Ana creía que no era verdad. Lo deseaba con todas sus fuerzas. Desconocía el camino que la llevó a esa situación. No lo vio venir. Ni ella ni tantos otros en su misma situación. Tres días. Se dice pronto. Nueve letras. En tres días vendrían las terribles nueve letras de "desahucio".
Entrarán a la fuerza para saciar el hambre de la bestia. Una hambruna provocada por ella misma. Cuando el monstruo tenía suficientes alimentos, todo eran falsas sonrisas y palmaditas en la espalda. FirmaS, estaban entre amigos. Puto sentido del humor de los buitres.
Se comieron el pastel. Quieren las migajas. Ella guarda lo que puede en cajas de cartón donde no cabe lo más importante: lo vivido entre esas cuatro paredes. Algunas fotos, un par de libros y ropa. Ojalá pudiera dejar de sentirse como una marioneta en manos de unos titiriteros sin escrúpulos. Bailando al son de su horrible música.
Creía que sería eterna aquella nube conseguida con sus ahorros que estaban a salvo en sus manos. Fueron años buenos al principio. Trabajo y viajes, pensando la posibilidad de traer un nuevo miembro a la familia. De repente, rumores. Noticias vagas sobre caÍda de acciones. No había que preocuparse. Otras veces habían llegado informes semejantes sin que pasara nada finalmente.
Aquella vez fue diferente. Un despido, el bebé tendría que esperar. Ante la situación, se hablaba de revoluciones, de cambiar el mundo. Ana solo quiere su casa. Ha leÍdo mucho sobre el tema, escuchó muchas opiniones. El motivo de que se quede en la puta calle es un misterio.
Cierra otra maleta. Otro poco de su vida. No quitan una casa, quitan un pedazo de persona que habita en ella. Las risas, los llantos, las comidas con amigos y los polvos echados por los rincones. El más leve susurro, los gritos. Cajones y estanterías desnudas. No termina el ataque demencial. Después de los recuerdos, cual matón de instituto, igual de cobarde, te agarran de los tobillos, todo lo que salga de tus bolsillos es suyo. La dignidad de Ana, también.
Por fin, toma la carretera. Mira por la ventana. El rudo paisaje urbano deshumanizado. Ni una pizca de verde. Lo arrancó el hormigón mientras el azul del cielo era asesinado por antenas parabólicas. Toma aire y suspira. Que le aproveche al banco el dióxido de carbono de su respiración.
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Se comieron el pastel. Quieren las migajas. Ella guarda lo que puede en cajas de cartón donde no cabe lo más importante: lo vivido entre esas cuatro paredes. Algunas fotos, un par de libros y ropa. Ojalá pudiera dejar de sentirse como una marioneta en manos de unos titiriteros sin escrúpulos. Bailando al son de su horrible música.
Creía que sería eterna aquella nube conseguida con sus ahorros que estaban a salvo en sus manos. Fueron años buenos al principio. Trabajo y viajes, pensando la posibilidad de traer un nuevo miembro a la familia. De repente, rumores. Noticias vagas sobre caÍda de acciones. No había que preocuparse. Otras veces habían llegado informes semejantes sin que pasara nada finalmente.
Aquella vez fue diferente. Un despido, el bebé tendría que esperar. Ante la situación, se hablaba de revoluciones, de cambiar el mundo. Ana solo quiere su casa. Ha leÍdo mucho sobre el tema, escuchó muchas opiniones. El motivo de que se quede en la puta calle es un misterio.
Cierra otra maleta. Otro poco de su vida. No quitan una casa, quitan un pedazo de persona que habita en ella. Las risas, los llantos, las comidas con amigos y los polvos echados por los rincones. El más leve susurro, los gritos. Cajones y estanterías desnudas. No termina el ataque demencial. Después de los recuerdos, cual matón de instituto, igual de cobarde, te agarran de los tobillos, todo lo que salga de tus bolsillos es suyo. La dignidad de Ana, también.
Por fin, toma la carretera. Mira por la ventana. El rudo paisaje urbano deshumanizado. Ni una pizca de verde. Lo arrancó el hormigón mientras el azul del cielo era asesinado por antenas parabólicas. Toma aire y suspira. Que le aproveche al banco el dióxido de carbono de su respiración.
CARLOS SERRANO