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El niño y la muerte

Uno de los temas que ha sido poco investigado en nuestro país es el impacto emocional que el niño puede tener con la vivencia de un acontecimiento tan trágico como es la muerte de un familiar. Desde mi punto de vista, las razones se deben a que, por un lado, resulta muy difícil hacer valoraciones generales de un hecho que impacta de maneras muy distintas, como veremos en este artículo, y, por otro, en el deseo de mantener alejada la idea del fallecimiento en el menor, cosa también muy complicada, pues aún en los casos más duros acaba conociendo, de un modo u otro, lo que ha acontecido, aunque haya lagunas en la interpretación de lo sucedido.

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Las aportaciones realizadas por el psicólogo suizo Jean Piaget han sido de tipo general y basadas en averiguar no tanto los efectos emocionales que se dan en los pequeños como entender los conceptos que se forman ante la idea de la muerte, aunque no la hayan experimentado a través de algún familiar cercano.

Piaget sostiene que la aparición de la idea de la muerte en el ser humano como hecho irreversible se produce alrededor de los siete años, cuando niños y niñas comienzan a ser conscientes de que quien fallece no vuelve a la vida.

Antes de esa edad está afianzada la idea de permanencia en la vida, pues todos creemos íntimamente que el universo se ha formado con nosotros. Es más, a los adultos nos resulta muy difícil entender los sucesos que acontecieron antes de que nosotros naciéramos.

Así, leer o escuchar sobre hechos acaecidos unos años antes de la fecha de nuestro nacimiento, si nos paramos a pensar, nos resulta insólito, puesto que no acabamos de asumir que la vida existiera antes de que nosotros apareciéramos en el mundo.

Sobre estos sentimientos profundos imaginamos que no es posible que la vida continúe cuando hayamos fallecido. Buscamos diversas interpretaciones, especialmente a través de las distintas formulaciones religiosas, para darnos una explicación de continuidad de nuestra persona, pues nos resulta emocionalmente muy difícil asimilar que todo lo viviente siga su ritmo sin que nosotros ya no estemos.

El niño, por su parte, adecua todo lo que existe a partir de su visión egocéntrica, de manera que la realidad y la fantasía se entremezclan de tal manera que la segunda acude en auxilio de aquello que no alcanza todavía a entender.

Lógicamente, la idea de la muerte no forma parte de su mundo, hasta que, hacia la edad indicada, comienza a asomar el que no solo los animales se mueren, sino también las personas. Hay que comprender que para ellos los finales son provisionales, como en los cuentos o en las películas de dibujos animados, en los que los protagonistas reaparecen cada vez que escucha de nuevo el relato o contempla cada capítulo que se emite por la televisión, sin importar que anteriormente hubieran desaparecido en uno de ellos.

De todos modos, no es lo mismo la aparición de la idea de la muerte que experimentarla a través de la pérdida de un miembro de la familia. La diferencia es muy grande, aunque el sentimiento de profunda tristeza que acompaña a este hecho va a depender de la proximidad que represente el miembro fallecido: no es lo mismo, por ejemplo, la pérdida de un padre o de la madre que la de un tío o de una tía.

El modo en el que se produce el fallecimiento y la respuesta dada por la familia ante el hecho luctuoso van a ser de gran importancia para que el niño lo viva como un hecho más o menos dramático. Es habitual que se busque marcar ciertas distancias a los más pequeños para evitarles, en la medida de lo posible, la vivencia de un hecho triste e irreversible.

Según palabras de la psiquiatra suiza Elisabeth Kübler-Ross, autora de numerosos libros acerca de la relación de los niños con la muerte, “en general, afecta más a los adolescentes que a los niños pequeños, aunque depende en gran manera de la actitud de de los padres, de que hablen abierta y francamente a sus hijos de las tormentas de la vida”.

Para quienes pudieran estar, por alguna razón, interesados en profundizar en este tema, yo le aconsejaría la lectura de Los niños y la muerte, ya que esta excelente obra de Kübler-Ross ha sido traducida al español.

Sobre esta doctora en Medicina y Psiquiatría, indicaría que participó como voluntaria, junto con los equipos americanos, en la recuperación del campo de concentración de Meidaneck de Polonia, tras la libración de las fuerzas nazis. Este hecho fue decisivo en su vida y definió su posterior interés por el comportamiento de las personas conocedoras de la inminencia de su propia muerte.

Al trasladarse a Estados Unidos, trabajó durante más de veinticinco años en secciones de enfermos terminales de diferentes hospitales. Con el paso del tiempo, se crearon redes de ayuda en distintos países siguiendo sus experiencias, por lo que recibió el reconocimiento de doctor honoris causa en veinte universidades de varios países.

Si he citado a esta autora es para dar a conocer que, fuera de nuestro país, hay sólidos estudios que se han llevado a cabo sobre el tema que estamos tratando. En mi caso, como he manifestado en anteriores ocasiones, el conocimiento de las emociones y sentimientos de niños y adolescentes lo obtengo a través de la propuesta del dibujo de la familia en el ámbito escolar, y el posterior diálogo mantenido con los autores de los dibujos de lo que han querido representar.

Y dado que las respuestas emocionales de los autores ante el fallecimiento de un familiar son muy diversas, lo abordaré en diferentes artículos. En este quisiera presentar los casos en los que los niños acaban aceptando la pérdida y, con el paso del tiempo, el dolor queda amortiguado de forma que crecen sin que esa ausencia les impida disfrutar de nuevo de lo mejor de la vida.

De este modo, he seleccionado dos dibujos de dos chicas en los que se manifiesta que ambas han asimilado la pérdida de sus padres, puesto que, ayudadas por sus madres y sus familias, han logrado convivir con la idea de la ausencia paterna, pero de una forma un tanto curiosa: para ellas, sus padres siguen viviendo en sus corazones, como si ellos estuvieran presentes.

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En el primero de los dibujos, su autora, una niña de nueve años, al pedirle a toda la clase que dibujaran a la familia, dibujó una escena de un día soleado, con todos los miembros en la playa y disfrutando de un espléndido sol animista. Lo más curioso es que representa a su padre que había fallecido hacía dos años, pero es que la niña, tal como me apuntó su profesor, siempre lo dibujaba a su lado, aun siendo consciente de que físicamente ya no podía contar con él.

El dibujo, como puede comprobarse, es muy alegre y vitalista, lo que nos dice que en ella el dolor por la muerte de su padre ha amainado, dando paso a la idea de que, de algún modo, lo tiene siempre presente.

Se pudiera estar tentado a pensar que lo anterior lo hace una niña que es pequeña; sin embargo, la idea de la presencia del ser fallecido al que se le quería puede permanecer de una forma muy viva en edades superiores. Es lo que acontece en este segundo dibujo, correspondiente de una chica de 13 años.

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Ahora nos encontramos con una adolescente, por lo que la autora está en una edad en la que se hace más consciente de la realidad que la rodea. Hay que indicar que, en este caso, perdió a su padre cuando tenía ocho años. Es decir, habían transcurrido cinco desde el fallecimiento paterno y la realización del dibujo.

Como puede verse, ella se ha trazado en el centro del grupo junto a su padre, al que ha puesto un corazón por encima, como signo del cariño que siente hacia él. Pero lo más llamativo es que, una ver terminado el dibujo, puso las edades con rotulador azul que tienen los miembros, de modo que a su padre se la ha puesto como si para él también transcurriera el tiempo y hubiera ido cumpliendo años hasta llegar a los cincuenta que tendría cuando realizó el dibujo.

Podría decir que estas dos escenas que he mostrado son la cara más amable de la pérdida de un familiar tan cercano como es un padre. Sin embargo, no todos los niños asimilan esta pérdida de este modo; en muchas ocasiones el fallecimiento de un ser cercano les suelen marcar profundamente, pues las circunstancias o los apoyos necesarios no se han recibido, ya que la muerte marca una huella profunda.

AURELIANO SÁINZ

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