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Un mal lunes

El único ruido en la minúscula habitación era el de los múltiples dedos aporreando las teclas. Era música para sus oídos. Todo estaba bajo control en aquel edificio. Por eso se sentía seguro entre sus paredes. Nicolás no podía evitar sonreír mientras el resto de compañeros suspiraban por un aumento de la velocidad en aquel reloj tan feo que, sobre sus cabezas, controlaba cada movimiento con sus minuteros y segunderos. Tic Tac.

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Afiló cada lápiz minuciosamente. Colocó el folio en su Olivetti. Llenó de aire sus pulmones con fuerza, empezó a rellenar el impreso veintisiete barra dos. Una ligera brisa soplaba en su nuca, le causaba escalofríos. Alguien se había dejado una ventana abierta.

Cuando terminase el informe que lo mantenía ocupado, rellenaría otro formulario para presentar la queja pertinente por aquel descuido. Era muy fácil para él pillar un catarro. No podía permitirse caer enfermo. Eso supondría rellenar el papeleo para obtener la baja, lo que le mantendría unos días alejado de su amada mesa. Estornudó con fuerza, empezó a sentir miedo.

Una vez hallada, cerró violentamente la ventana. Cuando volvió a su silla, creía que iba a darle un infarto. Todos los compañeros se atrincheraron bajo sus escritorios. Gritaban histéricos. Un enorme león estaba en su mesa. Destrozaba con sus zarpas su preciosa máquina de escribir y se daba un festín devorando la montaña de informes ya redactados.

Se agazapó y se refugió debajo del mueble más cercano, descolgó el teléfono. No había línea. Empezó a reírse sin poder evitarlo. En el periódico, en la parte del horóscopo, advertía que sería “una jornada llena de sorpresas”. Joder, pensaba, incluso por estadística, algunas veces aciertan.

Si lo siguiente que veía era un oso atacando la fotocopiadora, llamaría al autor de aquellas escasas líneas y le pediría, con la mayor cortesía, que le permitiese el pánico, que esas cosas se avisaban más explícitamente “Piscis, quédate en casa mañana o un león te arrancará la cabeza de un puto zarpazo”. Lo de “jornada de sorpresas” era un aviso muy vago, una mierda de aviso, en comparación con lo que estaba ocurriendo.

El león estaba furioso. “Seguro que no le han gustado los impresos: el papel es de escasa calidad”, pensaba Nicolás. Se compadecía de aquel enorme felino. Se acordó de aquella vez en el baño de la tercera planta, cuando agotándose el papel higiénico, tuvo que recurrir a uno de aquellos papeles. Si a esta fiera le han dejado el mismo escozor al comer que al limpiarme el culo, estamos jodidos. Así era Nicolás. Siempre pensando en el prójimo.

El visitante se había hecho fuerte en la sala de descanso reservada a los empleados. Constaba de una mesa alargada, sillas incómodas, cafetera, y una nevera donde cada miembro del personal tenía que etiquetar su comida. Como se coma mi tupper de lasaña, me lo cargo. Según Nicolás, eso es abusar de la hospitalidad.

Tras destrozar cincuenta máquinas de escribir, tres televisores, y la nevera, según fuentes policiales la lasaña salió ilesa, el minino quedó dormido en medio del pasillo. Nicolás respiró aliviado. Dudaba sobre si aquello contaba como horas extras. Hacia dos horas que su jornada había terminado. Con mucho cuidado encendió el ordenador portátil que tenía a su lado y empezó a enviar emails a todo el mundo avisando de la situación.

Reconocía que llegar tarde a un par de sitios y en la disculpa decir “estoy atrapado en la oficina con un león. Avisad a la policía, a los bomberos o a quien proceda”, sonaba un poco ridículo, pero ante todo estaba orgulloso de su sinceridad.

Con asombro vio en Facebook que todos habían colgado entradas sobre lo que estaba sucediendo. Twitter echaba humo. Incluso habían subido fotos a la red con el título “Etiquetad a la peña. León en la oficina”. Tenía, en media hora, doscientos comentarios. Algunos de ellos del personal de Seguridad. Era oficial. Estaba rodeado de gilipollas.

Antes de que pudiera darse cuenta, se quedó dormido. Despertó sobresaltado y bañado en un sudor frio. Soñó que el león hacía mejor su trabajo. Incluso lo nombraban empleado del mes. Si había algo que no aguantaba era a los trepas. Estaba solo.

Dudaba si todos habían sido presas del visitante. De ser así, era el único superviviente. Era horroroso. Si estaba en lo cierto, tenía que hacer él todo el trabajo. El final del primer cuatrimestre económico estaba a punto de cerrarse y había mucho papeleo atrasado.

Con mucho cuidado elevó la cabeza. Nada. El feroz visitante había desaparecido. No sabía cómo sentirse. Por una parte, por motivos desconocidos, se había encariñado con aquel animal. ¿Quién no ha soñado con arrasar con todo en su oficina? Por otra, odiaba a sus compañeros. Ninguno de esos cabrones se había tomado la molestia de despertarle. Avisarle de que ya pasó el peligro. Salió afuera.

Le molestaba la luz solar. Ignoraba la hora. Antes de que pudiera ponerse las gafas de sol, un ejército de médicos, periodistas y policías se abalanzó sobre él para curarle y hacerle todo tipo de preguntas. En su cabeza solo había espacio para una pregunta: ¿Se enfadarían muchos los directivos de la planta quince por no haber terminado el impreso veintisiete barra dos? Respiró aliviado. Por fin, tras años fallidos en el colegio, funcionaría la excusa de “lo siento, el gato se comió los deberes”.

CARLOS SERRANO
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