El hecho más relevante, el verdaderamente histórico en su significado, no ha sido ni la abdicación de Juan Carlos I ni la proclamación de Felipe VI. Tiene precedentes, incluso en el nombre: un Carlos cedió la Corona a un Felipe y se retiró a Yuste. Lo verdaderamente significativo es que es un rey constitucional español, cabeza de una monarquía parlamentaria, la cede a otro rey constitucional, quien jura y acata la soberanía del pueblo ante sus representantes electos en las Cortes Generales.
Y no deja de ser impactante que ese rey abdicado, miembro de una dinastía histórica, no comenzara siéndolo sino, muy al contrario, había sido designado por un dictador que pretendía con ello perpetuar un régimen.
El gran paso de Juan Carlos fue renunciar a los poderes que le habían sido entregados como rey, un rey que no solo reinaba sino que gobernaba y mandaba, y abrir el proceso que entregó el poder y la soberanía al pueblo español.
Su hijo, en el acto más esencial y definitorio de esa transmisión, juró acatar, cumplir y hacer cumplir esa Constitución ante el presidente de las Cortes (Jesús Posadas hizo un preciso, hermoso e importante discurso preñado de valores y contundencias).
Llo hizo vestido de jefe de los Ejércitos y en ejemplo visible de sumisión ante el poder civil y si por algo quiso empezar, remarcar de entrada y dejar diáfano, es que él es un rey constitucional, sin poder político, supeditado a él, a las leyes democráticas y a la decisión de los ciudadanos.
No fue sorprendente que lo hiciera, aunque no es baladí destacar lo bien que lo dijo y lo hizo. Pero no deja de ser curioso que entre ciertas confusiones sea el rey precisamente quien más claro tenga cuál es su posición, lugar y papel.
Su padre, de inicio, sí ordenaba y mandaba. Y de ello se valió precisamente para, entre otras cosas, renunciar en gran medida a hacerlo y con ello, lo creo firmemente, salvar en el tiempo la institución monárquica y su Corona hasta poder llegar ahora a trasmitirla, comprendiendo que solo haciendo confluir los intereses de la Corona con los del pueblo en el ansia de libertad, democracia y Estado de Derecho, garantizaba el futuro.
El mensaje y la enseñanza parece que los tiene más que interiorizados el nuevo rey Felipe VI. Al menos, eso es lo que se desprendió de manera continua de su discurso. Porque, y esa es otra de las cuestiones paradójicas de estos días, quienes se manifiestan contrarios a esta forma de Estado, votada mayoritariamente por los españoles en 1978, o quienes pretenden desvertebrarlo desgajando territorios y no lo aceptan a él, en suma, como representante de la Nación española son extrañamente quienes apelan a su condición, rango y persona para que intervenga como si de un rey “absoluto” se tratara y pudiera tomar tales decisiones.
Y así, unos le exigen que proceda a convocar un referéndum y otros, los separatistas catalanes, le demandan que les apoye para poder hacer los suyos, anticonstitucionales y antidemocraticos, y poder expropiarnos a todos los españoles el derecho a decidir sobre algo que nos compete a todos y apropiándose de tal derecho en exclusiva, proceder a extirpar esa parte de España.
Pero por lo oído en el acto de proclamación, parece que el Rey es muy consciente de sus deberes, de sus límites, aunque también de sus labores. E insisto, más de lo que algunos parecen tenerlos.
Puede y se ofreció para ser lugar de encuentro y hasta de cauce, pero no puede crearse la falsa expectativa de que Felipe VI puede resolver ni problemas de gobierno ni problemas territoriales.
Puede alentar, sin duda, y ya lo hizo en sus referencias a la angustia del paro y de la crisis. Y puede facilitar diálogos en el más grave asunto que habrá y habremos de enfrentarnos: el intento de los nacionalistas catalanes de independizarse de España.
En este punto es donde, como a muchos, me invadió la tristeza y la amargura. El presidente catalán, secundado por el vasco, se manifestaron en sus gestos tan cerrados a toda concordia como ingratos. Ni siquiera un mínimo reconocimiento a la que ha sido esta Constitución que ha permitido a Cataluña y País Vasco alcanzar los máximos grados de autogobierno, respeto a sus lenguas (que el nuevo rey utilizó en sus gracias finales), a su cultura y a sus señas identitarias.
La amargura viene de esa memoria y de esa evidencia del engaño más doloroso de quienes no hace apenas nada lo pedían para mejor convivir y encajarse en España y han demostrado que lo hacían tan solo para avanzar en la senda contraria.
Ese gesto y esa negación del aplauso de Mas y Urkullu lo era a la Constitución que les otorgó tanto, incluso su propia dignidad actual como presidentes autonómicos, y una negativa a abrir puertas de concordia en el futuro que, en el caso de Mas, parecen ya por completo y por su lado cerradas. Fue la nota triste y pesimista, el peor augurio de la jornada, para este reinado y este tiempo que viene.
Pero no quiero quedarme con ello sino con otro asunto en el que sí puede vislumbrarse una decisión ejemplar y que puede comenzar a servir de espejo para la necesaria regeneración de las instituciones en España.
Felipe VI es consciente de que su padre, cuyos éxitos y servicios a España y los españoles no escatima nadie y prevalecen muy por encima de sus desaciertos, cometió serios errores y, al amparo de sensaciones de impunidad, se produjeron en su entorno hechos muy deplorables.
No son en absoluto ajenos a su decisión, sensata e inteligente, de abdicar y reconocer su desgaste. El nuevo rey, con la ausencia obligada de su hermana al borde de la imputación judicial, y con sus palabras, que recalcó y enfatizó, se emplazó a sí mismo a un comportamiento presidido por la honestidad, la ética y la transparencia.
Ese fue el mejor mensaje que pudo lanzar a la nación y presumo que el más valorado por las gentes. Preludia hechos y movimientos ya meditados y que pueden ser de inmediatos llevados a la práctica.
Sabe que en la recuperación de esa imagen, ahora dañada, puede estar en buena medida el fiel de la balanza de su éxito o su fracaso. Parece saber Felipe VI que, en una monarquía parlamentaria, la Corona se gana o se pierde cada día.
Lo ha dicho en más de una ocasión y volvió a hacerlo en su discurso de proclamación cuando señaló que su finalidad personal era que, al igual que él se sentía orgulloso de los españoles, éstos pudieran sentirse orgullosos de él. No fue mal comienzo el proponérselo. Los tiempos que le vienen y nos vienen van a ser extremadamente complicados.
Y no deja de ser impactante que ese rey abdicado, miembro de una dinastía histórica, no comenzara siéndolo sino, muy al contrario, había sido designado por un dictador que pretendía con ello perpetuar un régimen.
El gran paso de Juan Carlos fue renunciar a los poderes que le habían sido entregados como rey, un rey que no solo reinaba sino que gobernaba y mandaba, y abrir el proceso que entregó el poder y la soberanía al pueblo español.
Su hijo, en el acto más esencial y definitorio de esa transmisión, juró acatar, cumplir y hacer cumplir esa Constitución ante el presidente de las Cortes (Jesús Posadas hizo un preciso, hermoso e importante discurso preñado de valores y contundencias).
Llo hizo vestido de jefe de los Ejércitos y en ejemplo visible de sumisión ante el poder civil y si por algo quiso empezar, remarcar de entrada y dejar diáfano, es que él es un rey constitucional, sin poder político, supeditado a él, a las leyes democráticas y a la decisión de los ciudadanos.
No fue sorprendente que lo hiciera, aunque no es baladí destacar lo bien que lo dijo y lo hizo. Pero no deja de ser curioso que entre ciertas confusiones sea el rey precisamente quien más claro tenga cuál es su posición, lugar y papel.
Su padre, de inicio, sí ordenaba y mandaba. Y de ello se valió precisamente para, entre otras cosas, renunciar en gran medida a hacerlo y con ello, lo creo firmemente, salvar en el tiempo la institución monárquica y su Corona hasta poder llegar ahora a trasmitirla, comprendiendo que solo haciendo confluir los intereses de la Corona con los del pueblo en el ansia de libertad, democracia y Estado de Derecho, garantizaba el futuro.
El mensaje y la enseñanza parece que los tiene más que interiorizados el nuevo rey Felipe VI. Al menos, eso es lo que se desprendió de manera continua de su discurso. Porque, y esa es otra de las cuestiones paradójicas de estos días, quienes se manifiestan contrarios a esta forma de Estado, votada mayoritariamente por los españoles en 1978, o quienes pretenden desvertebrarlo desgajando territorios y no lo aceptan a él, en suma, como representante de la Nación española son extrañamente quienes apelan a su condición, rango y persona para que intervenga como si de un rey “absoluto” se tratara y pudiera tomar tales decisiones.
Y así, unos le exigen que proceda a convocar un referéndum y otros, los separatistas catalanes, le demandan que les apoye para poder hacer los suyos, anticonstitucionales y antidemocraticos, y poder expropiarnos a todos los españoles el derecho a decidir sobre algo que nos compete a todos y apropiándose de tal derecho en exclusiva, proceder a extirpar esa parte de España.
Pero por lo oído en el acto de proclamación, parece que el Rey es muy consciente de sus deberes, de sus límites, aunque también de sus labores. E insisto, más de lo que algunos parecen tenerlos.
Puede y se ofreció para ser lugar de encuentro y hasta de cauce, pero no puede crearse la falsa expectativa de que Felipe VI puede resolver ni problemas de gobierno ni problemas territoriales.
Puede alentar, sin duda, y ya lo hizo en sus referencias a la angustia del paro y de la crisis. Y puede facilitar diálogos en el más grave asunto que habrá y habremos de enfrentarnos: el intento de los nacionalistas catalanes de independizarse de España.
En este punto es donde, como a muchos, me invadió la tristeza y la amargura. El presidente catalán, secundado por el vasco, se manifestaron en sus gestos tan cerrados a toda concordia como ingratos. Ni siquiera un mínimo reconocimiento a la que ha sido esta Constitución que ha permitido a Cataluña y País Vasco alcanzar los máximos grados de autogobierno, respeto a sus lenguas (que el nuevo rey utilizó en sus gracias finales), a su cultura y a sus señas identitarias.
La amargura viene de esa memoria y de esa evidencia del engaño más doloroso de quienes no hace apenas nada lo pedían para mejor convivir y encajarse en España y han demostrado que lo hacían tan solo para avanzar en la senda contraria.
Ese gesto y esa negación del aplauso de Mas y Urkullu lo era a la Constitución que les otorgó tanto, incluso su propia dignidad actual como presidentes autonómicos, y una negativa a abrir puertas de concordia en el futuro que, en el caso de Mas, parecen ya por completo y por su lado cerradas. Fue la nota triste y pesimista, el peor augurio de la jornada, para este reinado y este tiempo que viene.
Pero no quiero quedarme con ello sino con otro asunto en el que sí puede vislumbrarse una decisión ejemplar y que puede comenzar a servir de espejo para la necesaria regeneración de las instituciones en España.
Felipe VI es consciente de que su padre, cuyos éxitos y servicios a España y los españoles no escatima nadie y prevalecen muy por encima de sus desaciertos, cometió serios errores y, al amparo de sensaciones de impunidad, se produjeron en su entorno hechos muy deplorables.
No son en absoluto ajenos a su decisión, sensata e inteligente, de abdicar y reconocer su desgaste. El nuevo rey, con la ausencia obligada de su hermana al borde de la imputación judicial, y con sus palabras, que recalcó y enfatizó, se emplazó a sí mismo a un comportamiento presidido por la honestidad, la ética y la transparencia.
Ese fue el mejor mensaje que pudo lanzar a la nación y presumo que el más valorado por las gentes. Preludia hechos y movimientos ya meditados y que pueden ser de inmediatos llevados a la práctica.
Sabe que en la recuperación de esa imagen, ahora dañada, puede estar en buena medida el fiel de la balanza de su éxito o su fracaso. Parece saber Felipe VI que, en una monarquía parlamentaria, la Corona se gana o se pierde cada día.
Lo ha dicho en más de una ocasión y volvió a hacerlo en su discurso de proclamación cuando señaló que su finalidad personal era que, al igual que él se sentía orgulloso de los españoles, éstos pudieran sentirse orgullosos de él. No fue mal comienzo el proponérselo. Los tiempos que le vienen y nos vienen van a ser extremadamente complicados.
ANTONIO PÉREZ HENARES