El terror de la guerra hace tiempo que se filtra en los hogares de medio mundo como una sinfonía indolente entremezclada con resultados deportivos, pasarelas de moda y escándalos domésticos. Alzas la mirada del plato, contemplas por un momento las imágenes de la destrucción, de los muertos, tuerces el gesto, y continuas a lo tuyo.
La empatía es un recurso humano en declive. En la medida en que devenimos en espectadores, nuestra capacidad de ser conmovidos languidece a la luz de nuestra incapacidad para cambiar la realidad. Esa es la auténtica actitud posmoderna; si no tengo poder directo sobre algo, por qué me voy a preocupar sobre ello.
Cada verano asistimos a la dosis anual de tragedia palestina sin dudar que el año próximo volverá a repertirse, con más bombardeos, más niños, y mujeres, y hombres muertos. Sin salida. Nos lamentamos fugazmente, quizás incluso maldecimos al otro bando, o la impertérrita pasividad de la comunidad internacional, si acaso existe tal cosa, para después seguir con nuestras vacaciones.
La guerra parece tan lejana... Como si fuese de otro mundo. Un mundo paralelo al nuestro, con fronteras bien fijadas, infranqueables. Sabemos que ya todo es global, que el dinero, las mercancías y las personas fluyen sin restricción alrededor del globo, pero no la guerra. Los disparos, los misiles, las bombas quedan al otro lado de la mampara, más allá del LCD de nuestras televisiones.
Hasta que llega un día en que un avión comercial con más de 200 personas es abatido sin razón alguna a su paso por una zona en conflicto, y todo el terror y el sinsentido penetra en este mundo con la virulencia de lo inesperado.
Piensas en todas esas familias y parejas que viajaban a Bali o cualquier otra isla paradisíaca de Malasia para pasar sus vacaciones a la sombra de una palmera, o en los investigadores y científicos que iban a reunirse en un congreso internacional sobre el SIDA, o en los propios trabajadores de la aerolínea, y entonces aflora la empatía.
La destrucción del avión procedente de Holanda es una de las fatalidades más espeluznantes que se recuerdan. Esas muertes anónimas no estaban en la ratonera de Gaza, ni en una ciudad asediada del este de Ucrania, ni siquiera en un lugar colindante.
Eran simples turistas y empleados que pasaban por alli, concretamente por el cielo, rumbo a un sitio muy diferente, como otros tantos millones de personas que viajarán en avión durante las vacaciones de verano.
La guerra es una realidad impredecible, no se puede controlar, ni aislar, ni obviar. Golpea, hiere y asesina sin discriminar, contra todo aquello que encuentre a su paso, sin razones, sin excusas. No se libra en otro universo paralelo, sino aquí, entre nosotros, tan cerca que ni siquiera queremos verlo.
La empatía es un recurso humano en declive. En la medida en que devenimos en espectadores, nuestra capacidad de ser conmovidos languidece a la luz de nuestra incapacidad para cambiar la realidad. Esa es la auténtica actitud posmoderna; si no tengo poder directo sobre algo, por qué me voy a preocupar sobre ello.
Cada verano asistimos a la dosis anual de tragedia palestina sin dudar que el año próximo volverá a repertirse, con más bombardeos, más niños, y mujeres, y hombres muertos. Sin salida. Nos lamentamos fugazmente, quizás incluso maldecimos al otro bando, o la impertérrita pasividad de la comunidad internacional, si acaso existe tal cosa, para después seguir con nuestras vacaciones.
La guerra parece tan lejana... Como si fuese de otro mundo. Un mundo paralelo al nuestro, con fronteras bien fijadas, infranqueables. Sabemos que ya todo es global, que el dinero, las mercancías y las personas fluyen sin restricción alrededor del globo, pero no la guerra. Los disparos, los misiles, las bombas quedan al otro lado de la mampara, más allá del LCD de nuestras televisiones.
Hasta que llega un día en que un avión comercial con más de 200 personas es abatido sin razón alguna a su paso por una zona en conflicto, y todo el terror y el sinsentido penetra en este mundo con la virulencia de lo inesperado.
Piensas en todas esas familias y parejas que viajaban a Bali o cualquier otra isla paradisíaca de Malasia para pasar sus vacaciones a la sombra de una palmera, o en los investigadores y científicos que iban a reunirse en un congreso internacional sobre el SIDA, o en los propios trabajadores de la aerolínea, y entonces aflora la empatía.
La destrucción del avión procedente de Holanda es una de las fatalidades más espeluznantes que se recuerdan. Esas muertes anónimas no estaban en la ratonera de Gaza, ni en una ciudad asediada del este de Ucrania, ni siquiera en un lugar colindante.
Eran simples turistas y empleados que pasaban por alli, concretamente por el cielo, rumbo a un sitio muy diferente, como otros tantos millones de personas que viajarán en avión durante las vacaciones de verano.
La guerra es una realidad impredecible, no se puede controlar, ni aislar, ni obviar. Golpea, hiere y asesina sin discriminar, contra todo aquello que encuentre a su paso, sin razones, sin excusas. No se libra en otro universo paralelo, sino aquí, entre nosotros, tan cerca que ni siquiera queremos verlo.
JESÚS C. ÁLVAREZ