El 1 de septiembre de 1939, hace sólo 75 años, Hitler desencadenó su ataque sobre Polonia, dando lugar a la Segunda Guerra Mundial. Ya desde antes Europa estuvo jalonada de conflictos bélicos que convirtieron al siglo XX en el más violento de la Historia.
Un simple repaso a la centuria demuestra cómo las guerras han sido una constante en la configuración de un continente convulso. Desde la revolución bolchevique, las diversas guerras de los Balcanes y la desmembración del Imperio Otomano, la fraticida Guerra Civil española, la desintegración de Yugoslavia con el enfrentamiento sangriento entre bosnios, serbios, croatas y albaneses, la guerra de Chechena y, desde luego, la Primera y Segunda Guerras Mundiales, entre otras de menor trascendencia pero no menor violencia, marcan este solar con el estruendo de las bombas y el fuego.
Entre la Primera y Segunda Guerras Mundiales no media más que 20 años en los que Europa nada hizo por resolver pacíficamente sus conflictos y ambiciones territoriales. Parecía empeñada en retomar una y otra vez las armas como único modo de construir su identidad continental.
El asesinato del archiduque Francisco Fernando, heredero del Imperio Austro-Húngaro, cuando visitaba Sarajevo, hizo estallar la Primera Guerra Mundial entre las potencias de la Triple Alianza (Alemania. Imperio Austro-Húngaro e Italia) y la Triple Entente (Inglaterra, Francia y Rusia, a las que se unió Estados Unidos más tarde), que buscaban asegurar el control de sus colonias y disponer de las ricas fuentes de materias primas que garantizarían la prosperidad de las potencias imperialistas que dominaban aquel escenario.
Ningún enfrentamiento bélico había sido tan mortífero y salvaje como esas Guerras Mundiales. Pero el horror llegaría hasta el paroxismo en la Segunda Guerra Mundial, en que la locura nazi hizo arder el Continente entero para finalmente ser sofocado cuando se extendía hacia oriente, tras calcinar desde España a Polonia con las llamas de una violencia jamás conocida y que se materializaría con el holocausto judío y los campos para el exterminio sistematizado.
España, en aquella ocasión, se posicionó a favor del saludo hitleriano, que el dictador Francisco Franco remedaba cual monigote, sin siquiera ofrecer reparos a la utilización de la península como zona de tránsito hacia África de tropas de la retaguardia alemana, por mera simpatía fascista, e incluso celebrando la “ayuda” nazi para bombardear ciudades del bando republicano, como Guernika, que hace aullar al caballo de Picasso con el grito sordo que no se oye, pero estremece, como explica Reyes Mate al hablar de memoria y justicia.
Este 1 de septiembre se han celebrado grandes homenajes periodísticos a una de las guerras más irracionales (si es que existe alguna guerra racional, en la que matar sea instrumento de convivencia) para cincelar a cañonazos la identidad que hoy nos caracteriza como estados-nación y que pone las bases del estatus del ciudadano.
La evolución bélica de los imperios y la permanente amenaza de la guerra obligan acordar relaciones internacionales y leyes que reconocen la soberanía nacional y derechos constitucionales, que buscan la estabilidad y seguridad jurídicas, pero que siempre están sujetos a los intereses de las grandes potencias que dominan el tablero donde participamos de una partida que se juega sin nuestro concurso, pero que determina nuestro presente y futuro.
Recordar el inicio de la Segunda Guerra Mundial sólo tendrá sentido si asumimos aquella locura, en la que millones de personas inocentes fueron asesinadas por simple fanatismo étnico y embriaguez bélica, para desentumecer nuestra sensibilidad y descubrir, como explica Tadeusz Borowski, que “no hay belleza si está basada en el sufrimiento humano. No puede haber verdad que silencie el dolor ajeno. No puede llamarse bondad a lo que permite que otros sientan dolor”. Es decir, si sirve para pensar de manera distinta de lo que nos condujo a la barbarie.
Un simple repaso a la centuria demuestra cómo las guerras han sido una constante en la configuración de un continente convulso. Desde la revolución bolchevique, las diversas guerras de los Balcanes y la desmembración del Imperio Otomano, la fraticida Guerra Civil española, la desintegración de Yugoslavia con el enfrentamiento sangriento entre bosnios, serbios, croatas y albaneses, la guerra de Chechena y, desde luego, la Primera y Segunda Guerras Mundiales, entre otras de menor trascendencia pero no menor violencia, marcan este solar con el estruendo de las bombas y el fuego.
Entre la Primera y Segunda Guerras Mundiales no media más que 20 años en los que Europa nada hizo por resolver pacíficamente sus conflictos y ambiciones territoriales. Parecía empeñada en retomar una y otra vez las armas como único modo de construir su identidad continental.
El asesinato del archiduque Francisco Fernando, heredero del Imperio Austro-Húngaro, cuando visitaba Sarajevo, hizo estallar la Primera Guerra Mundial entre las potencias de la Triple Alianza (Alemania. Imperio Austro-Húngaro e Italia) y la Triple Entente (Inglaterra, Francia y Rusia, a las que se unió Estados Unidos más tarde), que buscaban asegurar el control de sus colonias y disponer de las ricas fuentes de materias primas que garantizarían la prosperidad de las potencias imperialistas que dominaban aquel escenario.
Ningún enfrentamiento bélico había sido tan mortífero y salvaje como esas Guerras Mundiales. Pero el horror llegaría hasta el paroxismo en la Segunda Guerra Mundial, en que la locura nazi hizo arder el Continente entero para finalmente ser sofocado cuando se extendía hacia oriente, tras calcinar desde España a Polonia con las llamas de una violencia jamás conocida y que se materializaría con el holocausto judío y los campos para el exterminio sistematizado.
España, en aquella ocasión, se posicionó a favor del saludo hitleriano, que el dictador Francisco Franco remedaba cual monigote, sin siquiera ofrecer reparos a la utilización de la península como zona de tránsito hacia África de tropas de la retaguardia alemana, por mera simpatía fascista, e incluso celebrando la “ayuda” nazi para bombardear ciudades del bando republicano, como Guernika, que hace aullar al caballo de Picasso con el grito sordo que no se oye, pero estremece, como explica Reyes Mate al hablar de memoria y justicia.
Este 1 de septiembre se han celebrado grandes homenajes periodísticos a una de las guerras más irracionales (si es que existe alguna guerra racional, en la que matar sea instrumento de convivencia) para cincelar a cañonazos la identidad que hoy nos caracteriza como estados-nación y que pone las bases del estatus del ciudadano.
La evolución bélica de los imperios y la permanente amenaza de la guerra obligan acordar relaciones internacionales y leyes que reconocen la soberanía nacional y derechos constitucionales, que buscan la estabilidad y seguridad jurídicas, pero que siempre están sujetos a los intereses de las grandes potencias que dominan el tablero donde participamos de una partida que se juega sin nuestro concurso, pero que determina nuestro presente y futuro.
Recordar el inicio de la Segunda Guerra Mundial sólo tendrá sentido si asumimos aquella locura, en la que millones de personas inocentes fueron asesinadas por simple fanatismo étnico y embriaguez bélica, para desentumecer nuestra sensibilidad y descubrir, como explica Tadeusz Borowski, que “no hay belleza si está basada en el sufrimiento humano. No puede haber verdad que silencie el dolor ajeno. No puede llamarse bondad a lo que permite que otros sientan dolor”. Es decir, si sirve para pensar de manera distinta de lo que nos condujo a la barbarie.
DANIEL GUERRERO