Cuando en España se habla de corrupción en realidad se habla de política. Da igual en qué ámbito se produzca, pues el tamiz de la crítica partidista siempre aparece, como una revancha a posteriori, un “ya lo dije yo”, un arma arrojadiza que distrae de las miserias propias.
Sin embargo, en este país nunca se ha abordado el concepto y la práctica de la corrupción como tal, desde una perspectiva cívica que ahonde en sus causas y motivaciones, y desde la que se condene con coherencia cualquier tipo de comportamiento poco ético de instituciones e individuos.
Decía recientemente Julio Anguita en una entrevista que esta es “una sociedad fundamentalmente corrupta, con anclajes en el mundo diario”, y que por ello la regeneración de los partidos políticos siempre ha sido y será una quimera. Cómo exigir ejemplaridad cuando todos parecemos obedecer a una misma lógica del “si lo hace ese por qué no lo voy a hacer yo”.
El penúltimo escándalo en ese cortijo infame llamado Bankia, por el que los consejeros de la caja (incluidos sindicalistas y militantes de PSOE e IU) habrían gastado hasta 15 millones de euros en diez años a través de tarjetas de crédito in black (libre de impuestos, en resumen) para gastos personales (además de los abultados sueldos y dietas por asistir a los consejos), nos sitúa en la tesitura moral de cuál hubiese sido nuestra respuesta.
Sí, desde la posición de ciudadanos atosigados por impuestos, subida de precios en los servicios básicos y sueldos exiguos, la cuestión está clara: son todos unos sinvergüenzas sin escrúpulos. Ahora bien, ¿dónde quedan los valores cuando el beneficio repercute en uno mismo?
Con total seguridad, el funcionario que hace fotocopias en la oficina para no comprarle cartuchos de tinta a su impresora doméstica, o el médico que se hace un botiquín con productos del hospital, o el que finge una enfermedad para prolongar una baja laboral, consideran que sus actos no tienen ninguna relación con el enriquecimiento sin contemplaciones de políticos, banqueros y empresarios. Y es cierto que el grado de corrupción no es comparable. Pero la cuestión no reside en cuánto se roba, sino en por qué se roba.
No sé si España es un país fundamentalmente corrupto, pero basta conversar con amigos, familiares y conocidos para percatarse que la corrupción es un hecho cotidiano, fundado en la escasa consideración de los valores comunitarios, en la debilidad de los lazos que sujetan la convivencia social.
Y, lamentablemente, esto no se soluciona con la dimisión de un líder político que al día siguiente será recolocado en un consejo de administración cualquiera. De poco nos sirve la dimisión de Ana Mato por la llegada del ébola a España, o el cambio de fichas en las secretarías generales de los partidos vendidas como regeneraciones.
Se trata de algo mucho más arraigado en la sociedad que nos enfrenta a nuestro propio reflejo. Ese que plantea la eterna pregunta: ¿qué habría hecho yo?
Sin embargo, en este país nunca se ha abordado el concepto y la práctica de la corrupción como tal, desde una perspectiva cívica que ahonde en sus causas y motivaciones, y desde la que se condene con coherencia cualquier tipo de comportamiento poco ético de instituciones e individuos.
Decía recientemente Julio Anguita en una entrevista que esta es “una sociedad fundamentalmente corrupta, con anclajes en el mundo diario”, y que por ello la regeneración de los partidos políticos siempre ha sido y será una quimera. Cómo exigir ejemplaridad cuando todos parecemos obedecer a una misma lógica del “si lo hace ese por qué no lo voy a hacer yo”.
El penúltimo escándalo en ese cortijo infame llamado Bankia, por el que los consejeros de la caja (incluidos sindicalistas y militantes de PSOE e IU) habrían gastado hasta 15 millones de euros en diez años a través de tarjetas de crédito in black (libre de impuestos, en resumen) para gastos personales (además de los abultados sueldos y dietas por asistir a los consejos), nos sitúa en la tesitura moral de cuál hubiese sido nuestra respuesta.
Sí, desde la posición de ciudadanos atosigados por impuestos, subida de precios en los servicios básicos y sueldos exiguos, la cuestión está clara: son todos unos sinvergüenzas sin escrúpulos. Ahora bien, ¿dónde quedan los valores cuando el beneficio repercute en uno mismo?
Con total seguridad, el funcionario que hace fotocopias en la oficina para no comprarle cartuchos de tinta a su impresora doméstica, o el médico que se hace un botiquín con productos del hospital, o el que finge una enfermedad para prolongar una baja laboral, consideran que sus actos no tienen ninguna relación con el enriquecimiento sin contemplaciones de políticos, banqueros y empresarios. Y es cierto que el grado de corrupción no es comparable. Pero la cuestión no reside en cuánto se roba, sino en por qué se roba.
No sé si España es un país fundamentalmente corrupto, pero basta conversar con amigos, familiares y conocidos para percatarse que la corrupción es un hecho cotidiano, fundado en la escasa consideración de los valores comunitarios, en la debilidad de los lazos que sujetan la convivencia social.
Y, lamentablemente, esto no se soluciona con la dimisión de un líder político que al día siguiente será recolocado en un consejo de administración cualquiera. De poco nos sirve la dimisión de Ana Mato por la llegada del ébola a España, o el cambio de fichas en las secretarías generales de los partidos vendidas como regeneraciones.
Se trata de algo mucho más arraigado en la sociedad que nos enfrenta a nuestro propio reflejo. Ese que plantea la eterna pregunta: ¿qué habría hecho yo?
JESÚS C. ÁLVAREZ