La luna estaba oculta por un manto de nubes negras y el mar rugía sin que lo vieran. Se apretujaron un poco más en torno a la hoguera. El que se hacía llamar Roma había recogido troncos para alimentarla. Eran cuatro las figuras que la rodeaban, una de ellas no humana.
–Dicen que van a cruzar por la ribera –comentó el que se hacía llamar Roma.
–¿Y qué? –respondió Alos–. ¿Ahora hacemos caso de rumores?
–Bueno, un poco sí deberíamos –intervino la figura no humana–. Al fin y al cabo, estamos haciendo algo ilegal. Mucho. Se supone que no debemos estar aquí. Menos encender una hoguera.
Se estremecieron, miraron a su alrededor. Las sombras de la noche no llegaban a ellos, pero no podían distinguir qué ocultaban. El que se hacía llamar Roma escupió a un lado, se quitó arena de los pantalones y acercó las manos a la hoguera.
–Pero tenemos que esperar –dijo Lira. Lo hizo como si hubiera estado soltando un discurso y aquella fuera su última frase. Apretó los labios y se caló el gorro de lana hasta las cejas.
–A mí me da igual que esto sea ilegal –gruñó Alos–. Tengo frío y no voy a esperar el puto ataque tras la valla cuando pueden aparecer por aquí.
–A lo mejor allí estaríamos más calentitos –comentó la figura no humana.
–Deberíamos regresar –soltó el que se hacía llamar Roma–. Pasen por la ribera o desembarquen en la playa, creo que ya hemos cumplido.
–Todavía no es la hora –dijo autoritaria Alos–. Así que pega tu culo a la arena y cállate.
El que se hacía llamar Roma se sentó.
–Si no vemos la luna –dijo Lira, de nuevo como si la mitad de la frase se hubiera perdido antes de pronunciarla.
–Puedo saber la hora que es por experiencia –explicó Alos con tono de suficiencia.
–Yo lo sé por el congelamiento de mi culo –bromeó la figura no humana. Pero nadie rio. Pasó el tiempo y el calor, las sombras estaban ganando la batalla. En silencio, contemplaron el fuego cada vez más menguante. Ya no tenían más troncos para alimentarlo y el escaso calor que proporcionaba desapareció paulatinamente, hasta que la oscuridad los cubrió como un manto. Sólo quedaron unos vivos rescoldos rojos, el ruido distante de las olas y la luna oculta tras las nubes.
La mañana despertó a María en el sótano de la base como cada día, con temblores y explosiones. Era un ruido inconstante, como un corazón con arritmia. A veces era una vibración fuerte y otras un simple rumor que no parecía haberse producido.
–Hoy han decidido levantarse temprano para bombardear, ¿eh? –comentó su compañera de litera, desde arriba–. Calisto ha pasado por aquí y dice que cuando terminen tenemos que salir a quitar escombros.
–¿No hay noticias? –preguntó María quitándose las legañas, notando en la garganta el sabor de su propia sangre.
–No –respondió su compañera de litera.
María fue al servicio y se provocó el vómito. Entre los restos de su estómago brilló la sangre que había tragado durante la noche.
–Qué asco –comentó–. Ojalá regrese pronto Úrsula y me arregle la boca. Estoy harta de que me sangren las encías.
–¿Cuántos van ya?
María se tocó los dientes.
–Dos nada más. No se me ha caído ningún otro –respondió. Se enjuagó la boca con cuidado y regresó a la litera. Se puso las botas y la chaqueta. Bostezó mientras se recogía el pelo. Salió de la habitación mientras el bombardeo continuaba, las paredes temblaban y nadie prestaba ya atención a las grietas que aparecían. En aquel estrecho pasillo se apelotonaban catorce personas, todas esperando para acceder a la oficina de Calisto, de la que salían gritos y discusiones. María se abrió paso como pudo hasta el fondo del pasillo, donde una puerta daba al comedor. Allí las paredes seguían siendo de color tierra y el suelo de cemento, pero hacía más calor. Catorce mesas con sus bancos y un mostrador agrietado eran todo el mobiliario.
La alarma empezó a sonar y los ocupantes de tres largas mesas del fondo se levantaron al unísono. Todos iban uniformados de negro y llevaban cortes de pelo parecidos. Eran figuras no humanas, más altos que el resto de los presentes. María cogió una bandeja de comida envasada y se sentó sola, en un rincón, como el resto. El comedor era silencioso, nadie comía junto a otros. A excepción de las figuras no humanas. Sólo los restos de la alarma y las vibraciones de las bombas persistían aquella mañana.
Cuando María terminó, tiró la bandeja, hizo una mueca y salió por una puerta que no era por la que no había entrado. En su camino se cruzó con otras personas que, como ella, parecían estar en sus últimos días. Algunos habían perdido hasta las uñas o parte de la piel por tratar con residuos. María se coló en la sala de mandos.
–¿Hay noticias? –preguntó sin miramientos. Era una habitación pequeña con un único ocupante. Una figura no humana sentada ante un monitor, de espaldas a ella, respondió:
–No. Seguimos sin encontrarles.
–La playa no es tan grande.
–Hace un año vimos los restos de una hoguera, así que suponemos que se los llevaron o desertaron.
–Alos jamás desertaría.
–Tampoco Ra-Had-Ta Joreki, pero aquí estamos, sin noticias de ellos.
–Se han perdido –dijo María, mirando la vieja pantalla–. Seguro que se han perdido y ni siquiera lo saben.
–¿Cómo puedes perderte sin saberlo? –preguntó la figura no humana.
–Hay cosas extrañas allá fuera –respondió María.
–Llevaban a Lira.
–Ella también está perdida. Y si lo sabe, no puede decírselo a los otros.
–Deberíamos actualizar el entrenamiento –dijo la figura no humana–. Creo que hace tiempo que dejó de ser útil su pérdida parcial de habla.
–Así no podrán sonsacarles nunca información. –María metió las manos en los bolsillos, se tocó los dientes con la lengua. Más sangre– Oye, ¿ha regresado Úrsula?
–Parcialmente –respondió la figura no humana–. Tenemos su cabeza y un brazo, pero el resto creemos que se lo comieron los caníbales del sector cuatro.
–Mierda –soltó María.
–Ra-Kan-Ra Soreki podría arreglarte si le dejaras.
–Paso. Llámame si se encuentra algo de Alos.
–Ipa María –llamó la figura no humana, girándose hacia ella. María tenía la mano en el picaporte–. Ipa Alos no está perdida. Es hora de asumirlo.
–Mi hermana no está muerta –sentenció María, saliendo. Dio un portazo.
Alos se levantó en la oscuridad, sintiéndose sola de repente. Sin saber cuánto tiempo había pasado.
–¿Estáis ahí? –preguntó. No distinguió si tenía los ojos abiertos o cerrados, ni siquiera si sus palabras habían salido de su boca. Había perdido el sentido de su propio cuerpo.
–Estás tú –respondió Lira. Alos extendió un brazo que no veía y sintió en él el tacto de otras manos que no sabía de quiénes eran. Era una sensación extraña, aquella.
–Vámonos –pidió el que se hacía llamar Roma–. No creo que Calisto se enfade con nosotros por regresar ya.
–Pies húmedos –dijo Lira.
–A mí me llega el agua por la cintura –respondió la Ra-Had-Ta Joreki–. Y estaba más alejado del mar que tú.
–A mí me llega a las rodillas –dijo preocupado el que se hacía llamar Roma.
–Ni siquiera os oigo chapotear –se extrañó Alos. Sus manos se aferraron en la oscuridad. Estaban secas, pero era como si una extraña fuerza los empujara a cada uno a un lugar.
–Dónde estoy –preguntó Lira, con un tono aterrorizado en la voz.
–No te pierdas, Lira –ordenó Alos–. No os soltéis ninguno. El amanecer llegará.
–Me llega el agua por el cuello –comentó la figura no humana, con curiosidad–. ¿Creéis que puedo ahogarme?
–Nadie se va a ahogar. –Alos tiró de sus manos. Todos lo hicieron al mismo tiempo, como si fueran un único pensamiento– ¡NO!
Volvió a extenderla, tanteó en la oscuridad, pero no encontró otras manos.
–¡Alos! –gritó el que se hacía llamar Roma–. ¡Comandante! ¿Dónde estáis? ¡Algo me está arrastrando hacia el fondo!
–¡Miedo! –gritó Lira–. ¡Quema!
–Vaya, qué curioso. Parece que esto quiere ahogarme –comentó la figura no humana.
–¡Soldados! –llamó al orden Alos–. ¡No entréis en pánico! ¡El amanecer llegará!
Lira gritó como cuando hacía aquello, pero Alos no vio ninguna luz púrpura, no sintió el calor. Sólo había frío y, a sus pies, los rescoldos rojos de la hoguera. Giró, tanteando, buscándolos.
–¡No sirven! –gritó Lira–. ¡Soltarme!
–¡Lira, cálmate! –ordenó Alos.
–¡No quiere soltarme! –Era la voz del que se hacía llamar Roma. Alos giró hacia él y avanzó a ciegas, tanteando, sin tocar nada.
–No quiere soltarme –dijo la figura no humana, con un deje divertido. Alos giró y avanzó en la oscuridad, sin alcanzarle.
–¡Soltarme! –lloraba Lira. Alos giró de nuevo, histérica, y tropezó con la hoguera. Su rostro dio contra la arena, fría. Los rescoldos estaban más rojos.
María frotó los cristales de sus gafas. Se apoyó en el palo de la escoba y miró en derredor. Eran ruinas de las ruinas de una ciudad. Se preguntó si de verdad antes había habido allí calles, cafeterías, sitios donde la gente comía comida de verdad, hablaba sin temor a llamar la atención de algún monstruo. Si los niños habían corrido por allí, jugado. Si dos amantes se habían besado. Se preguntó por la historia sin contar de las miles de almas que seguían allí, esperando. No sabía a qué.
Una figura no humana se acercó a ella. Ra-Kan-Ra Soreki hizo una floritura con las manos.
–Te saludo, Ipa María. Ten-Kan-Gen-Sol-Tic Aberi me ha comunicado que tenías un problema bucodental.
María asintió. La figura no humana hizo amago de tocarla, pero retrajo la mano, pensándoselo mejor.
–Me resultaría un gran honor si Ipa María visitara la enfermería más tarde –dijo. Deshizo la floritura con las manos y se alejó. Ella siguió allí, observando el lugar destruido. Un brillo en unos cascotes le llamó la atención. Tal vez fuera dinero viejo. Le gustaban las monedas, podía tirarlas contra los rateros de las alcantarillas, que odiaban los metales.
Se alejó del grupo de limpieza, sin dejar el escobón. A los tres pasos se percató de que aquel montón de escombros estaba siempre a la misma distancia. No se lo pensó más. Sacó su arma y disparó. No tardó ni medio segundo y por poco se le escapó el camaleón, al que ahora veía. Con un chillido de dolor, el ser a medias humanoide a medias lagarto se arrastró por el suelo, hacia ella, con las mandíbulas abiertas dispuestas a comerla. En el fondo de su boca estaba el rostro de Alos, pero María no se dejó engañar una segunda vez y apuntó.
Una bota aplastó la cabeza del camaleón con un desagradable crujido. Galatea, con sus más de dos metros de estatura, sonrió.
–Has estado rápida –comentó.
–Nunca me fio cuando salgo –respondió María.
–¿Qué has visto dentro? –preguntó con curiosidad Galatea, agachándose y sacando un gran cuchillo.
–El rostro de Alos –respondió María, sin apartar la vista del filo que comenzaba a despellejar al camaleón. Su piel serviría para el equipo de exploración. Sintió de nuevo la sangre inundar su boca.
–Ya. Yo vi una vez un banquete, cuando me moría de hambre. Mordí al camaleón y estaba tan enfurecida porque todo hubiera sido una trampa para cazarme que lo asfixié con mis propias manos.
María se encogió de hombros y regresó a la entrada, donde limpiaba el resto. Un grupo de figuras no humanas salió de la base, comandadas por Calisto. Todos iban armados. Se acercó a ellos. Los ojos negros de Calisto le sonrieron, no así el amasijo sin labios que ahora era su boca.
–Vamos a la playa donde encontramos los restos de la hoguera –le dijo a través de su implante biomecánico–. Al parecer hay actividad rara. Ten-Kan-Gen-Sol-Tic Aberi ha detectado que algo está pasando.
–¿Puedo ir? –preguntó María, ansiosa.
–No deberías –dijo Calisto–. Pero yo no te he ordenado nada. Tenemos que esperar a la partida de la comandante Hilda.
María soltó el escobón y corrió dentro de la base. Se descontaminó en treinta segundos y se quitó el mono del exterior. Empujó a humanos y figuras no humanas, llegó a su habitación escupiendo un nuevo diente. Cayó en una esquina, rodeado de sangre. Se puso el uniforme negro de exploración y la máscara de supervivencia. Deshizo el camino, pasando por la armería.
Cuando llegó al exterior la partida de la comandante Hilda subía por una alcantarilla. María jadeó, pero se puso en la formación. Hilda y Calisto intercambiaron unas palabras y emprendieron la marcha. Subieron por montañas de escombros, por montones de excrementos secos de siras. Esquivaron a un grupo de caníbales que daban cuenta de un camaleón. Treparon las alambradas puestas allí por los abuelos de sus abuelos y se internaron en lo salvaje. La playa no quedaba muy lejos.
María recordó que hacía un año un grupo de libertarios habían intentado asaltarles y que por eso Alos y su equipo se habían adelantado para explorar el terreno y hacer guardia. Pero ir a la playa era ilegal. Era un misterio lo que ocultaban las aguas del mar o la arena, suficientes horrores aguardaba la ciudad como para enfrentarse a las profundidades marinas. Ella nunca había visto el mar. Se le movió otro diente y sangró más.
El agua era más azul de lo que se esperaba.
Alos extendió sus manos hacia los rescoldos. Quemaban como si nunca se hubieran apagado. El calor atravesó sus guantes y le alcanzó la piel, pero no le importó. Alos gritó de dolor a pesar de su aguante.
–¡Comandante! –gritó el que se hacía llamar Roma.
–¡Miedo! –gritó Lira.
–No sé dónde estáis –dijo preocupado la figura no humana–. No os encuentro. ¿Dónde estoy yo? ¿Por qué quieren ahogarme?
Alos se incorporó sintiendo el dolor más horrible que había conocido. Más que aquella vez que un siras le arrancó la pierna de un mordisco, más que cuando Lira se asustó y la atravesó con el Códex. Más que cuando la operaron sin anestesia en ambas ocasiones y le tuvieron que poner implantes biomecánicos.
Las brasas en sus manos parecieron arder como si fueran el sol. No necesitó mirar para saber que la piel estaba derritiéndose y cayendo. Corrió hacia donde creía que debía estar el agua, entre las voces y los gritos del que se hacía llamar Roma y Lira. Chapoteó, la arena se hundió bajo sus pies, el agua la zarandeaba. El mar, pensó ella, tengo que llegar al mar.
–¡Comandante! –llamó el que se hacía llamar Roma–. ¡No puedo…!
–¡Soportarlo más! –terminó Lira. Chilló y volvió a sonar como cuando usaba el Códex. No hubo resplandor ni calor.
–Creo que nos morimos. –La voz de la figura no humana sonó triste– Me gustaba esta existencia.
–¡Os salvaré! –gritó Alos mientras se adentraba en el mar–. ¡Soy vuestra comandante y os salvaré!
–Ha sido un honor, Ipa Alos –dijo la figura no humana.
Alos se hundió en el mar.
Un chillido distorsionó la imagen de la playa. María corrió. Una figura no humana fue la primera en levantarse, empapada de una materia roja, pringosa, apartándose de su salto de algo invisible. Lira, con extrañas quemaduras, estalló. El Códex, como un látigo de color púrpura y calor, la rodeó antes de golpear directamente a una criatura imposible de definir que intentaba huir hacia el interior de lo salvaje.
Se perdió con un último chillido de dolor. Tras ella fueron las figuras no humanas, con las armas preparadas. María cayó de rodillas junto a Roma. Su cuerpo presentaba magulladuras, signos de estrangulamiento. Pero respiraba. Se aferró a su mano. María miró en derredor. Alos no estaba.
–¡Alos! –chilló, mirando en todas direcciones, angustiada–. ¡Alos!
Pero Alos ya no podía oírla.
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–¿Y qué? –respondió Alos–. ¿Ahora hacemos caso de rumores?
–Bueno, un poco sí deberíamos –intervino la figura no humana–. Al fin y al cabo, estamos haciendo algo ilegal. Mucho. Se supone que no debemos estar aquí. Menos encender una hoguera.
Se estremecieron, miraron a su alrededor. Las sombras de la noche no llegaban a ellos, pero no podían distinguir qué ocultaban. El que se hacía llamar Roma escupió a un lado, se quitó arena de los pantalones y acercó las manos a la hoguera.
–Pero tenemos que esperar –dijo Lira. Lo hizo como si hubiera estado soltando un discurso y aquella fuera su última frase. Apretó los labios y se caló el gorro de lana hasta las cejas.
–A mí me da igual que esto sea ilegal –gruñó Alos–. Tengo frío y no voy a esperar el puto ataque tras la valla cuando pueden aparecer por aquí.
–A lo mejor allí estaríamos más calentitos –comentó la figura no humana.
–Deberíamos regresar –soltó el que se hacía llamar Roma–. Pasen por la ribera o desembarquen en la playa, creo que ya hemos cumplido.
–Todavía no es la hora –dijo autoritaria Alos–. Así que pega tu culo a la arena y cállate.
El que se hacía llamar Roma se sentó.
–Si no vemos la luna –dijo Lira, de nuevo como si la mitad de la frase se hubiera perdido antes de pronunciarla.
–Puedo saber la hora que es por experiencia –explicó Alos con tono de suficiencia.
–Yo lo sé por el congelamiento de mi culo –bromeó la figura no humana. Pero nadie rio. Pasó el tiempo y el calor, las sombras estaban ganando la batalla. En silencio, contemplaron el fuego cada vez más menguante. Ya no tenían más troncos para alimentarlo y el escaso calor que proporcionaba desapareció paulatinamente, hasta que la oscuridad los cubrió como un manto. Sólo quedaron unos vivos rescoldos rojos, el ruido distante de las olas y la luna oculta tras las nubes.
La mañana despertó a María en el sótano de la base como cada día, con temblores y explosiones. Era un ruido inconstante, como un corazón con arritmia. A veces era una vibración fuerte y otras un simple rumor que no parecía haberse producido.
–Hoy han decidido levantarse temprano para bombardear, ¿eh? –comentó su compañera de litera, desde arriba–. Calisto ha pasado por aquí y dice que cuando terminen tenemos que salir a quitar escombros.
–¿No hay noticias? –preguntó María quitándose las legañas, notando en la garganta el sabor de su propia sangre.
–No –respondió su compañera de litera.
María fue al servicio y se provocó el vómito. Entre los restos de su estómago brilló la sangre que había tragado durante la noche.
–Qué asco –comentó–. Ojalá regrese pronto Úrsula y me arregle la boca. Estoy harta de que me sangren las encías.
–¿Cuántos van ya?
María se tocó los dientes.
–Dos nada más. No se me ha caído ningún otro –respondió. Se enjuagó la boca con cuidado y regresó a la litera. Se puso las botas y la chaqueta. Bostezó mientras se recogía el pelo. Salió de la habitación mientras el bombardeo continuaba, las paredes temblaban y nadie prestaba ya atención a las grietas que aparecían. En aquel estrecho pasillo se apelotonaban catorce personas, todas esperando para acceder a la oficina de Calisto, de la que salían gritos y discusiones. María se abrió paso como pudo hasta el fondo del pasillo, donde una puerta daba al comedor. Allí las paredes seguían siendo de color tierra y el suelo de cemento, pero hacía más calor. Catorce mesas con sus bancos y un mostrador agrietado eran todo el mobiliario.
La alarma empezó a sonar y los ocupantes de tres largas mesas del fondo se levantaron al unísono. Todos iban uniformados de negro y llevaban cortes de pelo parecidos. Eran figuras no humanas, más altos que el resto de los presentes. María cogió una bandeja de comida envasada y se sentó sola, en un rincón, como el resto. El comedor era silencioso, nadie comía junto a otros. A excepción de las figuras no humanas. Sólo los restos de la alarma y las vibraciones de las bombas persistían aquella mañana.
Cuando María terminó, tiró la bandeja, hizo una mueca y salió por una puerta que no era por la que no había entrado. En su camino se cruzó con otras personas que, como ella, parecían estar en sus últimos días. Algunos habían perdido hasta las uñas o parte de la piel por tratar con residuos. María se coló en la sala de mandos.
–¿Hay noticias? –preguntó sin miramientos. Era una habitación pequeña con un único ocupante. Una figura no humana sentada ante un monitor, de espaldas a ella, respondió:
–No. Seguimos sin encontrarles.
–La playa no es tan grande.
–Hace un año vimos los restos de una hoguera, así que suponemos que se los llevaron o desertaron.
–Alos jamás desertaría.
–Tampoco Ra-Had-Ta Joreki, pero aquí estamos, sin noticias de ellos.
–Se han perdido –dijo María, mirando la vieja pantalla–. Seguro que se han perdido y ni siquiera lo saben.
–¿Cómo puedes perderte sin saberlo? –preguntó la figura no humana.
–Hay cosas extrañas allá fuera –respondió María.
–Llevaban a Lira.
–Ella también está perdida. Y si lo sabe, no puede decírselo a los otros.
–Deberíamos actualizar el entrenamiento –dijo la figura no humana–. Creo que hace tiempo que dejó de ser útil su pérdida parcial de habla.
–Así no podrán sonsacarles nunca información. –María metió las manos en los bolsillos, se tocó los dientes con la lengua. Más sangre– Oye, ¿ha regresado Úrsula?
–Parcialmente –respondió la figura no humana–. Tenemos su cabeza y un brazo, pero el resto creemos que se lo comieron los caníbales del sector cuatro.
–Mierda –soltó María.
–Ra-Kan-Ra Soreki podría arreglarte si le dejaras.
–Paso. Llámame si se encuentra algo de Alos.
–Ipa María –llamó la figura no humana, girándose hacia ella. María tenía la mano en el picaporte–. Ipa Alos no está perdida. Es hora de asumirlo.
–Mi hermana no está muerta –sentenció María, saliendo. Dio un portazo.
Alos se levantó en la oscuridad, sintiéndose sola de repente. Sin saber cuánto tiempo había pasado.
–¿Estáis ahí? –preguntó. No distinguió si tenía los ojos abiertos o cerrados, ni siquiera si sus palabras habían salido de su boca. Había perdido el sentido de su propio cuerpo.
–Estás tú –respondió Lira. Alos extendió un brazo que no veía y sintió en él el tacto de otras manos que no sabía de quiénes eran. Era una sensación extraña, aquella.
–Vámonos –pidió el que se hacía llamar Roma–. No creo que Calisto se enfade con nosotros por regresar ya.
–Pies húmedos –dijo Lira.
–A mí me llega el agua por la cintura –respondió la Ra-Had-Ta Joreki–. Y estaba más alejado del mar que tú.
–A mí me llega a las rodillas –dijo preocupado el que se hacía llamar Roma.
–Ni siquiera os oigo chapotear –se extrañó Alos. Sus manos se aferraron en la oscuridad. Estaban secas, pero era como si una extraña fuerza los empujara a cada uno a un lugar.
–Dónde estoy –preguntó Lira, con un tono aterrorizado en la voz.
–No te pierdas, Lira –ordenó Alos–. No os soltéis ninguno. El amanecer llegará.
–Me llega el agua por el cuello –comentó la figura no humana, con curiosidad–. ¿Creéis que puedo ahogarme?
–Nadie se va a ahogar. –Alos tiró de sus manos. Todos lo hicieron al mismo tiempo, como si fueran un único pensamiento– ¡NO!
Volvió a extenderla, tanteó en la oscuridad, pero no encontró otras manos.
–¡Alos! –gritó el que se hacía llamar Roma–. ¡Comandante! ¿Dónde estáis? ¡Algo me está arrastrando hacia el fondo!
–¡Miedo! –gritó Lira–. ¡Quema!
–Vaya, qué curioso. Parece que esto quiere ahogarme –comentó la figura no humana.
–¡Soldados! –llamó al orden Alos–. ¡No entréis en pánico! ¡El amanecer llegará!
Lira gritó como cuando hacía aquello, pero Alos no vio ninguna luz púrpura, no sintió el calor. Sólo había frío y, a sus pies, los rescoldos rojos de la hoguera. Giró, tanteando, buscándolos.
–¡No sirven! –gritó Lira–. ¡Soltarme!
–¡Lira, cálmate! –ordenó Alos.
–¡No quiere soltarme! –Era la voz del que se hacía llamar Roma. Alos giró hacia él y avanzó a ciegas, tanteando, sin tocar nada.
–No quiere soltarme –dijo la figura no humana, con un deje divertido. Alos giró y avanzó en la oscuridad, sin alcanzarle.
–¡Soltarme! –lloraba Lira. Alos giró de nuevo, histérica, y tropezó con la hoguera. Su rostro dio contra la arena, fría. Los rescoldos estaban más rojos.
María frotó los cristales de sus gafas. Se apoyó en el palo de la escoba y miró en derredor. Eran ruinas de las ruinas de una ciudad. Se preguntó si de verdad antes había habido allí calles, cafeterías, sitios donde la gente comía comida de verdad, hablaba sin temor a llamar la atención de algún monstruo. Si los niños habían corrido por allí, jugado. Si dos amantes se habían besado. Se preguntó por la historia sin contar de las miles de almas que seguían allí, esperando. No sabía a qué.
Una figura no humana se acercó a ella. Ra-Kan-Ra Soreki hizo una floritura con las manos.
–Te saludo, Ipa María. Ten-Kan-Gen-Sol-Tic Aberi me ha comunicado que tenías un problema bucodental.
María asintió. La figura no humana hizo amago de tocarla, pero retrajo la mano, pensándoselo mejor.
–Me resultaría un gran honor si Ipa María visitara la enfermería más tarde –dijo. Deshizo la floritura con las manos y se alejó. Ella siguió allí, observando el lugar destruido. Un brillo en unos cascotes le llamó la atención. Tal vez fuera dinero viejo. Le gustaban las monedas, podía tirarlas contra los rateros de las alcantarillas, que odiaban los metales.
Se alejó del grupo de limpieza, sin dejar el escobón. A los tres pasos se percató de que aquel montón de escombros estaba siempre a la misma distancia. No se lo pensó más. Sacó su arma y disparó. No tardó ni medio segundo y por poco se le escapó el camaleón, al que ahora veía. Con un chillido de dolor, el ser a medias humanoide a medias lagarto se arrastró por el suelo, hacia ella, con las mandíbulas abiertas dispuestas a comerla. En el fondo de su boca estaba el rostro de Alos, pero María no se dejó engañar una segunda vez y apuntó.
Una bota aplastó la cabeza del camaleón con un desagradable crujido. Galatea, con sus más de dos metros de estatura, sonrió.
–Has estado rápida –comentó.
–Nunca me fio cuando salgo –respondió María.
–¿Qué has visto dentro? –preguntó con curiosidad Galatea, agachándose y sacando un gran cuchillo.
–El rostro de Alos –respondió María, sin apartar la vista del filo que comenzaba a despellejar al camaleón. Su piel serviría para el equipo de exploración. Sintió de nuevo la sangre inundar su boca.
–Ya. Yo vi una vez un banquete, cuando me moría de hambre. Mordí al camaleón y estaba tan enfurecida porque todo hubiera sido una trampa para cazarme que lo asfixié con mis propias manos.
María se encogió de hombros y regresó a la entrada, donde limpiaba el resto. Un grupo de figuras no humanas salió de la base, comandadas por Calisto. Todos iban armados. Se acercó a ellos. Los ojos negros de Calisto le sonrieron, no así el amasijo sin labios que ahora era su boca.
–Vamos a la playa donde encontramos los restos de la hoguera –le dijo a través de su implante biomecánico–. Al parecer hay actividad rara. Ten-Kan-Gen-Sol-Tic Aberi ha detectado que algo está pasando.
–¿Puedo ir? –preguntó María, ansiosa.
–No deberías –dijo Calisto–. Pero yo no te he ordenado nada. Tenemos que esperar a la partida de la comandante Hilda.
María soltó el escobón y corrió dentro de la base. Se descontaminó en treinta segundos y se quitó el mono del exterior. Empujó a humanos y figuras no humanas, llegó a su habitación escupiendo un nuevo diente. Cayó en una esquina, rodeado de sangre. Se puso el uniforme negro de exploración y la máscara de supervivencia. Deshizo el camino, pasando por la armería.
Cuando llegó al exterior la partida de la comandante Hilda subía por una alcantarilla. María jadeó, pero se puso en la formación. Hilda y Calisto intercambiaron unas palabras y emprendieron la marcha. Subieron por montañas de escombros, por montones de excrementos secos de siras. Esquivaron a un grupo de caníbales que daban cuenta de un camaleón. Treparon las alambradas puestas allí por los abuelos de sus abuelos y se internaron en lo salvaje. La playa no quedaba muy lejos.
María recordó que hacía un año un grupo de libertarios habían intentado asaltarles y que por eso Alos y su equipo se habían adelantado para explorar el terreno y hacer guardia. Pero ir a la playa era ilegal. Era un misterio lo que ocultaban las aguas del mar o la arena, suficientes horrores aguardaba la ciudad como para enfrentarse a las profundidades marinas. Ella nunca había visto el mar. Se le movió otro diente y sangró más.
El agua era más azul de lo que se esperaba.
Alos extendió sus manos hacia los rescoldos. Quemaban como si nunca se hubieran apagado. El calor atravesó sus guantes y le alcanzó la piel, pero no le importó. Alos gritó de dolor a pesar de su aguante.
–¡Comandante! –gritó el que se hacía llamar Roma.
–¡Miedo! –gritó Lira.
–No sé dónde estáis –dijo preocupado la figura no humana–. No os encuentro. ¿Dónde estoy yo? ¿Por qué quieren ahogarme?
Alos se incorporó sintiendo el dolor más horrible que había conocido. Más que aquella vez que un siras le arrancó la pierna de un mordisco, más que cuando Lira se asustó y la atravesó con el Códex. Más que cuando la operaron sin anestesia en ambas ocasiones y le tuvieron que poner implantes biomecánicos.
Las brasas en sus manos parecieron arder como si fueran el sol. No necesitó mirar para saber que la piel estaba derritiéndose y cayendo. Corrió hacia donde creía que debía estar el agua, entre las voces y los gritos del que se hacía llamar Roma y Lira. Chapoteó, la arena se hundió bajo sus pies, el agua la zarandeaba. El mar, pensó ella, tengo que llegar al mar.
–¡Comandante! –llamó el que se hacía llamar Roma–. ¡No puedo…!
–¡Soportarlo más! –terminó Lira. Chilló y volvió a sonar como cuando usaba el Códex. No hubo resplandor ni calor.
–Creo que nos morimos. –La voz de la figura no humana sonó triste– Me gustaba esta existencia.
–¡Os salvaré! –gritó Alos mientras se adentraba en el mar–. ¡Soy vuestra comandante y os salvaré!
–Ha sido un honor, Ipa Alos –dijo la figura no humana.
Alos se hundió en el mar.
Un chillido distorsionó la imagen de la playa. María corrió. Una figura no humana fue la primera en levantarse, empapada de una materia roja, pringosa, apartándose de su salto de algo invisible. Lira, con extrañas quemaduras, estalló. El Códex, como un látigo de color púrpura y calor, la rodeó antes de golpear directamente a una criatura imposible de definir que intentaba huir hacia el interior de lo salvaje.
Se perdió con un último chillido de dolor. Tras ella fueron las figuras no humanas, con las armas preparadas. María cayó de rodillas junto a Roma. Su cuerpo presentaba magulladuras, signos de estrangulamiento. Pero respiraba. Se aferró a su mano. María miró en derredor. Alos no estaba.
–¡Alos! –chilló, mirando en todas direcciones, angustiada–. ¡Alos!
Pero Alos ya no podía oírla.
CARMEN SUÁREZ