Yo era un niño puertorriqueño de diez años cuando mataron a Kennedy. La verdad histórica es que asesinaron a dos Kennedy en poco tiempo, pero es tan potente la fuerza de un mito que, cuando pronunciamos ese apellido, sólo nos referimos a uno de los hermanos, al que se representa con las iniciales de su nombre, JFK, grabadas indeleblemente en la memoria de aquel chaval durante toda su vida y en la de varias generaciones de personas, del mundo entero, a partir de la fecha del magnicidio, hace ahora 50 años.
Por entonces, los días eran una sucesión indeterminada de tiempo que apenas deja rastro entre los recuerdos, salvo el de aquella mañana fresca de otoño en que, naturalmente, ni sabía de política ni tenía ningún interés por una cuestión tan complicada de la que, a lo sumo, había oído hablar de vez en cuando a mis padres.
Sin embargo, la agitación y el revuelo que se produjo el día que asesinaron al presidente americano se me quedó impresa en la mente, imposible de olvidar. ¡Habían matado a Kennedy! Fui testigo de la conmoción donde quiera que estuviera presente: en casa, en el barrio, en el pueblo, en el colegio, en la calle, en todas partes. También por la radio, la tele y los teléfonos no se hablaba de otra cosa.
Fue como padecer una enfermedad propia de la infancia: te deja inmunizado de por vida. Así, de manera un tanto confusa pero imborrable, percibí que el ambiente de los mayores se había espesado de súbito hasta contagiar su gravedad y preocupación al niño que hasta entonces había sido ajeno a las preocupaciones de los adultos.
De alguna manera, había asumido que ya no era cuestión de juegos ni de risas, sino de silencio y seriedad, de seguir con atención los comentarios que iban surgiendo y comenzar a comprender lo que había sucedido.
Había empezado a tener conocimiento de la realidad que inquietaba a los mayores, a mis padres y a toda la familia. Ya sabía que la persona que habían matado aquel 22 de noviembre de 1966 era John Fitzgerald Kennedy, el 36º presidente de Estados Unidos. Lo había asesinado Lee Harvey Oswald con un rifle desde la ventana de una biblioteca de Dallas mientras la comitiva presidencial desfilaba en coche descapotable por la ciudad.
La escena, tantas veces reproducida, fue impactante para los adultos, pero aún más para un niño. El espanto de ver volar la cabeza a Kennedy, la reacción desesperada por huir de su esposa, sentada a su lado, y el salto del guardaespaldas sobre el maletero del coche para impedírselo y cubrir a ambos con su propio cuerpo son más potentes que ninguna película, y más a esa tierna edad.
El mundo se revelaba con toda su crudeza, mucho más terrible y violento que las historietas de cualquier cómic, tan simplonas. El propio Kennedy, cuya juventud e ideas significaban una esperanza para millones de personas, al promover leyes sobre derechos civiles y la integración racial, y declararse berlinés en Alemania occidental para criticar el comunismo, era al mismo tiempo un mujeriego irresponsable y un imperialista capaz de ordenar la invasión fracasada de Bahía de Cochinos.
Un personaje carismático que encandilaba a la nación cuando prometía el objetivo de llevar un hombre a la Luna en aquella década, pero al mismo tiempo tan osado para ocasionar el momento de mayor peligro de guerra nuclear con el bloqueo naval a Cuba para impedir la instalación de misiles soviéticos en la isla.
Un niño deja de ser niño cuando empieza a interesarse por la realidad que le rodea, por una realidad tan traumática como el asesinato de un presidente y toda la complejidad de asuntos que va descubriendo. Por eso, cuando mataron a Kennedy también acabaron con mi inocencia infantil, para desvelarme de repente un mundo lleno de trampas y equívocos, donde nada es lo que parece ser, sino más feo y oscuro. Con Kennedy asesinaron también mi niñez, para bien o para mal, que aun no lo tengo claro. De eso hace ahora cincuenta años, que se dice pronto. Pero no se olvida.
Por entonces, los días eran una sucesión indeterminada de tiempo que apenas deja rastro entre los recuerdos, salvo el de aquella mañana fresca de otoño en que, naturalmente, ni sabía de política ni tenía ningún interés por una cuestión tan complicada de la que, a lo sumo, había oído hablar de vez en cuando a mis padres.
Sin embargo, la agitación y el revuelo que se produjo el día que asesinaron al presidente americano se me quedó impresa en la mente, imposible de olvidar. ¡Habían matado a Kennedy! Fui testigo de la conmoción donde quiera que estuviera presente: en casa, en el barrio, en el pueblo, en el colegio, en la calle, en todas partes. También por la radio, la tele y los teléfonos no se hablaba de otra cosa.
Fue como padecer una enfermedad propia de la infancia: te deja inmunizado de por vida. Así, de manera un tanto confusa pero imborrable, percibí que el ambiente de los mayores se había espesado de súbito hasta contagiar su gravedad y preocupación al niño que hasta entonces había sido ajeno a las preocupaciones de los adultos.
De alguna manera, había asumido que ya no era cuestión de juegos ni de risas, sino de silencio y seriedad, de seguir con atención los comentarios que iban surgiendo y comenzar a comprender lo que había sucedido.
Había empezado a tener conocimiento de la realidad que inquietaba a los mayores, a mis padres y a toda la familia. Ya sabía que la persona que habían matado aquel 22 de noviembre de 1966 era John Fitzgerald Kennedy, el 36º presidente de Estados Unidos. Lo había asesinado Lee Harvey Oswald con un rifle desde la ventana de una biblioteca de Dallas mientras la comitiva presidencial desfilaba en coche descapotable por la ciudad.
La escena, tantas veces reproducida, fue impactante para los adultos, pero aún más para un niño. El espanto de ver volar la cabeza a Kennedy, la reacción desesperada por huir de su esposa, sentada a su lado, y el salto del guardaespaldas sobre el maletero del coche para impedírselo y cubrir a ambos con su propio cuerpo son más potentes que ninguna película, y más a esa tierna edad.
El mundo se revelaba con toda su crudeza, mucho más terrible y violento que las historietas de cualquier cómic, tan simplonas. El propio Kennedy, cuya juventud e ideas significaban una esperanza para millones de personas, al promover leyes sobre derechos civiles y la integración racial, y declararse berlinés en Alemania occidental para criticar el comunismo, era al mismo tiempo un mujeriego irresponsable y un imperialista capaz de ordenar la invasión fracasada de Bahía de Cochinos.
Un personaje carismático que encandilaba a la nación cuando prometía el objetivo de llevar un hombre a la Luna en aquella década, pero al mismo tiempo tan osado para ocasionar el momento de mayor peligro de guerra nuclear con el bloqueo naval a Cuba para impedir la instalación de misiles soviéticos en la isla.
Un niño deja de ser niño cuando empieza a interesarse por la realidad que le rodea, por una realidad tan traumática como el asesinato de un presidente y toda la complejidad de asuntos que va descubriendo. Por eso, cuando mataron a Kennedy también acabaron con mi inocencia infantil, para desvelarme de repente un mundo lleno de trampas y equívocos, donde nada es lo que parece ser, sino más feo y oscuro. Con Kennedy asesinaron también mi niñez, para bien o para mal, que aun no lo tengo claro. De eso hace ahora cincuenta años, que se dice pronto. Pero no se olvida.
DANIEL GUERRERO