Que estamos sometidos a un constante escrutinio de nuestras comunicaciones, sean correos electrónicos, contactos telefónicos o navegaciones por Internet, ya lo demostró el “cotilla” de Snowden, aquel arrepentido informático que trabajaba para la NSA norteamericana, y antes para la CIA, rastreando la actividad on line de los ciudadanos del mundo entero y que, acusado de alta traición, acabó refugiado en Rusia, país modélico por su democracia transparente.
Pero hay escuchas y escuchas. Parece que las de personas anónimas, como usted y como yo, son las más peligrosas, porque entre nosotros se pueden ocultar los enemigos más mortíferos de las sociedades occidentales, a las que Estados Unidos protege con su formidable estructura de prevención de amenazas. Tan formidable que las agencias de “inteligencia” de nuestros Estados trabajan para ella, respondiendo a cualquier solicitud de “investigación” que demande.
Es lo que pasó con aquel famoso affaire de las escuchas a millones de españoles y franceses, por parte de espías autóctonos, para que la NSA determinara la existencia de algún nativo sospechoso. Nuestra intimidad y el secreto de las comunicaciones, dos derechos fundamentales recogidos en la Constitución, sirven para que los “cotillas” hagan crucigramas y jueguen a ser agentes 007, sin correr ningún riesgo y sin necesitar licencia para matar, presuntamente.
Una colosal maquinaria, dotada de medios y poder, para oír, leer y conocer cuánto decimos y hacemos sin que ningún juez haya ordenado medida alguna ni existan indicios de ningún delito.
Pero para perseguir la corrupción y el fraude en cuestiones de dinero, aunque sea objeto de una investigación judicial, nos la cogemos con papel de fumar. Ahí sí hay derechos que respetar y presunciones de inocencia, incluyendo los derechos a la intimidad, al honor y la imagen. En estos casos, las pruebas han de ser recogidas con todas las precauciones debidas, no vaya ser que lesionen las garantías que enumera la Constitución. Y ni siquiera así es fácil recopilarlas.
Un juez –lo que leen-, todo un señor juez, en el curso de una investigación, osó acumular miles de correos electrónicos de un sospechoso banquero, imputado por haber hundido en la ruina la entidad que dirigía, y lo envió a la cárcel ante el cúmulo de pruebas indiciarias de un tinglado organizado para enriquecerse y ayudar a sus amiguetes. Estamos hablando de la que fue la tercera entidad financiera más importante del país en su momento y de un agujero de más de 22.000 millones de euros.
Pues bien, ni un mes pasó entre rejas el todopoderoso banquero y el juez acabó apartado de la judicatura. Y es que esas comunicaciones que ahora salen a la luz y que avergüenzan a la gente honrada no pueden ser utilizadas como acusación porque fueron obtenidas sin las debidas garantías. La Justicia española no puede actuar como lo hace la NSA con cualquier registro banal a un mindundi.
De esta manera, Miguel Blesa, expresidente de Caja Madrid y Bankia, entidad financiera que más ayudas públicas ha necesitado en España tras su gestión, puede permitirse el cinismo de considerarse “gravemente perjudicado” por las pesquisas del magistrado, al que acusa de tenerle animadversión. Se lamenta que investigar sus tejemanejes “ha afectado a mi imagen, a mi honorabilidad, a mi familia, social y profesionalmente”. El resto de los españoles escudriñados por los espías no tienen honorabilidad, ni imagen, ni se ven perjudicados… en sus derechos.
Y es que hay escuchas y escuchas. No es lo mismo escuchar a un miembro de la élite económico-política que escuchar a un humilde mortal. El primero se siente agraviado, el segundo despreciado; uno puede defenderse y recurrir hasta expulsar al temerario juez de su profesión, otros tienen que aguantarse y confiar que los espías no encuentren nada sospechoso en ellos.
Al privilegiado le presiona el hijo de su mentor por no ser más manijero, los demás no tienen a quién quejarse. Las comunicaciones de la gente no muestran ningún delito, los correos del banquero evidencian conductas delictivas que justifican la inmediata investigación judicial y la adopción de medidas preventivas que eviten la destrucción de pruebas.
Pero no se hace nada. Ni se investigan las escuchas aleatorias de los ciudadanos ni los indicios del banquero. La Fiscalía, tan atenta a que se actúe conforme la ley, velará por que los procedimientos judiciales preserven los derechos que asisten al señor Blesa, quien se muestra ufano en uno de esos correos por el éxito de las preferentes, aún sabiendo que se engañaba a la ahorradores.
No pasa nada porque no todas las escuchas son iguales. Unas registran nimiedades peligrosas, y otras, delitos que quedan impunes. Ya lo advierte un proverbio de la Biblia: es más fácil que un camello atraviese el ojo de una aguja que un rico entre en... la cárcel. O algo parecido, porque no lo oí bien. En aquellos tiempos sólo Dios escuchaba, aunque tampoco hacía nada.
Pero hay escuchas y escuchas. Parece que las de personas anónimas, como usted y como yo, son las más peligrosas, porque entre nosotros se pueden ocultar los enemigos más mortíferos de las sociedades occidentales, a las que Estados Unidos protege con su formidable estructura de prevención de amenazas. Tan formidable que las agencias de “inteligencia” de nuestros Estados trabajan para ella, respondiendo a cualquier solicitud de “investigación” que demande.
Es lo que pasó con aquel famoso affaire de las escuchas a millones de españoles y franceses, por parte de espías autóctonos, para que la NSA determinara la existencia de algún nativo sospechoso. Nuestra intimidad y el secreto de las comunicaciones, dos derechos fundamentales recogidos en la Constitución, sirven para que los “cotillas” hagan crucigramas y jueguen a ser agentes 007, sin correr ningún riesgo y sin necesitar licencia para matar, presuntamente.
Una colosal maquinaria, dotada de medios y poder, para oír, leer y conocer cuánto decimos y hacemos sin que ningún juez haya ordenado medida alguna ni existan indicios de ningún delito.
Pero para perseguir la corrupción y el fraude en cuestiones de dinero, aunque sea objeto de una investigación judicial, nos la cogemos con papel de fumar. Ahí sí hay derechos que respetar y presunciones de inocencia, incluyendo los derechos a la intimidad, al honor y la imagen. En estos casos, las pruebas han de ser recogidas con todas las precauciones debidas, no vaya ser que lesionen las garantías que enumera la Constitución. Y ni siquiera así es fácil recopilarlas.
Un juez –lo que leen-, todo un señor juez, en el curso de una investigación, osó acumular miles de correos electrónicos de un sospechoso banquero, imputado por haber hundido en la ruina la entidad que dirigía, y lo envió a la cárcel ante el cúmulo de pruebas indiciarias de un tinglado organizado para enriquecerse y ayudar a sus amiguetes. Estamos hablando de la que fue la tercera entidad financiera más importante del país en su momento y de un agujero de más de 22.000 millones de euros.
Pues bien, ni un mes pasó entre rejas el todopoderoso banquero y el juez acabó apartado de la judicatura. Y es que esas comunicaciones que ahora salen a la luz y que avergüenzan a la gente honrada no pueden ser utilizadas como acusación porque fueron obtenidas sin las debidas garantías. La Justicia española no puede actuar como lo hace la NSA con cualquier registro banal a un mindundi.
De esta manera, Miguel Blesa, expresidente de Caja Madrid y Bankia, entidad financiera que más ayudas públicas ha necesitado en España tras su gestión, puede permitirse el cinismo de considerarse “gravemente perjudicado” por las pesquisas del magistrado, al que acusa de tenerle animadversión. Se lamenta que investigar sus tejemanejes “ha afectado a mi imagen, a mi honorabilidad, a mi familia, social y profesionalmente”. El resto de los españoles escudriñados por los espías no tienen honorabilidad, ni imagen, ni se ven perjudicados… en sus derechos.
Y es que hay escuchas y escuchas. No es lo mismo escuchar a un miembro de la élite económico-política que escuchar a un humilde mortal. El primero se siente agraviado, el segundo despreciado; uno puede defenderse y recurrir hasta expulsar al temerario juez de su profesión, otros tienen que aguantarse y confiar que los espías no encuentren nada sospechoso en ellos.
Al privilegiado le presiona el hijo de su mentor por no ser más manijero, los demás no tienen a quién quejarse. Las comunicaciones de la gente no muestran ningún delito, los correos del banquero evidencian conductas delictivas que justifican la inmediata investigación judicial y la adopción de medidas preventivas que eviten la destrucción de pruebas.
Pero no se hace nada. Ni se investigan las escuchas aleatorias de los ciudadanos ni los indicios del banquero. La Fiscalía, tan atenta a que se actúe conforme la ley, velará por que los procedimientos judiciales preserven los derechos que asisten al señor Blesa, quien se muestra ufano en uno de esos correos por el éxito de las preferentes, aún sabiendo que se engañaba a la ahorradores.
No pasa nada porque no todas las escuchas son iguales. Unas registran nimiedades peligrosas, y otras, delitos que quedan impunes. Ya lo advierte un proverbio de la Biblia: es más fácil que un camello atraviese el ojo de una aguja que un rico entre en... la cárcel. O algo parecido, porque no lo oí bien. En aquellos tiempos sólo Dios escuchaba, aunque tampoco hacía nada.
DANIEL GUERRERO