En vísperas de elecciones siempre me pregunto qué ocurriría si, en un alarde unánime de rebeldía, todos decidiésemos votar en blanco. Al fin y al cabo, el fanatismo partidista es cada vez más cosa de tertulianos y menos de la inmensa mayoría, que acude a las urnas (los que van) como al entierro de un pariente lejano, por compromiso y poco más.
Saramago especulaba en el Ensayo sobre la lucidez que un comportamiento ciudadano como este sería visto por los gobernantes como una amenaza, un acto terrorista contra un Estado de Derecho que dejaría de ser tal, ya que no habría ciudadanos que lo sustentasen. Es la peculiaridad de la democracia, que aún siendo un sistema legitimador de las minorías tradicionales, siguen necesitando a la mayoría como coartada para ejercer el poder.
Aunque tampoco les hace falta que voten todos. En las elecciones europeas de 2009, tan sólo el 45 por ciento de los españoles participó en los comicios; de ellos, el 1,4 por ciento votó en blanco y el 0,6 por ciento lo hizo nulo.
El panorama no pinta mucho mejor en esta ocasión. Hasta las campañas parecen estar planteadas con cierta desgana; los candidatos se difuminan entre los colores corporativos de las banderolas, los discursos pasan a hurtadillas por los telediarios en plena temporada alta futbolística y ni siquiera se han currado un eslógan convincente de esos que motivan a los indecisos a celebrar "la fiesta de la democracia".
Puede que la abstención, además de irrelevante para el análisis posterior de medios de comunicación y políticos, sea una meta deseable para sus intereses. Pero esto no se consigue de un día para otro. Es preciso una campaña continuada de despropósitos para que todos terminemos por aborrecer el menor atisbo de manifestación política.
Al principio te enfurece la corrupción, los abusos de poder o la mediocridad generalizada, pero llega un momento en el que ya todo te da igual e, incluso, evitas cualquier discusión sobre política.
Hay que reconocer que la estrategia tiene cierto punto de genialidad. Podemos imaginar a los asesores de campaña aleccionando a sus clientes, recordándoles que cada vez que aparecen ante una cámara y suelta cualquier mamarrachada, la abstención electoral se eleva un uno por ciento. Da igual cuál sea el candidato, pues todos parecen haber sido seleccionados para eso, para ser despreciados.
Quizás por ello sea imprescindible acudir a votar. Por venganza. Por todos los discursos vacíos, las promesas incumplidas, los mitines ensayados, las portadas amañadas y las medallas a la virgen. Una venganza ciudadana en forma de voto en blanco. Y a esperar qué ocurre, a quién culpan, qué excusa inventan para negar lo innegable: que no queremos que nos representen, que no confiamos en ellos.
Saramago especulaba en el Ensayo sobre la lucidez que un comportamiento ciudadano como este sería visto por los gobernantes como una amenaza, un acto terrorista contra un Estado de Derecho que dejaría de ser tal, ya que no habría ciudadanos que lo sustentasen. Es la peculiaridad de la democracia, que aún siendo un sistema legitimador de las minorías tradicionales, siguen necesitando a la mayoría como coartada para ejercer el poder.
Aunque tampoco les hace falta que voten todos. En las elecciones europeas de 2009, tan sólo el 45 por ciento de los españoles participó en los comicios; de ellos, el 1,4 por ciento votó en blanco y el 0,6 por ciento lo hizo nulo.
El panorama no pinta mucho mejor en esta ocasión. Hasta las campañas parecen estar planteadas con cierta desgana; los candidatos se difuminan entre los colores corporativos de las banderolas, los discursos pasan a hurtadillas por los telediarios en plena temporada alta futbolística y ni siquiera se han currado un eslógan convincente de esos que motivan a los indecisos a celebrar "la fiesta de la democracia".
Puede que la abstención, además de irrelevante para el análisis posterior de medios de comunicación y políticos, sea una meta deseable para sus intereses. Pero esto no se consigue de un día para otro. Es preciso una campaña continuada de despropósitos para que todos terminemos por aborrecer el menor atisbo de manifestación política.
Al principio te enfurece la corrupción, los abusos de poder o la mediocridad generalizada, pero llega un momento en el que ya todo te da igual e, incluso, evitas cualquier discusión sobre política.
Hay que reconocer que la estrategia tiene cierto punto de genialidad. Podemos imaginar a los asesores de campaña aleccionando a sus clientes, recordándoles que cada vez que aparecen ante una cámara y suelta cualquier mamarrachada, la abstención electoral se eleva un uno por ciento. Da igual cuál sea el candidato, pues todos parecen haber sido seleccionados para eso, para ser despreciados.
Quizás por ello sea imprescindible acudir a votar. Por venganza. Por todos los discursos vacíos, las promesas incumplidas, los mitines ensayados, las portadas amañadas y las medallas a la virgen. Una venganza ciudadana en forma de voto en blanco. Y a esperar qué ocurre, a quién culpan, qué excusa inventan para negar lo innegable: que no queremos que nos representen, que no confiamos en ellos.
JESÚS C. ÁLVAREZ