueras de la ciudad, en una de esas urbanizaciones medio abandonadas tras el inicio de la crisis. Casi todas las casas estaban vacías o en venta. Su tía, sin embargo, era de las pocas que vivían allí. Menos de diez personas en aquella urbanización de casi cincuenta casas. Su césped estaba descuidado y lleno de mierdas de perro. Dicho perro descansaba en el porche, al sol. Era un enorme pastor caucásico. Su tía ni siquiera le ponía correa o tenía una valla. Pero Violeta jamás supo si alguien se quejaba del perro.

Cuando bajó de su coche él no se inmutó. Alzó perezosamente la cabeza cuando Violeta llegó a los escalones que subían al porche. Finalmente hizo un lloro cuando estuvo frente a la puerta. Violeta lo miró, enfadada, pero el enorme perro que le llegaba por la cintura volvió a gimotear. Cuando se dirigió hacia él, movió la cola, feliz. Le rascó tras las orejas y el animal, finalmente, se levantó y la siguió, tranquilo, grande y peludo.

Violeta llamó a la puerta y nadie contestó. Volvió a insistir y nada. El perro, entonces, empezó a ponerse nervioso, a gimotear y a ladrar a la puerta. Incluso gruñó un poco, pero enseguida volvió a gimotear. Aquella fue la primera señal de que algo no iba bien. La segunda fue que la puerta no tenía el seguro echado. Giró el picaporte y abrió. La escena, entonces, fue ya grotesca.

Sobre un charco de sangre, bocarriba, estaba su tía José. La casa no parecía saqueada. Ella, simplemente estaba muerta sobre un charco de sangre, sin herida aparente. Lo primero que pensó Violeta fue “mierda”; lo segundo, que tal vez fuera a entrar en estado de shock; lo tercero, que a lo mejor la culpaban a ella. No creía que un perro pudiera testificar a su favor. De todas formas, tenía que llamar a la policía.

Violeta, ante cualquier situación problemática, se volvía increíblemente práctica. Encerraba sus sentimientos en un compartimento de su psique y procedía a ejecutar todo lo que tenía que hacer de forma mecánica.

A pesar de llevar años sin visitar a su tía, sabía que en la cocina, a la derecha, había un teléfono. Cogió al perro de la correa, que gimoteaba y aullaba, y lo llevó con ella con cuidado de no pisar, ninguno de los dos, la sangre. Se encerró en la cocina con el perro. No se le había ocurrido que quien hubiera matado a su tía tal vez siguiera en la casa. Aquello, en aquel momento, no era de importancia.

Cogió el teléfono con un pañuelo, para no dejar huellas, y marcó el número de emergencias. Mientras el perro aullaba y se establecía la señal, Violeta vio el baúl. Estaba allí, en medio de la cocina, bajo la mesa de plástico de su tía. En ella había dos vasos llenos de limonada y un plato de sándwiches. Quizá su tía tenía la esperanza de hacer las paces con ella, a pesar de que nunca hubieran peleado. Violeta, simplemente, había decidido odiarla como al resto de la familia cuando se independizó.

Al otro lado de la línea alguien lo cogió, pero a pesar de que oía a alguien hablar a su oreja, Violeta no entendía qué le estaba diciendo. Estaba pendiente del baúl. Era uno grande, de tapa plana y madera y hierro. Tenía unos cierres sin candados muy oxidados.

Violeta, sin saber muy bien qué hacía, colgó el teléfono y se quedó mirando el baúl. Se sintió extraña en su propio cuerpo, como si hasta su parte práctica se hubiera escondido dentro de ella. En aquella cocina, con aquel enorme y viejo perro aullando y su tía muerta en la entrada. En aquella casa de césped descuidado, con su coche Porsche azul aparcado frente a la acera.

Allí, Violeta sintió cómo algo se enfriaba en su sangre. Había tomado consciencia de que dentro de ella había algo. Algo frío y blando, que era como un fluido no-newtoniano, habitaba entre las paredes de su existencia, de su cuerpo. Hundió las manos de su conciencia en aquel fluido al mismo tiempo que daba un paso hacia delante.

En la periferia de su mirada, el perro calló, atento a la puerta. Empezó a gruñir y a ladrar, a abalanzarse contra la puerta. Hacía tanto estruendo que, por un segundo, un pensamiento banal llegó a la mente de Violeta y desapareció rápidamente, como borrado por miles de años: aquello llamaría la atención de los vecinos. Pero no le preocupó. Violeta se agachó y sacó el baúl, sin preocuparse por sus huellas.

La violencia del perro era arrolladora. Una y otra vez se lanzaba contra la puerta. En su mente, Violeta lo vio rejuveneciendo y envejeciendo. Lo vio convertirse en esqueleto y luego en polvo. Polvo al polvo. Violeta se sentía como Pandora. Iba a abrir algo que desataría el infierno sobre la Tierra, estaba segura. Una conciencia que no conocía empezó a inundar su mente. Era ella, sí, pero al mismo tiempo no era la misma. Violeta abrió el baúl.

No se esperaba aquello y, al mismo tiempo, no podría haber sido otra cosa. Era un cuchillo de cocina. Era viejo y tenía manchas rojas que no sabía si eran de óxido o de sangre. El perro, entonces, destrozó la puerta en un último arranque de ira. Violeta se levantó rápidamente y se volvió. Pero allí no había ningún perro. A su alrededor, la casa ya no era la casa. Eran ruinas, allí no había muebles, las paredes estaban con el papel arrancado y graffitis por todas partes. Olía a orina, a cerrado y a comida caducada. Las ventanas estaban rotas. Pero el baúl seguía allí, con aquel cuchillo. Violeta empezó a retroceder.

En el vestíbulo no había ningún cadáver, pero una enorme mancha oscura estaba allí en su lugar. Asustada, Violeta salió de la casa con el rápido ritmo que marcaba su corazón. Empezó a hiperventilar. Su coche Porsche seguía allí, tan azul como recordaba. Se montó y fue al llevarse las manos a la cara cuando se dio cuenta.

Tenía el cuchillo en las manos. No sabía cuándo lo había cogido. Empalideció y lo tiró al asiento del copiloto. Encendió el motor y se alejó de allí. Condujo sin darse cuenta de hacia dónde iba. Lo hizo hasta que no pudo más, hasta que sintió el ataque de ansiedad en las rodillas. Aparcó el coche en un mirador vacío.

La ciudad se extendía bajo sus ojos. Intentó calmarse, respiró hondo. Los latidos de su corazón remitieron un poco. Miró el cuchillo y lo volvió a coger. Su móvil comenzó a sonar, con insistencia, como si quien llamara estuviera enfadado. Asustada y expectante, Violeta alargó una mano y descolgó sin mirar siquiera quién era. "¿Violeta? –Era la voz de su tía– Violeta, ¿dónde estás? Llevo un rato esperándote".

CARMEN SUÁREZ
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