En un mundo donde el dogma capitalista invita a desregular cualquier actividad, Uruguay ha dado un paso en la dirección contraria. Es el primer país en regularizar la producción y autoconsumo de cannabis. ¿Es una decisión acertada?
La iniciativa se saldaba hace unos días con el apoyo mayoritario del Senado –antes lo obtuvo de la cámara de representantes- de la república oriental del Uruguay: se regula la producción y consumo de cannabis.
El Estado de este pequeño país del Río de la Plata, donde no viven más de tres millones de personas, ha dado por perdida la batalla contra el narcotráfico –que, en las últimas décadas, ha segado la vida de miles de personas y ha llenado las cárceles de ciudadanos- y ha apostado por regular en un campo donde hasta ahora sólo se imponía la ley del más fuerte: la del lucro de organizaciones mafiosas, la del delito y, en algunos casos, la del crimen.
La falta de control sobre la producción de marihuana ha hecho fuertes a las mafias al tiempo que el problema de salud pública en nuestras sociedades no ha hecho sino agravarse, con la percepción de que las políticas han errado.
La regulación aprobada por el Senado de Uruguay es una primera base, arriesgada como las demás alternativas, para avanzar en la solución de un problema, una vez que la administración oriental ha tomado conciencia de que las viejas soluciones no venían a dar respuestas a las cuestiones actuales heredadas de décadas anteriores.
Esta propuesta para regular contó con el respaldo de representantes de la oposición, de colorados y blancos, al no existir disciplina de voto en el país oriental, y lejos de ser fruto de una improvisación del Gobierno del exguerrillero José Mujica, con el apoyo del Frente Amplio que avala las políticas de su Ejecutivo, es consecuencia de un debate que desde el año 2010 ha estado presente en el seno de la sociedad uruguaya.
Con el objetivo de obtener el monopolio de la producción de cannabis en el país, y dispensar de manera controlada y segura en las farmacias la marihuana, Uruguay invierte la lógica de las mafias, y asume como responsabilidad del Estado este problema de salud pública para proteger a la ciudadanía y anular las situaciones de fuerza que hasta ahora quedaban en manos de las mafias.
Lo acertado o errado de esta nueva política habrá de valorarse conforme se ponga en marcha, si bien cabría preguntarse si la desregulación en otras áreas ha sido beneficiosa para la ciudadanía o por contra ha alimentado situaciones de abuso sobre el Estado y sobre el conjunto de la sociedad.
¿Ha sido acertada la desregulación del sector bancario que ha llevado a países como España a una de las crisis más importantes económica, institucional y social? ¿Ha sido acertada la desregulación de los medios de comunicación que ha propiciado la concentración de los medios en unos pocos de gigantes multinacionales que controlan la mayoría de cadenas de televisión y cabeceras tradicionales?
Hacer juicios de valor sobre esta política aún por implementar es prematuro. Por contra, sí es posible analizar en nuestras sociedades lo que décadas de desregulación han promovido. Y es esa una buena base desde las que aportar nuevos marcos de acción política.
La iniciativa se saldaba hace unos días con el apoyo mayoritario del Senado –antes lo obtuvo de la cámara de representantes- de la república oriental del Uruguay: se regula la producción y consumo de cannabis.
El Estado de este pequeño país del Río de la Plata, donde no viven más de tres millones de personas, ha dado por perdida la batalla contra el narcotráfico –que, en las últimas décadas, ha segado la vida de miles de personas y ha llenado las cárceles de ciudadanos- y ha apostado por regular en un campo donde hasta ahora sólo se imponía la ley del más fuerte: la del lucro de organizaciones mafiosas, la del delito y, en algunos casos, la del crimen.
La falta de control sobre la producción de marihuana ha hecho fuertes a las mafias al tiempo que el problema de salud pública en nuestras sociedades no ha hecho sino agravarse, con la percepción de que las políticas han errado.
La regulación aprobada por el Senado de Uruguay es una primera base, arriesgada como las demás alternativas, para avanzar en la solución de un problema, una vez que la administración oriental ha tomado conciencia de que las viejas soluciones no venían a dar respuestas a las cuestiones actuales heredadas de décadas anteriores.
Esta propuesta para regular contó con el respaldo de representantes de la oposición, de colorados y blancos, al no existir disciplina de voto en el país oriental, y lejos de ser fruto de una improvisación del Gobierno del exguerrillero José Mujica, con el apoyo del Frente Amplio que avala las políticas de su Ejecutivo, es consecuencia de un debate que desde el año 2010 ha estado presente en el seno de la sociedad uruguaya.
Con el objetivo de obtener el monopolio de la producción de cannabis en el país, y dispensar de manera controlada y segura en las farmacias la marihuana, Uruguay invierte la lógica de las mafias, y asume como responsabilidad del Estado este problema de salud pública para proteger a la ciudadanía y anular las situaciones de fuerza que hasta ahora quedaban en manos de las mafias.
Lo acertado o errado de esta nueva política habrá de valorarse conforme se ponga en marcha, si bien cabría preguntarse si la desregulación en otras áreas ha sido beneficiosa para la ciudadanía o por contra ha alimentado situaciones de abuso sobre el Estado y sobre el conjunto de la sociedad.
¿Ha sido acertada la desregulación del sector bancario que ha llevado a países como España a una de las crisis más importantes económica, institucional y social? ¿Ha sido acertada la desregulación de los medios de comunicación que ha propiciado la concentración de los medios en unos pocos de gigantes multinacionales que controlan la mayoría de cadenas de televisión y cabeceras tradicionales?
Hacer juicios de valor sobre esta política aún por implementar es prematuro. Por contra, sí es posible analizar en nuestras sociedades lo que décadas de desregulación han promovido. Y es esa una buena base desde las que aportar nuevos marcos de acción política.
JUAN C. ROMERO