La verdad es que sí. Todos tenemos derecho a decidir, faltaría más. Lo que sucede es que tal derecho, que ha de ser inviolable, se topa de frente contra un inexpugnable muro cuando aquello que queramos decidir se oponga a las leyes o al legítimo derecho, también, de los demás en su toma de decisiones.
Y aquí es cuando a Alfredo Pérez Rubalcaba –más silencioso que nunca, no sé si por su impotencia para controlar a su propio partido- le sale un tremendo grano en el trasero político en el momento en el que el PSC –la sucursal del PSOE en Cataluña- se lanza a firmar una resolución conjunta, de acuerdo con el manifiesto del Pacto Nacional por el Derecho a Decidir, con CiU, ERC y ICV-EUiA.
Un grano que le va a impedir sentarse junto a aquellos que defienden la estructura nacional del Estado de las Autonomías recogida en la Constitución e, incluso, con los que sostienen, dentro de su mismo partido, los nuevos planteamientos del Estado Federal.
Porque el recorrido del “derecho a decidir” que los cuatro partidos catalanes apoyan, nace no sólo viciado en las formas sino, así mismo, en sus posibilidades reales de iniciar la andadura, al menos desde el diálogo y la paz social. Derecho a decidir de quienes tienen derecho a voto en Cataluña –catalanes o no-, por supuesto que sí. Pero es que nos encontramos con dos trabas insalvables.
La primera de ellas, que aquello que en último término pretenden decidir –algunos, todo hay que decirlo- que no es sino la independencia de Cataluña como Estado, se opone frontalmente a la legislación vigente, violentando la ley de leyes, la Constitución.
La segunda, que, hoy por hoy, Cataluña, a todos los efectos, es España y, por tanto, el derecho a decidir de quienes votan allí carece de legitimidad alguna frente al derecho del resto de españoles a opinar sobre un tema que les es de su total incumbencia.
No hablamos de que el “pan tumaca” sea declarado Bien de Interés Gastronómico en Cataluña o de que los catalanes no hayan de pagar la tasa turística por visitar la Sagrada Familia. Hablamos de algo bien distinto: de que Cataluña deje unilateralmente, después de siglos, de pertenecer a España y de que los españoles nos desprendamos de una de nuestras estructuras geográficas, institucionales, culturales y sociales más preciadas y en la que hemos invertido multitud de esfuerzos y recursos.
No es cuestión, tampoco, de catalanizar España, como proponía Esperanza Aguirre, ni de españolizar Cataluña, como puedan proponer otros. Se trata de que todas las autonomías del Estado sepan situarse en el papel que les corresponde, de cara al propio Estado y a los ciudadanos que políticamente administran, sin perder ni tener por qué contagiar aquellas singularidades que les son propias, haciendo posible que de la unidad y la diversidad nazca una mayor fuerza común para afrontar la competencia internacional que se establece.
El problema reside cuando gobiernos de comunidades autónomas, como los catalanes de los últimos años, han dilapidado los recursos propios y aquellos otros de los que no disponían, intentando, ahora, jugar a una especie de chantaje al Estado que el Gobierno del PP es obligado que no admita y al que el principal partido de la oposición, el PSOE, debiera responder con una rotundidad que aún no ha hecho pública.
Si lo desea, puede compartir este contenido: Y aquí es cuando a Alfredo Pérez Rubalcaba –más silencioso que nunca, no sé si por su impotencia para controlar a su propio partido- le sale un tremendo grano en el trasero político en el momento en el que el PSC –la sucursal del PSOE en Cataluña- se lanza a firmar una resolución conjunta, de acuerdo con el manifiesto del Pacto Nacional por el Derecho a Decidir, con CiU, ERC y ICV-EUiA.
Un grano que le va a impedir sentarse junto a aquellos que defienden la estructura nacional del Estado de las Autonomías recogida en la Constitución e, incluso, con los que sostienen, dentro de su mismo partido, los nuevos planteamientos del Estado Federal.
Porque el recorrido del “derecho a decidir” que los cuatro partidos catalanes apoyan, nace no sólo viciado en las formas sino, así mismo, en sus posibilidades reales de iniciar la andadura, al menos desde el diálogo y la paz social. Derecho a decidir de quienes tienen derecho a voto en Cataluña –catalanes o no-, por supuesto que sí. Pero es que nos encontramos con dos trabas insalvables.
La primera de ellas, que aquello que en último término pretenden decidir –algunos, todo hay que decirlo- que no es sino la independencia de Cataluña como Estado, se opone frontalmente a la legislación vigente, violentando la ley de leyes, la Constitución.
La segunda, que, hoy por hoy, Cataluña, a todos los efectos, es España y, por tanto, el derecho a decidir de quienes votan allí carece de legitimidad alguna frente al derecho del resto de españoles a opinar sobre un tema que les es de su total incumbencia.
No hablamos de que el “pan tumaca” sea declarado Bien de Interés Gastronómico en Cataluña o de que los catalanes no hayan de pagar la tasa turística por visitar la Sagrada Familia. Hablamos de algo bien distinto: de que Cataluña deje unilateralmente, después de siglos, de pertenecer a España y de que los españoles nos desprendamos de una de nuestras estructuras geográficas, institucionales, culturales y sociales más preciadas y en la que hemos invertido multitud de esfuerzos y recursos.
No es cuestión, tampoco, de catalanizar España, como proponía Esperanza Aguirre, ni de españolizar Cataluña, como puedan proponer otros. Se trata de que todas las autonomías del Estado sepan situarse en el papel que les corresponde, de cara al propio Estado y a los ciudadanos que políticamente administran, sin perder ni tener por qué contagiar aquellas singularidades que les son propias, haciendo posible que de la unidad y la diversidad nazca una mayor fuerza común para afrontar la competencia internacional que se establece.
El problema reside cuando gobiernos de comunidades autónomas, como los catalanes de los últimos años, han dilapidado los recursos propios y aquellos otros de los que no disponían, intentando, ahora, jugar a una especie de chantaje al Estado que el Gobierno del PP es obligado que no admita y al que el principal partido de la oposición, el PSOE, debiera responder con una rotundidad que aún no ha hecho pública.
ENRIQUE BELLIDO