Coger el coche se está convirtiendo en una temeridad aunque, paradójicamente, la máquina sea cada año más segura. Es una temeridad no sólo porque comporta el riesgo de sufrir un accidente mortal o provocar víctimas y daños a terceros, sino porque, además, las posibilidades de recibir una sanción son cada vez más elevadas, incluso si no te comportas como un irresponsable al volante.
Los mecanismos y las causas para sorprenderte con una multa son sumamente probables y eficaces. Y cada año lo son más. En ello está empeñada la Dirección General de Tráfico (DGT) y la Policía Local de la mayoría de las ciudades: en acribillarte a multas, despojarte de los puntos del carnet y obligarte a pagar cursillos de recuperación de puntos. Es decir, todo al parecer se reduce a pagar. Supuestamente, por tu seguridad.
Lo cierto es que cada año, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), pierden la vida en las carreteras cerca de 1.300.000 personas, muchas más que en las guerras actuales o los asesinatos u homicidios criminales, a las que habría que sumar 30 y 50 millones anuales entre heridos y lesionados a causa de un accidente de tráfico.
Tal cifra de víctimas de la circulación supone un problema de salud pandémico, que cuesta erradicar más que la malaria, sobre todo si las terapias para conseguirlo consisten fundamentalmente en castigar económicamente al conductor de un vehículo a motor.
Con todo, mucho se ha hecho en España para reducir drásticamente el número de fallecidos en accidentes de coche, pues de las más de 9.000 personas muertas en 1989, cuando aún no alcanzábamos los 15 millones de vehículos, se ha pasado a poco más de 1.900, con el doble de vehículos en el parque móvil (31 millones). Sin embargo, los expertos predicen que en 2030 los accidentes de tráfico se convertirán en la quinta causa de muerte en el mundo. ¿Este problema puede arreglarse sólo con multas?
Se han elaborado en nuestro país distintas leyes de seguridad vial que inciden en lo que cada Gobierno ha considerado más efectivo para combatir esta lacra mortal de las carreteras. Todas, no obstante, se basan en aumentar la severidad de las sanciones, ampliar el catálogo de infracciones, castigar el consumo de alcohol y drogas en el conductor, rebajar la velocidad de circulación en todos los tramos de carretera, en especial las vías urbanas y las carreteras secundarias, crear nuevas normas de obligado cumplimiento (cinturones de seguridad, cascos en motoristas, sistemas de retención infantil, etc.) y, naturalmente, imponer multas de mayor cuantía (de hasta 1.000 euros).
Los medios para “cazar” al infractor también han aumentado exponencialmente, gracias a un mayor número de agentes de tráfico, coches patrullas visibles o camuflados, radares fijos y móviles y una flota creciente de helicópteros –cuya adquisición no está sujeta a las medidas de austeridad que afectan a los demás servicios públicos-, dotados con sistemas de captación de imágenes (sistema Pegasus) capaces de detectar desde centenares de metros de altura si un conductor se hurga la nariz, “whatsappea” por el móvil, se salta una señal o circula a velocidad mayor de la debida.
En su conjunto, se trata de medidas convencionales que persiguen, más que prever accidentes, recaudar ingresos que hagan “rentable” este imponente aparato de vigilancia-sancionador del tráfico rodado. ¿Son suficientes para atajar la sangría de muertos en las carreteras?
Evidentemente, no. Sirven para reducirlas hasta cierto límite, pero no para eliminarlas. De hecho, la implantación del carnet por puntos ha contribuido mucho más a bajar la siniestralidad de nuestras carreteras que esa mayor severidad coactiva de las multas.
Es decir, un mecanismo disuasorio, que no sustituye a la sanción económica, ha demostrado ser más efectivo que la simple multa al infractor, a quien se pilla “in fraganti” por tierra y aire, aunque no desde el mar. Todavía.
Y es que el problema de los accidentes de circulación no tiene una única causa, por mucho que se empeñe el Gobierno en señalar a los conductores y sus infracciones como el principal agente causal de los mismos.
A pesar de haber auténticos descerebrados al mando de máquinas incapaces de vencer las leyes de la física, éstos constituyen una minoría que denota los niveles educativos y de madurez de nuestra sociedad. También, incluso, el grado de progreso material.
Así lo demuestra el citado estudio de la OMS, que pone de manifiesto que en los países pobres se da un número de víctimas mayor que en los ricos. No es que los ricos conduzcan mejor, sino que disponen de mejores vehículos y, fundamentalmente, mejores infraestructuras.
La red vial española presenta, lamentablemente, demasiados “puntos negros”, tramos de carretera en los que se producen tres o más accidentes con víctimas (fallecidos o heridos) en el período de un año. En 2013, la DGT detectó 597 puntos negros en los que se produjeron 2.621 accidentes con 4.018 víctimas (32 fallecidos y 3.986 heridos).
Según un informe del club de Automovilistas Europeos Asociados (AEA) y el Ministerio de Fomento, el índice de peligrosidad medio de la Red de Carreteras del Estado, en el período 2008-2012, se ha mantenido estable respecto al quinquenio anterior.
No se ha “parcheado” ninguna de estas carreteras, pero se han comprado helicópteros, a pesar de que el estado del firme influye en la mayoría de los accidentes de tráfico. De hecho, cerca de la mitad de los accidentes se debe al mal estado de la vía y no al factor humano.
Si a ello unimos la voracidad recaudatoria de las distintas Administraciones con competencias sobre la circulación vial, comprenderemos que la prioridad de las autoridades no sea la Seguridad Vial, sino la obtención de ingresos, especialmente en estos tiempos en que la parálisis de la actividad económica (la famosa crisis) ha hecho caer los ingresos del Estado.
En Sevilla, por ejemplo, se han cursado órdenes de cobrar multas antiguas a sabiendas de que están prescritas, confiando en que la mayoría de los multados, asustados por las amenazas de embargo, no recurrirán y se avendrán a pagar.
En cualquier caso, nueve de cada diez conductores responden al apremio, aunque se ha dado el caso de un recurso ante Hacienda que ha obligado al Ayuntamiento hispalense a devolver el importe indebidamente cobrado. Son los menos, por lo que el balance (recaudatorio) es enormemente positivo para las arcas municipales.
Ese afán “depredador” contra el sufrido y perseguido conductor lleva a que se pierdan los papeles a la hora de “cazar” al automovilista que ingenuamente circula por las calles y carreteras de nuestro país.
Existen evidencias de agentes que se emboscan en lugares que no representan ningún peligro para el tráfico (cruces en polígonos industriales, tranquilas vías secundarias, avenidas de ciudades) con el fin de poner multas a diestro y siniestro, en vez de, por ejemplo, ubicarse en algunos de esos “puntos negros” en los que pueden prevenir accidentes.
Se ha llegado al extremo de observar policías ocultos tras contenedores de basura para sorprender con un radar portátil al que comete una infracción leve, pero que devenga ingresos. Son actitudes que demuestran el interés económico de quienes deberían velar por nuestra seguridad, previendo las causas de los accidentes y procurando que se eviten, y no esperando que ocurran para obtener liquidez.
Se prefiere subrayar la responsabilidad del conductor que comete una infracción con tal de imputarle una indemnización económica –una multa- en vez de determinar el agente causal del hecho, que podría recaer en el propio Estado por su dejación en el mantenimiento de la red viaria.
Ello no es óbice para castigar al que comete una infracción, pero no siempre el castigo se justifica con la falta, porque ésta obedece a otros factores extraños al conductor y que la política de seguridad vial del Gobierno se niega contemplar.
Vivimos inmersos en un mundo en que, como explica el filósofo Reyes Mate, las muertes en la carretera se asumen como un precio del progreso. Y símbolos elocuentes de ese progreso son el coche y la velocidad.
La publicidad nos promete coches cada vez más fiables, pero también más veloces y poderosos. Internet y las nuevas tecnologías reducen el tiempo y el espacio a la instantaneidad, hacen que superemos los límites espaciales y temporales.
Para el también filósofo madrileño Manuel García Morente, la relación entre modernidad y velocidad-prisa-coche no es casual, sino señal de nuestro tiempo. Es decir, se nos inculca el culto a la velocidad que lleva consigo el progreso.
Luchar contra los accidentes de circulación no es cuestión sólo de multas y vigilancia recaudatoria, sino sobre todo de modificar esos supuestos culturales que nos llevan adorar la velocidad y aceptar las muertes como inevitables consecuencias del progreso, ser cómplices de una siniestralidad admitida como parte integrante de la modernidad.
Lo más fácil son las multas. Lo difícil: prevenir y educar en otros valores, que ni le interesan a la industria que gira en torno al coche ni al Gobierno, que recauda con todo lo relacionado con él.
Los mecanismos y las causas para sorprenderte con una multa son sumamente probables y eficaces. Y cada año lo son más. En ello está empeñada la Dirección General de Tráfico (DGT) y la Policía Local de la mayoría de las ciudades: en acribillarte a multas, despojarte de los puntos del carnet y obligarte a pagar cursillos de recuperación de puntos. Es decir, todo al parecer se reduce a pagar. Supuestamente, por tu seguridad.
Lo cierto es que cada año, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), pierden la vida en las carreteras cerca de 1.300.000 personas, muchas más que en las guerras actuales o los asesinatos u homicidios criminales, a las que habría que sumar 30 y 50 millones anuales entre heridos y lesionados a causa de un accidente de tráfico.
Tal cifra de víctimas de la circulación supone un problema de salud pandémico, que cuesta erradicar más que la malaria, sobre todo si las terapias para conseguirlo consisten fundamentalmente en castigar económicamente al conductor de un vehículo a motor.
Con todo, mucho se ha hecho en España para reducir drásticamente el número de fallecidos en accidentes de coche, pues de las más de 9.000 personas muertas en 1989, cuando aún no alcanzábamos los 15 millones de vehículos, se ha pasado a poco más de 1.900, con el doble de vehículos en el parque móvil (31 millones). Sin embargo, los expertos predicen que en 2030 los accidentes de tráfico se convertirán en la quinta causa de muerte en el mundo. ¿Este problema puede arreglarse sólo con multas?
Se han elaborado en nuestro país distintas leyes de seguridad vial que inciden en lo que cada Gobierno ha considerado más efectivo para combatir esta lacra mortal de las carreteras. Todas, no obstante, se basan en aumentar la severidad de las sanciones, ampliar el catálogo de infracciones, castigar el consumo de alcohol y drogas en el conductor, rebajar la velocidad de circulación en todos los tramos de carretera, en especial las vías urbanas y las carreteras secundarias, crear nuevas normas de obligado cumplimiento (cinturones de seguridad, cascos en motoristas, sistemas de retención infantil, etc.) y, naturalmente, imponer multas de mayor cuantía (de hasta 1.000 euros).
Los medios para “cazar” al infractor también han aumentado exponencialmente, gracias a un mayor número de agentes de tráfico, coches patrullas visibles o camuflados, radares fijos y móviles y una flota creciente de helicópteros –cuya adquisición no está sujeta a las medidas de austeridad que afectan a los demás servicios públicos-, dotados con sistemas de captación de imágenes (sistema Pegasus) capaces de detectar desde centenares de metros de altura si un conductor se hurga la nariz, “whatsappea” por el móvil, se salta una señal o circula a velocidad mayor de la debida.
En su conjunto, se trata de medidas convencionales que persiguen, más que prever accidentes, recaudar ingresos que hagan “rentable” este imponente aparato de vigilancia-sancionador del tráfico rodado. ¿Son suficientes para atajar la sangría de muertos en las carreteras?
Evidentemente, no. Sirven para reducirlas hasta cierto límite, pero no para eliminarlas. De hecho, la implantación del carnet por puntos ha contribuido mucho más a bajar la siniestralidad de nuestras carreteras que esa mayor severidad coactiva de las multas.
Es decir, un mecanismo disuasorio, que no sustituye a la sanción económica, ha demostrado ser más efectivo que la simple multa al infractor, a quien se pilla “in fraganti” por tierra y aire, aunque no desde el mar. Todavía.
Y es que el problema de los accidentes de circulación no tiene una única causa, por mucho que se empeñe el Gobierno en señalar a los conductores y sus infracciones como el principal agente causal de los mismos.
A pesar de haber auténticos descerebrados al mando de máquinas incapaces de vencer las leyes de la física, éstos constituyen una minoría que denota los niveles educativos y de madurez de nuestra sociedad. También, incluso, el grado de progreso material.
Así lo demuestra el citado estudio de la OMS, que pone de manifiesto que en los países pobres se da un número de víctimas mayor que en los ricos. No es que los ricos conduzcan mejor, sino que disponen de mejores vehículos y, fundamentalmente, mejores infraestructuras.
La red vial española presenta, lamentablemente, demasiados “puntos negros”, tramos de carretera en los que se producen tres o más accidentes con víctimas (fallecidos o heridos) en el período de un año. En 2013, la DGT detectó 597 puntos negros en los que se produjeron 2.621 accidentes con 4.018 víctimas (32 fallecidos y 3.986 heridos).
Según un informe del club de Automovilistas Europeos Asociados (AEA) y el Ministerio de Fomento, el índice de peligrosidad medio de la Red de Carreteras del Estado, en el período 2008-2012, se ha mantenido estable respecto al quinquenio anterior.
No se ha “parcheado” ninguna de estas carreteras, pero se han comprado helicópteros, a pesar de que el estado del firme influye en la mayoría de los accidentes de tráfico. De hecho, cerca de la mitad de los accidentes se debe al mal estado de la vía y no al factor humano.
Si a ello unimos la voracidad recaudatoria de las distintas Administraciones con competencias sobre la circulación vial, comprenderemos que la prioridad de las autoridades no sea la Seguridad Vial, sino la obtención de ingresos, especialmente en estos tiempos en que la parálisis de la actividad económica (la famosa crisis) ha hecho caer los ingresos del Estado.
En Sevilla, por ejemplo, se han cursado órdenes de cobrar multas antiguas a sabiendas de que están prescritas, confiando en que la mayoría de los multados, asustados por las amenazas de embargo, no recurrirán y se avendrán a pagar.
En cualquier caso, nueve de cada diez conductores responden al apremio, aunque se ha dado el caso de un recurso ante Hacienda que ha obligado al Ayuntamiento hispalense a devolver el importe indebidamente cobrado. Son los menos, por lo que el balance (recaudatorio) es enormemente positivo para las arcas municipales.
Ese afán “depredador” contra el sufrido y perseguido conductor lleva a que se pierdan los papeles a la hora de “cazar” al automovilista que ingenuamente circula por las calles y carreteras de nuestro país.
Existen evidencias de agentes que se emboscan en lugares que no representan ningún peligro para el tráfico (cruces en polígonos industriales, tranquilas vías secundarias, avenidas de ciudades) con el fin de poner multas a diestro y siniestro, en vez de, por ejemplo, ubicarse en algunos de esos “puntos negros” en los que pueden prevenir accidentes.
Se ha llegado al extremo de observar policías ocultos tras contenedores de basura para sorprender con un radar portátil al que comete una infracción leve, pero que devenga ingresos. Son actitudes que demuestran el interés económico de quienes deberían velar por nuestra seguridad, previendo las causas de los accidentes y procurando que se eviten, y no esperando que ocurran para obtener liquidez.
Se prefiere subrayar la responsabilidad del conductor que comete una infracción con tal de imputarle una indemnización económica –una multa- en vez de determinar el agente causal del hecho, que podría recaer en el propio Estado por su dejación en el mantenimiento de la red viaria.
Ello no es óbice para castigar al que comete una infracción, pero no siempre el castigo se justifica con la falta, porque ésta obedece a otros factores extraños al conductor y que la política de seguridad vial del Gobierno se niega contemplar.
Vivimos inmersos en un mundo en que, como explica el filósofo Reyes Mate, las muertes en la carretera se asumen como un precio del progreso. Y símbolos elocuentes de ese progreso son el coche y la velocidad.
La publicidad nos promete coches cada vez más fiables, pero también más veloces y poderosos. Internet y las nuevas tecnologías reducen el tiempo y el espacio a la instantaneidad, hacen que superemos los límites espaciales y temporales.
Para el también filósofo madrileño Manuel García Morente, la relación entre modernidad y velocidad-prisa-coche no es casual, sino señal de nuestro tiempo. Es decir, se nos inculca el culto a la velocidad que lleva consigo el progreso.
Luchar contra los accidentes de circulación no es cuestión sólo de multas y vigilancia recaudatoria, sino sobre todo de modificar esos supuestos culturales que nos llevan adorar la velocidad y aceptar las muertes como inevitables consecuencias del progreso, ser cómplices de una siniestralidad admitida como parte integrante de la modernidad.
Lo más fácil son las multas. Lo difícil: prevenir y educar en otros valores, que ni le interesan a la industria que gira en torno al coche ni al Gobierno, que recauda con todo lo relacionado con él.
DANIEL GUERRERO