A mediados de mayo de 2011, en España se produjo una especie de revuelta pacífica ciudadana en Madrid que se extendió por otros lugares de la geografía de nuestro país. La Puerta del Sol se pobló de tiendas de campaña de jóvenes (y no tan jóvenes) que de ese modo manifestaban su enorme malestar por la situación política, social y laboral en la que nos encontrábamos.
Puesto que no hacía mucho se había publicado el pequeño libro de Stéphane Hessel, y que llevaba por título ¡Indignaos!, a los participantes de este tipo de movimiento se les acabó llamando “los indignados”.
Han transcurrido dos años y ahora no solo son o están indignados los que secundaban los planteamientos del 15-M. En la actualidad, es una gran mayoría la que padece ese sentimiento de rechazo ante el enorme panorama de injusticias que afecta tanto a muchas de las instituciones como a personajes relacionados tanto en el ámbito económico como político, y que son ejemplos nefastos de corrupción y nepotismo.
La indignación, como indico, ahora se extiende a gran parte de la población. No hay nada más que escuchar aquellos medios de comunicación, caso de la radio, que dan la voz a los ciudadanos para comprobar que sienten que se han roto los principios básicos de justicia, puesto que cada uno compara sus propios medios de vida con la de los distintos nombres que son motivo de escándalo o de polémica para percibir internamente una clara falta de justicia en la sociedad en la que vivimos.
Y aunque hablar de la justicia como valor humano (y de su oponente, la injusticia) daría lugar a un trabajo extenso, me gustaría remitirme a los aspectos esenciales de este tema y que han sido tratados a lo largo del tiempo por distintos pensadores.
Un libro excelente que creo esencial para entenderla en nuestros días es Teoría de la justicia del filósofo estadounidense John Rawls. De todos modos, voy a remontarme a los tres grandes pensadores y padres de la filosofía occidental, como serían Sócrates, Platón y Aristóteles.
Comenzando por el tercero de ellos, Aristóteles, en su obra Ética a Nicómaco nos dice que “Lo justo es lo que se conforma a la ley y lo que respeta la igualdad, y lo injusto es lo contrario a la ley y lo que no respeta la igualdad entre los individuos”.
Comprobamos que ya en el filósofo griego se apuntan los dos elementos esenciales que configuran el valor de la justicia, puesto que apela a la idea de la conformidad con el derecho (de ahí que justicia provenga del término latino ius) y con el de igualdad o proporcionalidad justa entre las personas.
Curiosamente, este doble sentido de justicia lo adquirimos tempranamente sin que sean necesarias grandes reflexiones para alcanzarla. Así, cuando un niño cree que recibe menos que los otros acerca de lo que considera que se merece suele decir “No es justo”, como expresión de ese sentimiento de que no es tratado con equidad. También lo dirá cuando comprueba que sus amigos le hacen trampas, saltándose las reglas del juego.
Vemos, pues, que tanto el respeto a las normas que rigen las relaciones acordadas o establecidas (sea en el colegio, en el patio o jugando) como el que cada uno reciba lo que le corresponde forman parte de un sentimiento básico que irá madurando a medida que la vida se haga cada vez más compleja.
De este modo, cuando llegamos a adultos juzgamos como injustas tanto las abiertas diferencias en los salarios, las riquezas o los cargos, como las trasgresiones que, de un modo u otro, se dan con respecto a la legalidad vigente.
El que, por ejemplo, el consejero delegado de un banco reciba una jubilación de 88 millones de euros no deja de ser auténtico motivo de escándalo e indignación para cualquiera que se haya pasado toda su vida trabajando y recibe una pensión que escasamente le da para vivir.
Y es que esa cantidad resulta ser la equivalente a la que recibirían 433 personas que se jubilaran con la pensión media actual y que la recibieran a lo largo de veinte años. Lo que quiere decir que en esta sociedad una persona “vale” lo que más de cuatro centenares. Evidentemente, cualquiera que tenga noticia de este “sobrevalor” del primero se sentirá verdaderamente indignado, pues en su fuero interno establece una comparación entre un caso y el del banquero jubilado.
Todo este estado de cosas ya lo cuestionaba el propio Platón en la antigua Grecia cuando en su obra República nos decía que la justicia es lo que protege la parte de cada uno, su lugar, su función, preservando la armonía jerarquizada del conjunto. De lo indicado por el insigne filósofo comprobamos que de ninguna manera se cumple en el caso citado, que no es aislado, sino que resulta ser paradigmático dentro del mundo en el que vivimos.
Aquellos que no creen en la igualdad de las personas sostienen que no todos tienen la misma preparación, ni los mismos méritos, ni las mismas responsabilidades, y que, por lo tanto, no se debe partir del “igualitarismo”, término que algunos defensores a ultranza del capitalismo neoliberal emplean para menospreciar los principios igualitarios.
Para aclarar este punto, quienes defienden (defendemos) la igualdad suelen emplear también el término de equidad, en el sentido de que debe de haber una igualdad básica de derechos humanos, y que la preparación, el esfuerzo, los méritos y las responsabilidades se tendrían que contemplar de manera proporcionada, pero nunca negando que en la sociedad todo ser humano debe tener las condiciones reales básicas para vivir con dignidad.
Llegados a este punto, no quisiera olvidarme del primero de los filósofos helenos citados. Sabemos que Sócrates fue condenado a quitarse la vida por los tribunales de Atenas, dado que según los legisladores con sus ideas pervertía a la juventud ateniense. Puesto que Sócrates consideraba que el respeto a las leyes era un principio fundamental de la ética que predicaba, prefirió morir respetándolas a vivir transgrediéndolas.
Ante este caso cabría preguntarse, ¿debe uno respetar la legalidad vigente a sabiendas de que en algunas situaciones es moralmente injusta? ¿Hay que atenerse a lo que dictan las leyes cuando socialmente se están rompiendo los principios básicos de equidad entre las personas?
Las preguntas anteriores son pertinentes puesto que, en la actualidad, contemplamos el uso parcial o distorsionado que se hace de la justicia. Lamentablemente vemos que, en muchos casos, la justicia no es igual para todos, sino que depende del poder o estatus económico que se tenga.
Y lo más escandaloso es que se retrocede en principios de justicia universal que se habían alcanzado; ahora va a depender del nivel económico que se tenga para que algunos puedan acudir a los tribunales a defenderse.
Dentro del lamentable panorama de retroceso, uno de los problemas más significativos en la actualidad es contemplar cómo se sortea la justicia a través del alargamiento de las causas judiciales de modo que, en muchas ocasiones, la sentencia llega cuando han sido sobreseídas las penas.
No es de extrañar que autores franceses como Jean de la Bruyère (1645-1696) dijera que “es esencial que la justicia se haga sin diferirla, puesto que hacerla esperar es injusticia”, o que Marcel Schwob (1867-1905) exhortara del siguiente modo: “Sé justo en el momento preciso, pues toda justicia que tarda acaba siendo injusticia”.
Pero el sentimiento de injusticia que ha calado en el ánimo de los españoles también procede de las desiguales relaciones que se dan en los propios países de la Unión Europea, cuando comprueban cómo esas desigualdades tan profundas benefician abiertamente a unos, mientras que otros se encuentran atrapados en una especie de espesa red de la que no pueden salir.
Sobre esta cuestión vienen bien esas palabras de Comte-Sponville cuando nos dice que “la estafa, la extorsión, el chantaje y la usura son tan injustas como el robo. El comercio es justo cuando respeta, entre comprador y vendedor, una cierta paridad, tanto en la cantidad de información disponible al objeto de intercambio, como en los derechos y deberes de cada uno”.
Pero, lamentablemente, la opacidad y el ocultamiento se han hecho tan habituales, tan constantes y tan necesarios para que unos se beneficien a costa de los otros (sean particulares, empresas, entidades bancarias e, incluso, gobiernos) que sacar a la luz tantos casos conlleva a que hoy no se hable ya de falta de justicia, sino abiertamente de corrupción como un mal que carcome a nuestra sociedad.
Puesto que no hacía mucho se había publicado el pequeño libro de Stéphane Hessel, y que llevaba por título ¡Indignaos!, a los participantes de este tipo de movimiento se les acabó llamando “los indignados”.
Han transcurrido dos años y ahora no solo son o están indignados los que secundaban los planteamientos del 15-M. En la actualidad, es una gran mayoría la que padece ese sentimiento de rechazo ante el enorme panorama de injusticias que afecta tanto a muchas de las instituciones como a personajes relacionados tanto en el ámbito económico como político, y que son ejemplos nefastos de corrupción y nepotismo.
La indignación, como indico, ahora se extiende a gran parte de la población. No hay nada más que escuchar aquellos medios de comunicación, caso de la radio, que dan la voz a los ciudadanos para comprobar que sienten que se han roto los principios básicos de justicia, puesto que cada uno compara sus propios medios de vida con la de los distintos nombres que son motivo de escándalo o de polémica para percibir internamente una clara falta de justicia en la sociedad en la que vivimos.
Y aunque hablar de la justicia como valor humano (y de su oponente, la injusticia) daría lugar a un trabajo extenso, me gustaría remitirme a los aspectos esenciales de este tema y que han sido tratados a lo largo del tiempo por distintos pensadores.
Un libro excelente que creo esencial para entenderla en nuestros días es Teoría de la justicia del filósofo estadounidense John Rawls. De todos modos, voy a remontarme a los tres grandes pensadores y padres de la filosofía occidental, como serían Sócrates, Platón y Aristóteles.
Comenzando por el tercero de ellos, Aristóteles, en su obra Ética a Nicómaco nos dice que “Lo justo es lo que se conforma a la ley y lo que respeta la igualdad, y lo injusto es lo contrario a la ley y lo que no respeta la igualdad entre los individuos”.
Comprobamos que ya en el filósofo griego se apuntan los dos elementos esenciales que configuran el valor de la justicia, puesto que apela a la idea de la conformidad con el derecho (de ahí que justicia provenga del término latino ius) y con el de igualdad o proporcionalidad justa entre las personas.
Curiosamente, este doble sentido de justicia lo adquirimos tempranamente sin que sean necesarias grandes reflexiones para alcanzarla. Así, cuando un niño cree que recibe menos que los otros acerca de lo que considera que se merece suele decir “No es justo”, como expresión de ese sentimiento de que no es tratado con equidad. También lo dirá cuando comprueba que sus amigos le hacen trampas, saltándose las reglas del juego.
Vemos, pues, que tanto el respeto a las normas que rigen las relaciones acordadas o establecidas (sea en el colegio, en el patio o jugando) como el que cada uno reciba lo que le corresponde forman parte de un sentimiento básico que irá madurando a medida que la vida se haga cada vez más compleja.
De este modo, cuando llegamos a adultos juzgamos como injustas tanto las abiertas diferencias en los salarios, las riquezas o los cargos, como las trasgresiones que, de un modo u otro, se dan con respecto a la legalidad vigente.
El que, por ejemplo, el consejero delegado de un banco reciba una jubilación de 88 millones de euros no deja de ser auténtico motivo de escándalo e indignación para cualquiera que se haya pasado toda su vida trabajando y recibe una pensión que escasamente le da para vivir.
Y es que esa cantidad resulta ser la equivalente a la que recibirían 433 personas que se jubilaran con la pensión media actual y que la recibieran a lo largo de veinte años. Lo que quiere decir que en esta sociedad una persona “vale” lo que más de cuatro centenares. Evidentemente, cualquiera que tenga noticia de este “sobrevalor” del primero se sentirá verdaderamente indignado, pues en su fuero interno establece una comparación entre un caso y el del banquero jubilado.
Todo este estado de cosas ya lo cuestionaba el propio Platón en la antigua Grecia cuando en su obra República nos decía que la justicia es lo que protege la parte de cada uno, su lugar, su función, preservando la armonía jerarquizada del conjunto. De lo indicado por el insigne filósofo comprobamos que de ninguna manera se cumple en el caso citado, que no es aislado, sino que resulta ser paradigmático dentro del mundo en el que vivimos.
Aquellos que no creen en la igualdad de las personas sostienen que no todos tienen la misma preparación, ni los mismos méritos, ni las mismas responsabilidades, y que, por lo tanto, no se debe partir del “igualitarismo”, término que algunos defensores a ultranza del capitalismo neoliberal emplean para menospreciar los principios igualitarios.
Para aclarar este punto, quienes defienden (defendemos) la igualdad suelen emplear también el término de equidad, en el sentido de que debe de haber una igualdad básica de derechos humanos, y que la preparación, el esfuerzo, los méritos y las responsabilidades se tendrían que contemplar de manera proporcionada, pero nunca negando que en la sociedad todo ser humano debe tener las condiciones reales básicas para vivir con dignidad.
Llegados a este punto, no quisiera olvidarme del primero de los filósofos helenos citados. Sabemos que Sócrates fue condenado a quitarse la vida por los tribunales de Atenas, dado que según los legisladores con sus ideas pervertía a la juventud ateniense. Puesto que Sócrates consideraba que el respeto a las leyes era un principio fundamental de la ética que predicaba, prefirió morir respetándolas a vivir transgrediéndolas.
Ante este caso cabría preguntarse, ¿debe uno respetar la legalidad vigente a sabiendas de que en algunas situaciones es moralmente injusta? ¿Hay que atenerse a lo que dictan las leyes cuando socialmente se están rompiendo los principios básicos de equidad entre las personas?
Las preguntas anteriores son pertinentes puesto que, en la actualidad, contemplamos el uso parcial o distorsionado que se hace de la justicia. Lamentablemente vemos que, en muchos casos, la justicia no es igual para todos, sino que depende del poder o estatus económico que se tenga.
Y lo más escandaloso es que se retrocede en principios de justicia universal que se habían alcanzado; ahora va a depender del nivel económico que se tenga para que algunos puedan acudir a los tribunales a defenderse.
Dentro del lamentable panorama de retroceso, uno de los problemas más significativos en la actualidad es contemplar cómo se sortea la justicia a través del alargamiento de las causas judiciales de modo que, en muchas ocasiones, la sentencia llega cuando han sido sobreseídas las penas.
No es de extrañar que autores franceses como Jean de la Bruyère (1645-1696) dijera que “es esencial que la justicia se haga sin diferirla, puesto que hacerla esperar es injusticia”, o que Marcel Schwob (1867-1905) exhortara del siguiente modo: “Sé justo en el momento preciso, pues toda justicia que tarda acaba siendo injusticia”.
Pero el sentimiento de injusticia que ha calado en el ánimo de los españoles también procede de las desiguales relaciones que se dan en los propios países de la Unión Europea, cuando comprueban cómo esas desigualdades tan profundas benefician abiertamente a unos, mientras que otros se encuentran atrapados en una especie de espesa red de la que no pueden salir.
Sobre esta cuestión vienen bien esas palabras de Comte-Sponville cuando nos dice que “la estafa, la extorsión, el chantaje y la usura son tan injustas como el robo. El comercio es justo cuando respeta, entre comprador y vendedor, una cierta paridad, tanto en la cantidad de información disponible al objeto de intercambio, como en los derechos y deberes de cada uno”.
Pero, lamentablemente, la opacidad y el ocultamiento se han hecho tan habituales, tan constantes y tan necesarios para que unos se beneficien a costa de los otros (sean particulares, empresas, entidades bancarias e, incluso, gobiernos) que sacar a la luz tantos casos conlleva a que hoy no se hable ya de falta de justicia, sino abiertamente de corrupción como un mal que carcome a nuestra sociedad.
AURELIANO SÁINZ