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El noticiario

Entonces encendí la televisión: un tren había descarrilado en una curva, al parecer, por exceso de velocidad. Mientras escuchaba de fondo al presentador del noticiario mi atención se iba diluyendo de sus palabras y se focalizaba en las imágenes que se estaban mostrando.

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El cámara se afanaba por acercarse un metro más a una zona donde yacían los cadáveres de cuatro personas. Uno de ellos había perdido un zapato por el impacto y presentaba una postura totalmente antinatural en el suelo de piedras que suele circundar las vías del tren.

Las piernas estaban ensangrentadas y, por la cantidad de vello que las cubría, pertenecían con toda seguridad a un varón, joven, para más señas o, al menos, en buen estado de forma dado el tamaño de los gemelos.

Mientras enfocaban a un par de bomberos que luchaban contra el amasijo de chatarra en que se había convertido uno de los vagones, pude ver cómo un brazo se descolgaba del cobijo de una especie de manta metálica amarilla y se tambaleaba de izquierda a derecha en un movimiento a todas luces estrambótico.

Intenté retomar la atención perdida en el locutor, pero un rápido giro de cámara enfocó a algún familiar o allegado que se acercaba a la escena de los hechos presa de una crisis de ansiedad. Intercambió algunas palabras inaudibles con un policía nacional con gorra que le impedía el paso para su mayor desesperación.

Apagué la tele con asco. ¿En qué se había convertido el periodismo? ¿Era necesario ese tipo de tratamiento en una noticia tan trágica? Si ofrecían esa carnaza, ¿era porque alguien la consumía?

PABLO POÓ
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