Los modernos dicen “se me ha muerto el coche, la bicicleta, la moto o el ordenador”, cuando dichos artilugios dejan de funcionar. Ese trasplante se conoce con el nombre de "personificar", que significa “atribuir vida o acciones o cualidades propias del ser racional al irracional, o a las cosas inanimadas, incorpóreas o abstractas” (sic RAE). Al vivificar los objetos se les ha atribuido “vida” y, con ella, una posible manera de defunción. Dicha personificación no tendría mayor importancia si quedara reducida a algo anecdótico.
De sobra es sabido y admitido, sin lugar a dudas, que dichos enseres son perecederos a corto plazo, que se fabrican con planeada fecha de caducidad, más o menos próxima. ¡Fecha de caducidad! ¿Algo real o inducido? Me admira lo fácil que es inducirnos a caminar en un carril determinado de antemano y jugar con la fe (credulidad) del usuario.
Y pasito a pasito nos enamoramos de las cosas… "Querer" es un verbo que me gusta más para aplicarlo a los objetos y creo les cuadra mejor, en la medida en que pretendemos que nos duren y cuesta conseguirlos. ¡Vale!
Querer las cosas no está mal, pero nunca más allá de lagrimear por ellas, ¡vale! Apreciar las cosas, en cuanto que son un medio para conseguir esto o aquello, tiene sentido pleno y justificación, pero recordemos que son sólo objetos. Ciertamente las cosas son útiles y hasta nos facilitan la vida, pero no más. ¡Vale!
El problema surge, y aquí está el talón de Aquiles, en que se han personificado las cosas y se ha cosificado a las personas. Todo viene del hecho, ya constatado, de haber pasado a amar las cosas, lo cual no estaría mal en sí mismo, si de paso y ante todo, amáramos a las personas. ¿Amar las cosas? ¿Utilizar a las personas?
Necesarias, que no útiles, son las personas. ¡Vale! Pero hemos invertido los términos, al menos eso es lo que se puede apreciar cuando prodigamos una atenta mirada a nuestro alrededor y percibimos que el personal pierde los higadillos por tal o cual trasto y pasa de esas personas que circulan a su vera. ¡Vale!
Quizá lo lamentable esté en que hemos objetuado a las personas hasta desertar de ellas. La prueba patente reside en que vivimos con mentalidad de usar y tirar, lo que yo llamo "sociedad clínex". Reverenciamos a cosas y máquinas con devoción sin haber interiorizado la enjundia del concepto reciclar, hasta el punto, insisto, de darle más valor a muchos objetos por encima de la persona. Quizás convendría, en un sentido metafísico, aprender a reciclar a las personas
Valga como ejemplo el teléfono móvil y algún otro artilugio convertidos en algo muy valorado –ciertamente algunos modelos cuestan bastante caros- pero no hasta el punto de superar a las personas, si deslindamos valor y precio. Y, sin embargo, seducen de tal manera que pasamos de la compañía humana, en la que estamos, para sumergirnos en el dichoso aparatito.
Es de pena ver a varias personas juntas y aisladas en su mundo virtual y desde que se popularizó el “wasapeo” que permite la inmediatez espectral, aún más. ¡Vale! Dejo el sonsonete o muletilla "vale", propio de la modernez, y me adentro en un discurso de más calado.
El problema de cosificar al ser humano es que lo convertimos en algo impersonal que nos permite manejarlo e incluso aniquilarlo puesto que es sólo una cosa desposeída de valor. La historia de la humanidad está manchada de sangre como efecto de bárbaras y sistemáticas aniquilaciones en nombre de ideologías o creencias.
Tratar al ser humano como una cosa física o biológica degrada su valor en la medida en que lo despojamos de su dignidad como persona y de la cultura, elemento éste que nos diferencia del resto de seres. En otras palabras, el ser humano es algo más que pura biología y trasciende las cosas físicas.
Hemos emprendido una carrera contrarreloj por conseguir poseer cada vez más bienes materiales. Lo paradójico es que cuanto más se posee más se ansía tener. Somos seres insatisfechos “per se”, hasta tal punto que podríamos decir que la avaricia es la sangre que bombea nuestro corazón.
Es como si viviéramos en un eterno y turbador sueño que nos ha convertido en insaciables millonarios. La lotería, las quinielas o los juegos de azar, por ejemplo, alimentan esa quimera que, día a día, naufraga en el abismo de lo ilusorio y con ella se expande la frustración del perdedor. De ilusión también se vive.
Aterricemos en lo esencial. Las personas somos seres dotados de razón, con autonomía para decidir, con capacidad para comunicarnos y para sentir y amar. Eso nos concede una dignidad única entre el resto de seres de la naturaleza.
Si olvidamos esto, corremos el peligro de tratar a algún ser humano como a un objeto que puede ser manejado según nuestra conveniencia –matiz que cada vez parece más frecuente-. La dignidad humana es sin duda la base de la moral y del derecho. No tendría sentido hablar de lo que está bien o está mal si no tuviéramos ese valor que proteger.
Si partimos, pues, de la aceptación de la dignidad de la persona, de todas las personas, tendremos que reconocer sus derechos, empezando por los más fundamentales como la libertad para elegir, la justicia para repartir, la dignidad para realizarse y la igualdad para convivir aceptando las obligaciones que la vida en sociedad exige, sin olvidar la solidaridad para compartir con los demás los bienes y los posibles reveses.
Estos derechos son bienes estimables por los que el ser humano ha luchado y aun hoy no están conseguidos, “bienes de justicia” que cualquier sociedad debería proporcionar a sus ciudadanos para disponer de una vida con un mínimo de calidad. Bienes que son exigibles desde una ética cívica básica para nuestra sociedad.
En definitiva cuando hablamos de personas nos estamos refiriendo a seres que tienen conciencia de sí mismos, de su propia identidad frente a la identidad de otros seres, con facultad para pensar y razonar y capaces de transmitir a los demás, por la palabra, lo que piensan.
Como seres sociales los humanos no somos únicos pero inteligencia y voluntad nos diferencian de otros seres y gracias a ello nos sabemos con derechos y asumimos obligaciones. Problema distinto será el uso que hagamos de dichas facultades.
Resumiendo en breves líneas. Si nos adentráramos en derroteros filosóficos quizás podríamos explicar el problema de la cosificación desde la alienación entendida como “estado mental caracterizado por una pérdida del sentimiento de la propia identidad, proceso mediante el cual el individuo o una colectividad transforman su conciencia hasta hacerla contradictoria con lo que debía esperarse de su condición”. Profundizar en la cuestión sería meternos en camisa de once varas, sobre todo porque no pretendo dar una clase de filosofía.
Sólo voy a espigar someramente el concepto de persona en algunos periodos de nuestro convivir. Para los griegos la persona era la máscara que escondía la verdadera identidad del actor; para el cristianismo es un ser hecho a imagen y semejanza de su creador; para Descartes es una sustancia pensante (cogito ergo sum); para Kant será la voluntad la que le confiere una dignidad especial.
Sartre magnifica a la persona desde la libertad; para Marx el hombre nace libre y está alienado por el capital que le despoja del producto de su trabajo, por la filosofía incapaz de transformar la realidad, por la religión que falsea la situación y justifica la opresión ofreciendo un lejano paraíso –la religión es el opio del pueblo-.
De sobra es sabido y admitido, sin lugar a dudas, que dichos enseres son perecederos a corto plazo, que se fabrican con planeada fecha de caducidad, más o menos próxima. ¡Fecha de caducidad! ¿Algo real o inducido? Me admira lo fácil que es inducirnos a caminar en un carril determinado de antemano y jugar con la fe (credulidad) del usuario.
Y pasito a pasito nos enamoramos de las cosas… "Querer" es un verbo que me gusta más para aplicarlo a los objetos y creo les cuadra mejor, en la medida en que pretendemos que nos duren y cuesta conseguirlos. ¡Vale!
Querer las cosas no está mal, pero nunca más allá de lagrimear por ellas, ¡vale! Apreciar las cosas, en cuanto que son un medio para conseguir esto o aquello, tiene sentido pleno y justificación, pero recordemos que son sólo objetos. Ciertamente las cosas son útiles y hasta nos facilitan la vida, pero no más. ¡Vale!
El problema surge, y aquí está el talón de Aquiles, en que se han personificado las cosas y se ha cosificado a las personas. Todo viene del hecho, ya constatado, de haber pasado a amar las cosas, lo cual no estaría mal en sí mismo, si de paso y ante todo, amáramos a las personas. ¿Amar las cosas? ¿Utilizar a las personas?
Necesarias, que no útiles, son las personas. ¡Vale! Pero hemos invertido los términos, al menos eso es lo que se puede apreciar cuando prodigamos una atenta mirada a nuestro alrededor y percibimos que el personal pierde los higadillos por tal o cual trasto y pasa de esas personas que circulan a su vera. ¡Vale!
Quizá lo lamentable esté en que hemos objetuado a las personas hasta desertar de ellas. La prueba patente reside en que vivimos con mentalidad de usar y tirar, lo que yo llamo "sociedad clínex". Reverenciamos a cosas y máquinas con devoción sin haber interiorizado la enjundia del concepto reciclar, hasta el punto, insisto, de darle más valor a muchos objetos por encima de la persona. Quizás convendría, en un sentido metafísico, aprender a reciclar a las personas
Valga como ejemplo el teléfono móvil y algún otro artilugio convertidos en algo muy valorado –ciertamente algunos modelos cuestan bastante caros- pero no hasta el punto de superar a las personas, si deslindamos valor y precio. Y, sin embargo, seducen de tal manera que pasamos de la compañía humana, en la que estamos, para sumergirnos en el dichoso aparatito.
Es de pena ver a varias personas juntas y aisladas en su mundo virtual y desde que se popularizó el “wasapeo” que permite la inmediatez espectral, aún más. ¡Vale! Dejo el sonsonete o muletilla "vale", propio de la modernez, y me adentro en un discurso de más calado.
El problema de cosificar al ser humano es que lo convertimos en algo impersonal que nos permite manejarlo e incluso aniquilarlo puesto que es sólo una cosa desposeída de valor. La historia de la humanidad está manchada de sangre como efecto de bárbaras y sistemáticas aniquilaciones en nombre de ideologías o creencias.
Tratar al ser humano como una cosa física o biológica degrada su valor en la medida en que lo despojamos de su dignidad como persona y de la cultura, elemento éste que nos diferencia del resto de seres. En otras palabras, el ser humano es algo más que pura biología y trasciende las cosas físicas.
Hemos emprendido una carrera contrarreloj por conseguir poseer cada vez más bienes materiales. Lo paradójico es que cuanto más se posee más se ansía tener. Somos seres insatisfechos “per se”, hasta tal punto que podríamos decir que la avaricia es la sangre que bombea nuestro corazón.
Es como si viviéramos en un eterno y turbador sueño que nos ha convertido en insaciables millonarios. La lotería, las quinielas o los juegos de azar, por ejemplo, alimentan esa quimera que, día a día, naufraga en el abismo de lo ilusorio y con ella se expande la frustración del perdedor. De ilusión también se vive.
Aterricemos en lo esencial. Las personas somos seres dotados de razón, con autonomía para decidir, con capacidad para comunicarnos y para sentir y amar. Eso nos concede una dignidad única entre el resto de seres de la naturaleza.
Si olvidamos esto, corremos el peligro de tratar a algún ser humano como a un objeto que puede ser manejado según nuestra conveniencia –matiz que cada vez parece más frecuente-. La dignidad humana es sin duda la base de la moral y del derecho. No tendría sentido hablar de lo que está bien o está mal si no tuviéramos ese valor que proteger.
Si partimos, pues, de la aceptación de la dignidad de la persona, de todas las personas, tendremos que reconocer sus derechos, empezando por los más fundamentales como la libertad para elegir, la justicia para repartir, la dignidad para realizarse y la igualdad para convivir aceptando las obligaciones que la vida en sociedad exige, sin olvidar la solidaridad para compartir con los demás los bienes y los posibles reveses.
Estos derechos son bienes estimables por los que el ser humano ha luchado y aun hoy no están conseguidos, “bienes de justicia” que cualquier sociedad debería proporcionar a sus ciudadanos para disponer de una vida con un mínimo de calidad. Bienes que son exigibles desde una ética cívica básica para nuestra sociedad.
En definitiva cuando hablamos de personas nos estamos refiriendo a seres que tienen conciencia de sí mismos, de su propia identidad frente a la identidad de otros seres, con facultad para pensar y razonar y capaces de transmitir a los demás, por la palabra, lo que piensan.
Como seres sociales los humanos no somos únicos pero inteligencia y voluntad nos diferencian de otros seres y gracias a ello nos sabemos con derechos y asumimos obligaciones. Problema distinto será el uso que hagamos de dichas facultades.
Resumiendo en breves líneas. Si nos adentráramos en derroteros filosóficos quizás podríamos explicar el problema de la cosificación desde la alienación entendida como “estado mental caracterizado por una pérdida del sentimiento de la propia identidad, proceso mediante el cual el individuo o una colectividad transforman su conciencia hasta hacerla contradictoria con lo que debía esperarse de su condición”. Profundizar en la cuestión sería meternos en camisa de once varas, sobre todo porque no pretendo dar una clase de filosofía.
Sólo voy a espigar someramente el concepto de persona en algunos periodos de nuestro convivir. Para los griegos la persona era la máscara que escondía la verdadera identidad del actor; para el cristianismo es un ser hecho a imagen y semejanza de su creador; para Descartes es una sustancia pensante (cogito ergo sum); para Kant será la voluntad la que le confiere una dignidad especial.
Sartre magnifica a la persona desde la libertad; para Marx el hombre nace libre y está alienado por el capital que le despoja del producto de su trabajo, por la filosofía incapaz de transformar la realidad, por la religión que falsea la situación y justifica la opresión ofreciendo un lejano paraíso –la religión es el opio del pueblo-.
PEPE CANTILLO
FOTOGRAFÍA: DAVID CANTILLO | © ORÁDEA 2014
FOTOGRAFÍA: DAVID CANTILLO | © ORÁDEA 2014