Cada vez que alguna autoridad perteneciente a los organismos que velan por el capitalismo en el mundo expresa una recomendación, invariablemente va dirigida a empobrecer a los asalariados, a rebajarles el sueldo, a abaratar el despido aún más, a perder derechos laborales adquiridos tras años de lucha y a castigarlos con nuevos impuestos.
Ello no impide que, de forma caritativa, de vez en cuando se abogue por fomentar el crecimiento, pero siempre a expensas de reducir gastos por vía salarial y encarecimiento del trabajo. Ante tales soflamas de los expertos en economía “institucional”, tal parece que los únicos problemas que impiden el desarrollo económico y la salida a la crisis financiera fueran los trabajadores.
Quizás, por ello, las medidas que emprenden los gobiernos “democráticos” se centren en seguir tales recomendaciones por temor a verse castigados con la desconfianza de los mercados. Se muestran sumisos a los dictados de la economía como si de una verdad revelada se tratase, invirtiendo los términos de su subordinación al interés general de la sociedad.
En ese sentido, los gobiernos se inclinan por satisfacer las demandas de un sector minoritario de la población, sumamente poderoso al representar al capital, en detrimento de la inmensa mayoría de los ciudadanos a los que supuestamente, en democracia, debían deberse los servidores públicos.
La democracia, así, es traicionada por espurios intereses de esa minoría afortunada (porque dispone de fortunas), mediante actuaciones que corresponden a una oligarquía en vez de a un Estado de derecho, social y democrático.
Tan es así que, con la sumisión a los dictados de la economía, los gobiernos han dejado de representar a los ciudadanos para dedicarse a defender únicamente a los propietarios de la riqueza y los privilegios.
Se conforman con ser agentes delegados de una élite social que impone la salvaguarda de sus beneficios frente a las necesidades de la población y estiman que sus negocios son prioritarios a cualquier servicio público. Es por ello que obligan a desmantelar el llamado Estado de Bienestar, construido para socorrer a los más desfavorecidos, para facilitar la rentabilidad de sus inversiones.
Cada vez que un economista de esta “escuela institucional” abre la boca a través de los medios de comunicación que ellos controlan, es para instrumentalizar una nueva ofensiva contra la clase trabajadora, a la que exprimen retrotrayéndola a épocas que se consideraban superadas. Son voceros de un neoliberalismo que actúa con el triunfalismo y la desfachatez de quien se sabe sin alternativa a su modelo.
Los economistas neoliberales, sin control democrático que los regule, presionan a todos los países que participan de una economía de mercado, imponiendo sus recetas de manera inmisericorde. Responden sólo a sus propios intereses. La población, en su mentalidad, es sólo un target mercantil, no la causa a la que supeditarse, y cuyo progreso y bienestar constituyan el objetivo que justifica cualquier sistema económico.
Entre prestar un servicio o hacer negocio, lo tienen claro. Nos lo demuestran con miles de ejemplos cada día. Son capaces de cualquier cosa con tal de ganar dinero. Quitan becas para que pidamos préstamos. Recortan la sanidad pública para que acudamos a la privada, también en educación, seguridad o pensiones.
Y nos retornan al comienzo de la era industrial para que no disfrutemos de un horario laboral, de ocio y de sueño equilibrado, y no persigamos remuneraciones dignas, ni estabilidad en el trabajo o unas condiciones laborales que repartan los sacrificios entre empresarios y trabajadores.
Nos obligan a regresar prácticamente a los tiempos de la esclavitud para maximizar las ganancias y la rentabilidad de los inversores, meros especuladores que buscan los máximos beneficios sobre cualquier cosa. Y los gobiernos, aquejados del síndrome de Estocolmo, ceden a sus reclamos, traicionando a sus nacionales, dueños de la soberanía.
A pesar de actuar a espaldas del pueblo, se extrañan de la desafección de los ciudadanos por la política y del surgimiento de movimientos de protesta y rechazo contra un sistema que los explota sin siquiera disimular sus intenciones. No entienden que, si se deja que la economía implacable defina la horma, la gente buscará vías de resistencia y escape a la opresión.
Surgen alternativas que canalizan el sentir de los ciudadanos contra una economía asumida cual dogma religioso indiscutible, contra el beneficio como medida de la sociedad, desplazando al hombre, y el mercado como marco de convivencia, no las relaciones humanas basadas en la solidaridad y la equidad.
Podemos es una muestra civilizada de enfrentarse a una economía implacable, por injusta y obscena, pero existen otras formas mucho más incontroladas y violentas de hacerlo, como indican los brotes de ira, cada vez más frecuentes y radicales, que prenden tras cualquier abuso de autoridad. ¿Tendremos que esperar a que se generalicen para que los gobiernos escuchen a los ciudadanos?
Ello no impide que, de forma caritativa, de vez en cuando se abogue por fomentar el crecimiento, pero siempre a expensas de reducir gastos por vía salarial y encarecimiento del trabajo. Ante tales soflamas de los expertos en economía “institucional”, tal parece que los únicos problemas que impiden el desarrollo económico y la salida a la crisis financiera fueran los trabajadores.
Quizás, por ello, las medidas que emprenden los gobiernos “democráticos” se centren en seguir tales recomendaciones por temor a verse castigados con la desconfianza de los mercados. Se muestran sumisos a los dictados de la economía como si de una verdad revelada se tratase, invirtiendo los términos de su subordinación al interés general de la sociedad.
En ese sentido, los gobiernos se inclinan por satisfacer las demandas de un sector minoritario de la población, sumamente poderoso al representar al capital, en detrimento de la inmensa mayoría de los ciudadanos a los que supuestamente, en democracia, debían deberse los servidores públicos.
La democracia, así, es traicionada por espurios intereses de esa minoría afortunada (porque dispone de fortunas), mediante actuaciones que corresponden a una oligarquía en vez de a un Estado de derecho, social y democrático.
Tan es así que, con la sumisión a los dictados de la economía, los gobiernos han dejado de representar a los ciudadanos para dedicarse a defender únicamente a los propietarios de la riqueza y los privilegios.
Se conforman con ser agentes delegados de una élite social que impone la salvaguarda de sus beneficios frente a las necesidades de la población y estiman que sus negocios son prioritarios a cualquier servicio público. Es por ello que obligan a desmantelar el llamado Estado de Bienestar, construido para socorrer a los más desfavorecidos, para facilitar la rentabilidad de sus inversiones.
Cada vez que un economista de esta “escuela institucional” abre la boca a través de los medios de comunicación que ellos controlan, es para instrumentalizar una nueva ofensiva contra la clase trabajadora, a la que exprimen retrotrayéndola a épocas que se consideraban superadas. Son voceros de un neoliberalismo que actúa con el triunfalismo y la desfachatez de quien se sabe sin alternativa a su modelo.
Los economistas neoliberales, sin control democrático que los regule, presionan a todos los países que participan de una economía de mercado, imponiendo sus recetas de manera inmisericorde. Responden sólo a sus propios intereses. La población, en su mentalidad, es sólo un target mercantil, no la causa a la que supeditarse, y cuyo progreso y bienestar constituyan el objetivo que justifica cualquier sistema económico.
Entre prestar un servicio o hacer negocio, lo tienen claro. Nos lo demuestran con miles de ejemplos cada día. Son capaces de cualquier cosa con tal de ganar dinero. Quitan becas para que pidamos préstamos. Recortan la sanidad pública para que acudamos a la privada, también en educación, seguridad o pensiones.
Y nos retornan al comienzo de la era industrial para que no disfrutemos de un horario laboral, de ocio y de sueño equilibrado, y no persigamos remuneraciones dignas, ni estabilidad en el trabajo o unas condiciones laborales que repartan los sacrificios entre empresarios y trabajadores.
Nos obligan a regresar prácticamente a los tiempos de la esclavitud para maximizar las ganancias y la rentabilidad de los inversores, meros especuladores que buscan los máximos beneficios sobre cualquier cosa. Y los gobiernos, aquejados del síndrome de Estocolmo, ceden a sus reclamos, traicionando a sus nacionales, dueños de la soberanía.
A pesar de actuar a espaldas del pueblo, se extrañan de la desafección de los ciudadanos por la política y del surgimiento de movimientos de protesta y rechazo contra un sistema que los explota sin siquiera disimular sus intenciones. No entienden que, si se deja que la economía implacable defina la horma, la gente buscará vías de resistencia y escape a la opresión.
Surgen alternativas que canalizan el sentir de los ciudadanos contra una economía asumida cual dogma religioso indiscutible, contra el beneficio como medida de la sociedad, desplazando al hombre, y el mercado como marco de convivencia, no las relaciones humanas basadas en la solidaridad y la equidad.
Podemos es una muestra civilizada de enfrentarse a una economía implacable, por injusta y obscena, pero existen otras formas mucho más incontroladas y violentas de hacerlo, como indican los brotes de ira, cada vez más frecuentes y radicales, que prenden tras cualquier abuso de autoridad. ¿Tendremos que esperar a que se generalicen para que los gobiernos escuchen a los ciudadanos?
DANIEL GUERRERO