Mientras el gato caminaba despacio para no ser visto por las gafas de Jacinto, en el salón de los Rodríguez se cocían las palabras en los fogones de los mejores chefs del pensamiento. A la derecha de Ernesto solía sentarse Amalia junto a su marido Gregorio. Amalia impartía clases de Periodismo en la Complutense de Madrid. Roja hasta la médula –como así se definía- criticaba sin piedad “la decadencia inadmisible de la opinión dada”.
Su marido, Gregorio, comenzó de botones en ABC. Ahora, jubilado desde hace tres, colecciona artículos de Camba y Larra para comprender cómo se construyeron las corrientes del ayer. Jacinto –hombre de costumbres- leía y releía todo lo concerniente al principio de realidad. Le gustaba hablar hasta altas horas de la madrugada sobre Habermas y Kant, acerca de la síntesis existente entre empirismo y racionalismo.
Encima del sillón siempre descansaba algún que otro libro deteriorado de Immanuel. A Ernesto, hermano de Amalia, profesor de Ética en La Sorbona de París, le apasionaba la política pero su talante, crítico y lejano, le impedía dar el salto a las aguas de Hollande.
Es intolerable –decía Amalia, mientras veía la Primera- que señores que no saben ni de motores ni de turbinas hablen del accidente de Santiago como si fueran doctores en Ingeniería Ferroviaria. El Periodismo, querido hermano, ha enfermado por el virus sistémico que invade los paraninfos.
La facilidad de acceso al conocimiento, por medio de Internet, y la globalización del diálogo, por el influjo de las redes sociales, han hecho que el periodista de ayer haya perdido su sentido en los escenarios presentes.
La recuperación del enfermo –en palabras de Ernesto- pasa, estimada hermana, por una reestructuración de los mimbres del oficio. La calidad en la escritura y el rigor en la información son, desde mi humilde punto de vista, los instrumentos necesarios para curar el cáncer que padece la profesión que nos merece.
Los pasos tímidos del felino contrastaban con la voz opulenta del incansable de Camba. El periodismo presente debería ser un conocimiento adjetivo del otro. La reconversión del título de grado por un postgrado serviría para que “la decadencia de la opinión dada”, en referencia al pensamiento de la catedrática, sirviese para que el filósofo de hoy, o sea los periodistas, cambiasen su rol de habladores por el de conocedores.
Solamente así conseguiríamos que economistas, ingenieros y abogados conjugasen sus conocimientos profesionales con una pedagogía necesaria para alfabetizar, con acierto, al rebaño que les mira.
De esta manera, estimada Amalia, la opinión saldría fortalecida del virus sistémico que la debilita. Hablaríamos de un periodismo relativo, o dicho en otros términos, de un periodismo adjetivo. Un periodismo de algo, sin caer en el reduccionismo actual de un conocimiento rico en las formas pero endémico de contenidos.
Sin especialización académica, el periodismo tiene los días contados en la era que nos toca. "¿Qué puede saber un periodista de motores, dispositivos de frenada y otros tecnicismos, si algunos, ni tan siquiera, han subido a un tren en su vida?", se preguntaba Ernesto mientras ojeaba los garabatos de su nieta.
Por mucho que le echemos la culpa a la crisis de todos nuestros males profesionales, debemos hacer autocrítica para saber qué estamos haciendo mal de puertas para adentro. Sin especialización académica, el periodismo –sentenciaba el enérgico camarada- tiene los días contados en la era que nos toca. Mientras tanto, el gato miraba de reojo las sombras que se movían al trasluz de la cortina.
Si lo desea, puede compartir este contenido: Su marido, Gregorio, comenzó de botones en ABC. Ahora, jubilado desde hace tres, colecciona artículos de Camba y Larra para comprender cómo se construyeron las corrientes del ayer. Jacinto –hombre de costumbres- leía y releía todo lo concerniente al principio de realidad. Le gustaba hablar hasta altas horas de la madrugada sobre Habermas y Kant, acerca de la síntesis existente entre empirismo y racionalismo.
Encima del sillón siempre descansaba algún que otro libro deteriorado de Immanuel. A Ernesto, hermano de Amalia, profesor de Ética en La Sorbona de París, le apasionaba la política pero su talante, crítico y lejano, le impedía dar el salto a las aguas de Hollande.
Es intolerable –decía Amalia, mientras veía la Primera- que señores que no saben ni de motores ni de turbinas hablen del accidente de Santiago como si fueran doctores en Ingeniería Ferroviaria. El Periodismo, querido hermano, ha enfermado por el virus sistémico que invade los paraninfos.
La facilidad de acceso al conocimiento, por medio de Internet, y la globalización del diálogo, por el influjo de las redes sociales, han hecho que el periodista de ayer haya perdido su sentido en los escenarios presentes.
La recuperación del enfermo –en palabras de Ernesto- pasa, estimada hermana, por una reestructuración de los mimbres del oficio. La calidad en la escritura y el rigor en la información son, desde mi humilde punto de vista, los instrumentos necesarios para curar el cáncer que padece la profesión que nos merece.
Los pasos tímidos del felino contrastaban con la voz opulenta del incansable de Camba. El periodismo presente debería ser un conocimiento adjetivo del otro. La reconversión del título de grado por un postgrado serviría para que “la decadencia de la opinión dada”, en referencia al pensamiento de la catedrática, sirviese para que el filósofo de hoy, o sea los periodistas, cambiasen su rol de habladores por el de conocedores.
Solamente así conseguiríamos que economistas, ingenieros y abogados conjugasen sus conocimientos profesionales con una pedagogía necesaria para alfabetizar, con acierto, al rebaño que les mira.
De esta manera, estimada Amalia, la opinión saldría fortalecida del virus sistémico que la debilita. Hablaríamos de un periodismo relativo, o dicho en otros términos, de un periodismo adjetivo. Un periodismo de algo, sin caer en el reduccionismo actual de un conocimiento rico en las formas pero endémico de contenidos.
Sin especialización académica, el periodismo tiene los días contados en la era que nos toca. "¿Qué puede saber un periodista de motores, dispositivos de frenada y otros tecnicismos, si algunos, ni tan siquiera, han subido a un tren en su vida?", se preguntaba Ernesto mientras ojeaba los garabatos de su nieta.
Por mucho que le echemos la culpa a la crisis de todos nuestros males profesionales, debemos hacer autocrítica para saber qué estamos haciendo mal de puertas para adentro. Sin especialización académica, el periodismo –sentenciaba el enérgico camarada- tiene los días contados en la era que nos toca. Mientras tanto, el gato miraba de reojo las sombras que se movían al trasluz de la cortina.
ABEL ROS