Vivimos el fin de las certidumbres, de las ideas rotundas que daban explicación a todas las dudas, de las posiciones firmes frente a los retos y obstáculos de la existencia. Se derrumban las convicciones al mismo tiempo que caen los mitos del pedestal intocable al que los habíamos subido.
Apenas quedan valores que no se justifiquen por su utilitarismo práctico antes que por inculcar un deber ético en las conductas. Ni siquiera las formaciones que acogían los empeños colectivos por mejorar representan más que su mera supervivencia orgánica, han mutado de instrumentos a fines en sí mismos, renunciando a la búsqueda de horizontes de emancipación para los que fueron creados.
La anomia emergió temprano como síntoma en una sociedad huérfana de utopías para luego evolucionar en frustración, repudio y desafección ciudadana de la política, los políticos y hasta de la propia democracia.
Alcanzamos tal punto de confusión que ya no sabemos cómo recuperar las viejas ilusiones ni para qué adherirse a proyectos que procuren el progreso y el bienestar de todos. Estamos hartos. Y cansados.
Los partidos convencionales se están pudriendo en su propia corrupción y los padres de la patria, los que antaño prometieron libertad y democracia, nos ofrecen hoy el espectáculo indigno de estar infectados de avaricia y mezquindad.
Utilizaron las instituciones en beneficio partidista o, lo que es peor, en su lucro personal, sin importarles traicionar la confianza de quienes creyeron sus promesas y refrendaron aquellos programas que prometían cambio, honradez y progreso. Todo fue una gran mentira. Se burlaron del pueblo.
Y enseguida se instalaron en las estructuras del Estado, las transformaron en una intrincada red clientelar, cual tela de araña, que atrapa toda buena intención, todo afán de servicio y toda noble propuesta para que no perjudique intereses creados, vicios y corruptelas.
Todo lo pudrieron. Desde la base hasta la cúspide del Estado, todo está corroído por el mal incurable, impune, de los saqueadores del erario y los detentadores vampíricos de privilegios y prebendas. No hay iniciativa oficial, en todos los niveles de cualquier administración, que no venga contaminada por el virus del amiguismo, del provecho partidista y de la oportunidad de enriquecimiento espurio para alguien o muchos.
Ni un paso de peatones se pinta en este país si no genera réditos a sus impulsores, ya sea en la intermediación en la adquisición de la pintura o en la compra de votos de los vecinos que resultarán beneficiados por la medida.
Nada se hace por simple obligación de atender una necesidad, resolver un problema, sino por cálculos ajenos a las cuestiones abordadas y las preocupaciones ciudadanas. La opacidad y la desfachatez brillan en los usos y manejos de ayuntamientos, comunidades o gobiernos que, tras el teatro deplorable de unas elecciones, se emplean a lo suyo, exclusivamente a lo suyo, no a lo de todos, relegando compromisos y contratos programáticos con los electores.
Van a lo que van, a relacionarse con esa élite social, económica y política –tres etiquetas para los mismos rostros– que impone sus posiciones de dominio, sus normas y sus chanchullos, con los que se garantizan el control y el poder sempiterno, gobierne quien gobierne.
Para ellos, para los pertenecientes a esa élite, no existe la transparencia ni la regeneración, palabras manoseadas por ilusionistas expertos en el maquiavélico arte de cambiarlo todo para que nada cambie. Nos vuelven a engañar con falsas promesas y nuevos eslóganes electorales.
El desinterés y los desengaños favorecen los populismos de toda condición, de todo signo: de derechas e izquierdas. Surgen oportunamente, como setas en otoño, los salvadores melifluos que barrerán la podredumbre, limpiarán las estructuras, abrirán puertas y ventanas para que todo se airee y desaparezca el olor hediondo de la corrupción y los abusos de una “casta” parasitaria que provoca anemia en lo público y hastío en los ciudadanos.
Mientras unos se justifican por las dependencias de la globalización y las herencias recibidas, otros aseguran un nuevo orden, una nueva economía y otras políticas, reproduciendo viejos modos a la hora de conformar la musculatura que necesitarán para tan titánico esfuerzo, para formar los núcleos que dirigirán los nuevos proyectos y determinar quiénes compondrán la foto.
Nacen del descontento de la gente, afloran de las muestras de desprecio colectivo hacia los tiranos que consiguieron el voto y se aprovechan del hambre de los que sueñan con justicia, igualdad, prosperidad y libertad.
Cabalgan a lomos de los descreídos a través de las nuevas tecnologías y de las técnicas asamblearias, más manipulables que los escrutinios con cartulina a la vieja usanza. Se lo hemos puesto fácil entre unos y otros: unos, por su desfachatez; y otros, por su dejadez.
Con recelos a las ideologías, desconfianzas en las instituciones y los políticos y temores a un porvenir incierto que sólo anuncia regresión, empobrecimiento y abandono de cada cual a su suerte, el color de estos tiempos se vuelve gris, gris de suciedad y confusión, y el que surge de la mezcla del negro del pesimismo más absoluto con el blanco del optimismo más buenintencionado.
Y es que ni la economía –subordinada al mercado y no a los ciudadanos–, ni la política –secuestrada por profesionales partidistas de la avaricia–, ni siquiera la religión –consoladora de los oprimidos que no hallan razón– pueden aportar motivos para la esperanza de una población explotada, desfavorecida y utilizada por todos. Es el tiempo gris de la orfandad de cualquier utopía y de la confusión por la pérdida de las certidumbres.
Apenas quedan valores que no se justifiquen por su utilitarismo práctico antes que por inculcar un deber ético en las conductas. Ni siquiera las formaciones que acogían los empeños colectivos por mejorar representan más que su mera supervivencia orgánica, han mutado de instrumentos a fines en sí mismos, renunciando a la búsqueda de horizontes de emancipación para los que fueron creados.
La anomia emergió temprano como síntoma en una sociedad huérfana de utopías para luego evolucionar en frustración, repudio y desafección ciudadana de la política, los políticos y hasta de la propia democracia.
Alcanzamos tal punto de confusión que ya no sabemos cómo recuperar las viejas ilusiones ni para qué adherirse a proyectos que procuren el progreso y el bienestar de todos. Estamos hartos. Y cansados.
Los partidos convencionales se están pudriendo en su propia corrupción y los padres de la patria, los que antaño prometieron libertad y democracia, nos ofrecen hoy el espectáculo indigno de estar infectados de avaricia y mezquindad.
Utilizaron las instituciones en beneficio partidista o, lo que es peor, en su lucro personal, sin importarles traicionar la confianza de quienes creyeron sus promesas y refrendaron aquellos programas que prometían cambio, honradez y progreso. Todo fue una gran mentira. Se burlaron del pueblo.
Y enseguida se instalaron en las estructuras del Estado, las transformaron en una intrincada red clientelar, cual tela de araña, que atrapa toda buena intención, todo afán de servicio y toda noble propuesta para que no perjudique intereses creados, vicios y corruptelas.
Todo lo pudrieron. Desde la base hasta la cúspide del Estado, todo está corroído por el mal incurable, impune, de los saqueadores del erario y los detentadores vampíricos de privilegios y prebendas. No hay iniciativa oficial, en todos los niveles de cualquier administración, que no venga contaminada por el virus del amiguismo, del provecho partidista y de la oportunidad de enriquecimiento espurio para alguien o muchos.
Ni un paso de peatones se pinta en este país si no genera réditos a sus impulsores, ya sea en la intermediación en la adquisición de la pintura o en la compra de votos de los vecinos que resultarán beneficiados por la medida.
Nada se hace por simple obligación de atender una necesidad, resolver un problema, sino por cálculos ajenos a las cuestiones abordadas y las preocupaciones ciudadanas. La opacidad y la desfachatez brillan en los usos y manejos de ayuntamientos, comunidades o gobiernos que, tras el teatro deplorable de unas elecciones, se emplean a lo suyo, exclusivamente a lo suyo, no a lo de todos, relegando compromisos y contratos programáticos con los electores.
Van a lo que van, a relacionarse con esa élite social, económica y política –tres etiquetas para los mismos rostros– que impone sus posiciones de dominio, sus normas y sus chanchullos, con los que se garantizan el control y el poder sempiterno, gobierne quien gobierne.
Para ellos, para los pertenecientes a esa élite, no existe la transparencia ni la regeneración, palabras manoseadas por ilusionistas expertos en el maquiavélico arte de cambiarlo todo para que nada cambie. Nos vuelven a engañar con falsas promesas y nuevos eslóganes electorales.
El desinterés y los desengaños favorecen los populismos de toda condición, de todo signo: de derechas e izquierdas. Surgen oportunamente, como setas en otoño, los salvadores melifluos que barrerán la podredumbre, limpiarán las estructuras, abrirán puertas y ventanas para que todo se airee y desaparezca el olor hediondo de la corrupción y los abusos de una “casta” parasitaria que provoca anemia en lo público y hastío en los ciudadanos.
Mientras unos se justifican por las dependencias de la globalización y las herencias recibidas, otros aseguran un nuevo orden, una nueva economía y otras políticas, reproduciendo viejos modos a la hora de conformar la musculatura que necesitarán para tan titánico esfuerzo, para formar los núcleos que dirigirán los nuevos proyectos y determinar quiénes compondrán la foto.
Nacen del descontento de la gente, afloran de las muestras de desprecio colectivo hacia los tiranos que consiguieron el voto y se aprovechan del hambre de los que sueñan con justicia, igualdad, prosperidad y libertad.
Cabalgan a lomos de los descreídos a través de las nuevas tecnologías y de las técnicas asamblearias, más manipulables que los escrutinios con cartulina a la vieja usanza. Se lo hemos puesto fácil entre unos y otros: unos, por su desfachatez; y otros, por su dejadez.
Con recelos a las ideologías, desconfianzas en las instituciones y los políticos y temores a un porvenir incierto que sólo anuncia regresión, empobrecimiento y abandono de cada cual a su suerte, el color de estos tiempos se vuelve gris, gris de suciedad y confusión, y el que surge de la mezcla del negro del pesimismo más absoluto con el blanco del optimismo más buenintencionado.
Y es que ni la economía –subordinada al mercado y no a los ciudadanos–, ni la política –secuestrada por profesionales partidistas de la avaricia–, ni siquiera la religión –consoladora de los oprimidos que no hallan razón– pueden aportar motivos para la esperanza de una población explotada, desfavorecida y utilizada por todos. Es el tiempo gris de la orfandad de cualquier utopía y de la confusión por la pérdida de las certidumbres.
DANIEL GUERRERO