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La democratización pendiente

A veces, la actualidad, es decir, esa visión de la realidad seleccionada y deformada por los medios de comunicación, no ofrece novedades para la reflexión. No quiero decir con eso que no se publiciten las barbaridades, felonías e indignidades propias de las instituciones políticas y económicas con ya rutinaria cadencia. Todo lo contrario: los medios viven y se deleitan del escándalo y la espectacularidad, una vez arrinconada aquella supuesta función social de la que hemos hablado en otras ocasiones.

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Al menos hasta el momento en que escribo estas líneas, me cuesta descubrir un rasgo nuevo que pudiera habernos pasado inadvertido en las intervenciones públicas de los actores políticos. Las falacias argumentativas circulan por doquier, sin duda, y la razón se encuentra con la mala fe, cuando no con el absurdo, a cada paso. En este sentido, el paisaje político e informativo parece estar lleno de hitos dignos de comentario.

No obstante, tengo la impresión de que nos hemos estancado en la misma agonía, por más que resulte una redundancia, de un país en declive. Incluso, para ser más puntillosos, hasta el mismo proceso de degradación política se ha enfangado, atascado en la sinrazón, como si ni siquiera los actores gubernamentales y partidistas en general encontrasen fuerzas para espetarnos engaños con cierta complejidad o elaborar mentiras con un mínimo de convicción.

Los expertos en marketing y asesores de comunicación parecen haber agotado por el momento el repertorio de manipulación, y sus eslóganes y proclamas se arrojan al espacio público sin el brillo de antaño.

Y eso por no hablar del proceso de democratización del país, tanto en la sociedad como en sus instituciones, que dista mucho de haberse completado. Con cierta generosidad, podríamos respaldar la tesis de que se ha iniciado, pero que, a la vista de los sucesos de los últimos años, está necesitada de un nuevo impulso regenerador, adjetivo este del gusto de los intelectuales orgánicos y líderes mediáticos de toda laya y condición.

Así, uno asiste a todo este despliegue de tertulias, debates, declaraciones, entrevistas y titulares con un escepticismo que no siempre llega a ser cínico. A veces, resultan enternecedores, incluso, los esfuerzos con que los actores políticos y mediáticos (ya se sabe que los económicos suelen sentirse más a gusto en la oscuridad) intentan atraer y convencer al auditorio ciudadano.

Parafraseando a Erving Goffman, nos hemos familiarizado tanto con la región posterior de la representación, con sus exabruptos, sus familiaridades entre colegas y sus menosprecios hacia el público, que ya nos resulta imposible creer en su actuación. Pronto no nos quedará ni la cortesía que impela a escucharlos una vez más.

Claro está, me refiero a esa parte del auditorio que no se distrae con el entretenimiento de masas ni por el dinero que pueda ganar en sus negocios privados, que ni se abandona a la abulia del mero conformismo ni es nostálgica de caudillos de mano dura.

Pienso, más bien, en esa otra, no descarto que minoritaria, que no concibe la sociedad como una lucha de todos contra todos ni actúa en ella con conceptos darwinistas. Pienso en esa parte de la ciudadanía, a la que Vd., lector, debe pertenecer si sigue leyéndome en este momento, que cree que las leyes y la solidaridad deberían complementarse para que cada uno de nosotros fuera autónomo en su pensamiento, libre en su desenvolvimiento vital e igual en derechos y obligaciones.

Esa parte de la ciudadanía que es consciente de que la lotería genética y social no premia a todos con las mismas características y capacidades, y que es labor de todos, a través de las instituciones públicas que ninguna persona o colectivo sea discriminado, marginado, invisibilizado o explotado.

Nosotros, normalmente público de las representaciones políticas, podemos ser actores importantes en el devenir futuro de nuestro país, pero hemos de dejar el asiento de espectador, ya sea de platea o de gallinero, y atrevernos a subir al escenario.

Reflexionemos, quejémonos, argumentemos, cantemos, escribamos, leamos, ampliemos nuestros conocimientos, manifestémonos, votemos, no votemos, exijamos, pidamos cuentas, neguémonos a aceptar la indignidad, participemos... Y apliquémonos a nosotros mismos esos valores que reclamamos en otras esferas.

Atrevámonos a ser demócratas con todo lo que conlleva si es que queremos en serio que nuestras instituciones lo sean también, si pretendemos que los valores constitucionales sean inspiradores de leyes justas; si, a pesar del mal llamado pragmatismo de algunos, rechazamos que sólo haya una manera de hacer las cosas y de regular la convivencia entre nosotros.

Y si, aun así, nuestros representantes políticos, ya sea por verdadera incapacidad de lidiar con los poderes económicos, entidades financieras o los abstractos entes llamados "mercados", ya sea por su concentrada y solipsista entrega a la lucha por el poder se resisten a dicha democratización, se encontrarán con una ciudadanía dispuesta a castigarles tanto en las urnas como en el espacio público. Quedarán abocados a comprender a diario que el ejercicio del poder será tanto más amargo cuanto más tengan a la ciudadanía en su contra.

No llegan a 40 los años en que hemos vivido dentro de un régimen constitucional. Sería incorrecto afirmar que somos una sociedad democrática en un sentido que no fuera el de la legalidad y el diseño institucional, porque la internalización de los valores concordantes es cuestión de varias generaciones, y más cuando provenimos de un largo régimen dictatorial cuyos valores fundamentales eran la jerarquía, la obediencia debida y una amalgama sesgada de mandatos provenientes del catolicismo.

Al igual que en su momento Kant señalaba que, aunque sus conciudadanos vivieran en la Ilustración, no era la suya una sociedad ilustrada, podemos afirmar que aunque vivamos en algo así como en la Democratización (a pesar de la actual tendencia regresiva basada tanto en una versión extrema del liberalismo de mercado como en una vuelta a los valores de sesgo ultraconservador) no somos una sociedad democratizada.

Corremos el riesgo de que esa Ilustración y Democratización fallidas dejen paso, sin demasiada resistencia, a esa colonización del mundo de la vida que convierta a nuestro país no en un Estado fallido, que también podría ser, sino en un no-lugar: un mero espacio para el intercambio de mercancías y prestación de servicios regulado por el mercado, en el que seres humanos, casi incorpóreos, vagaremos como sombras, porque lo único valioso lo constituirán los dígitos de nuestra cuenta corriente.

UBALDO SUÁREZ
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