Volvía a sentir ese acre sabor en la boca. Una áspera sensación como de tejido adormecido y bilis seca. Probablemente el efecto del estrés, del agotamiento de estos últimos meses. Aún así, cada día sentía más ganas de continuar esta travesía como de vía crucis. Todas las miradas apoyadas en sus ojos cansados y en su afilada lengua, animándolo a expresar su veredicto.
El aroma especiado de recuerdos infantiles le llegó emplatado como nacido de un lago humeante. Finos hilos vaporosos nacían en la inmóvil superficie del espeso caldo amarillento en el que surgían, como pequeños archipiélagos perdidos en la inmensidad oceánica, escamas de parmesano curado.
Tomó la cuchara y miró con aire circunspecto. Cualquier gesto o insinuación sería observado con extrema atención, aunque lo que realmente fuese importante era lo que pudiera decir, su audiencia estaba hambrienta de comentarios y declaraciones.
Siempre había defendido la sencillez y del mandato de lo lógico, lo cercano, lo evidente. Quizás por eso era tan admirado por unos e incomprendido por otros. Siempre hay un componente de sumisión a lo visceral en lo mediático, en la masa auscultadora.
Vencedores y vencidos, los hay, en todo caso. No hay escapatoria. Esa es la victoria y la miseria de la justicia y él, como sumo depositario de la verdad sublime, hacía honor a ella.
El infinito cuidado con el que se había elaborado la sopa continuó en el limpio arco que describía la cuchara al entra y salir del líquido. La superficie apenas inquietada se mantuvo tan quieta como antes de penetrarla. La llevó a su boca y la degustó con desgana y sin hambre.
Los matices de los ingredientes tocaban cada espacio de su lengua, alterando las papilas gustativas, haciéndolas bailar al son de una sinfonía interpretada con precisión, de giros organolépticos insinuantes, primorosos.
Pero de nuevo, el amargor no le abandonaba, insistiendo en su machacona cantinela, como de bandoneón sostenido. Un tenue sabor metálico, tinta que escribía en su lengua palabras no pronunciadas, volvía una y otra vez, sin pausa pero sin prisa.
Sabía a ciencia cierta que sus palabras no gustaban a quienes perdían con ellas, pero también que hacía honor a lo que merecía la pena. Pese a todo, en el fondo sabía que solo eran palabras, como un pequeño teatro del mundo en el que se escenificaba una representación de la vida de cualquiera y de nadie, con sus glorias y sus miserias; pero estaba expuesto en el lugar indicado y todos lo escuchaban cuando expresaba sus juicios.
Y así continuó, hasta el final. Cuando expiraba su último aliento supo que pronto su vacante sería ocupada por otro y que no habría autopsia posible que mostrase que ese acre sabor no lo producía la tensión de su misión, sino la amargura que nacía del resentimiento de sus enemigos y el veneno que vertían en su comida.
Francisco vio en ese momento la luz que pretendió hacer llegar al mundo. A lo lejos oyó a Carlitos que entonaba Cambalache con aire socarrón mientras le indicaba con las manos que se aproximase a él. Requiescat in pace, Top Chef.
El aroma especiado de recuerdos infantiles le llegó emplatado como nacido de un lago humeante. Finos hilos vaporosos nacían en la inmóvil superficie del espeso caldo amarillento en el que surgían, como pequeños archipiélagos perdidos en la inmensidad oceánica, escamas de parmesano curado.
Tomó la cuchara y miró con aire circunspecto. Cualquier gesto o insinuación sería observado con extrema atención, aunque lo que realmente fuese importante era lo que pudiera decir, su audiencia estaba hambrienta de comentarios y declaraciones.
Siempre había defendido la sencillez y del mandato de lo lógico, lo cercano, lo evidente. Quizás por eso era tan admirado por unos e incomprendido por otros. Siempre hay un componente de sumisión a lo visceral en lo mediático, en la masa auscultadora.
Vencedores y vencidos, los hay, en todo caso. No hay escapatoria. Esa es la victoria y la miseria de la justicia y él, como sumo depositario de la verdad sublime, hacía honor a ella.
El infinito cuidado con el que se había elaborado la sopa continuó en el limpio arco que describía la cuchara al entra y salir del líquido. La superficie apenas inquietada se mantuvo tan quieta como antes de penetrarla. La llevó a su boca y la degustó con desgana y sin hambre.
Los matices de los ingredientes tocaban cada espacio de su lengua, alterando las papilas gustativas, haciéndolas bailar al son de una sinfonía interpretada con precisión, de giros organolépticos insinuantes, primorosos.
Pero de nuevo, el amargor no le abandonaba, insistiendo en su machacona cantinela, como de bandoneón sostenido. Un tenue sabor metálico, tinta que escribía en su lengua palabras no pronunciadas, volvía una y otra vez, sin pausa pero sin prisa.
Sabía a ciencia cierta que sus palabras no gustaban a quienes perdían con ellas, pero también que hacía honor a lo que merecía la pena. Pese a todo, en el fondo sabía que solo eran palabras, como un pequeño teatro del mundo en el que se escenificaba una representación de la vida de cualquiera y de nadie, con sus glorias y sus miserias; pero estaba expuesto en el lugar indicado y todos lo escuchaban cuando expresaba sus juicios.
Y así continuó, hasta el final. Cuando expiraba su último aliento supo que pronto su vacante sería ocupada por otro y que no habría autopsia posible que mostrase que ese acre sabor no lo producía la tensión de su misión, sino la amargura que nacía del resentimiento de sus enemigos y el veneno que vertían en su comida.
Francisco vio en ese momento la luz que pretendió hacer llegar al mundo. A lo lejos oyó a Carlitos que entonaba Cambalache con aire socarrón mientras le indicaba con las manos que se aproximase a él. Requiescat in pace, Top Chef.
ENRIQUE F. GRANADOS