Nunca he encontrado inconveniente alguno en el hecho de ponerle nombre de persona a una mascota. Tuve un pez que se llamó Manuel –aunque en casa le decíamos "Manolo" porque era como de la familia– y una gata a la que le pusimos Christie por el juego de palabras.
Hace unos años decidí dar el salto al mundo de las mascotas aladas y me compré un loro con un plumaje tan señorial que no tuve más remedio que añadir dos apellidos después de su nombre: Alfredo González León.
Alfredo era la envidia de todos los canarios y periquitos de la comunidad, que lo miraban recelosos desde sus minúsculas jaulas disfrutar del loft a doble altura amueblado al que se asemejaba la suya.
Con el tiempo, fui cogiéndole un cariño tal que, a pesar de que siempre he estado soltero, llegué a tratarlo como si de mi hijo se tratase; y como todo buen padre quiere para sus vástagos, al menos en la teoría, la mejor de las educaciones, no dudé en matricularlo en el instituto que había a dos manzanas de mi casa y que tan buenos resultados académicos había obtenido desde la implantación de la LOGSE
El cambio de la jaula al aula fue complicado para Alfredo. El primer día de clase tuvimos que soportar las miradas inquisidoras del resto de los alumnos, de sus familias y de los profesores del centro, que no daban crédito a la condición alada del nuevo alumno del instituto.
En Secretaría me recriminaron la ocurrencia de haber matriculado a un loro ocupando una plaza que podría estar disfrutando cualquier niño residente en la zona o hermano menor de otro alumno ya matriculado; pero alegué que el día que di sus datos para la matrícula, nadie puso ningún impedimento a Alfredo González León.
La discusión concluyó en el despacho del director quien, temiendo las posibles repercusiones mediáticas y políticas que la discriminación de Alfredo suponían en la escuela inclusiva de la que estaba tan orgulloso, optó por matricular al loro como un alumno más.
El primer curso de la ESO fue un desastre para mi ornitológico hijo. Fueron muchos los partes de incidencia que, firmados por casi la totalidad de profesores del equipo educativo de la clase de Alfredo, me llegaron a casa: comía pipas en clase, se hacía caca en las mesas de sus compañeros y nunca llevaba hecha la tarea a pesar de que yo le preguntaba cada tarde: “¿Has hecho los deberes?”, a lo que me respondía: “hecho deberes”.
Como no podía ser de otra manera, Alfredo repitió curso. Para mí fue una decepción enorme: uno pone en su hijo todas las expectativas que, por este o aquel motivo, no ha sido capaz de alcanzar en la vida. Yo nunca fui un buen estudiante, y no quería por nada del mundo que Alfredo siguiese mis pasos, así que le animé a que en esa segunda oportunidad que le daban repitiendo se esforzase todo lo posible y consiguiese sacar el curso adelante; pero mis consejos, charlas y súplicas cayeron en saco roto; Alfredo volvió a suspender primero de ESO al año siguiente y pasó a segundo con todas las asignaturas pendientes.
En mis múltiples charlas con el tutor y la orientadora siempre salían a relucir los mismos temas: que estaba en una edad muy complicada, que le estaba costando mucho trabajo asimilar el cambio de la jaula al aula, que debía contar con un espacio de estudio propio (para lo cual compré una pequeña mesa de estudio con un flexo a juego en una tienda de mascotas) y que, probablemente, la falta de una figura materna en el seno familiar era un factor clave para explicar su mal comportamiento en clase.
Espoleado por las medidas de seguimiento que, desde el Departamento de Orientación, obligaron a los profesores a cumplir, Alfredo fue mejorando durante el segundo curso de la Educación Secundaria Obligatoria: dejó de comer pipas durante las horas de clase y consiguió refrenar su adicción hasta que llegase el recreo. Dejó de revolotear por las mesas de los compañeros y, lo que es más importante, comenzó a estudiar.
Los escasos avances, siendo sinceros, que lograba Alfredo eran muy tenidos en cuenta por el claustro de profesores del centro. En la mayoría de asignaturas, Alfredo tenía una adaptación curricular del contenido, que se amoldaba a las peculiaridades de mi vástago y a su nivel de conocimientos y esfuerzo.
Lengua y Literatura, por ejemplo, la aprobó gracias a su pico de oro, Educación Física, gracias a su habilidad para caminar sobre la barra fija; para Ciencias Naturales, en cambio, se tuvo que esforzar más, dado que al profesor en cuestión, que yo creo que le tenía cierta animadversión, no le bastaba con que supiese diferenciar las pipas de girasol del alpiste, sino que le hizo diferenciar entre sí varios tipos de pipas y varios de alpiste.
El caso es que tras repetir también segundo de la ESO y teniendo en cuenta su buena predisposición al aprendizaje, buen comportamiento, evolución positiva y situación familiar desestructurada, Alfredo, en su cuarto año en el instituto, pasó a tercero por imperativo legal, pero dentro del programa de Diversificación Curricular.
¡Qué orgullo! Mi hijo, mi Alfredito, afrontando ya el segundo ciclo de la Educación Secundaria Obligatoria española. En “Diver, rooar”, como él la llamaba, tenían determinadas asignaturas fusionadas en “Ámbitos”. Así, Lengua y Ciencias Sociales conformaban el Ámbito sociolingüístico; y Matemáticas y Ciencias Naturales el Ámbito científico tecnológico, pero mi hijo, y esto era algo en lo que coincidía la orientadora, había cambiado para bien, había madurado.
Cuando en Ámbito sociolingüístico explicaba el profesor que Lorca era un poeta de la Generación del veintisiete, Alfredo contestaba orgulloso: Lorca, Generación del veintisiete. Y cuando intentaba que el resto de la clase comprendiese que los fonemas son las unidades más pequeñas de la lengua sin significado, él respondía: ¡Fonemas! La sintaxis, la verdad, no se le daba nada bien. Yo, en casa, intentaba ayudarlo, pero no conseguía que cogiese siquiera el bolígrafo, él era más de explicaciones orales.
Alfredo aprobó tercero de diversificación gracias a su desparpajo oral, pues repetía a la perfección la lección que le explicaban los profesores; a su buen comportamiento en clase (me contaban, incluso, que a veces agachaba la cabeza para que le rascara debajo del plumaje el profesor de inglés) y, también he de decirlo, a cierta dejadez de funciones de algunos profesores que le daban clase a primera o última hora de la mañana.
Un año más tarde, y siguiendo con esta línea evolutiva escolar, Alfredo llegó a ser el mejor de su clase en el último año de su paso por el instituto. Era un alumno popular, querido por el resto de sus compañeros, que incluso lo eligieron delegado de clase y estuvo a un par de votos de entrar en el Consejo Escolar.
Nunca olvidaré el día de su graduación. Eso es algo que recuerdo cada vez que, en el salón, veo en el lugar que antes ocupaba su jaula, el título de Graduado en Educación Secundaria de Alfredo González León.
Hace unos años decidí dar el salto al mundo de las mascotas aladas y me compré un loro con un plumaje tan señorial que no tuve más remedio que añadir dos apellidos después de su nombre: Alfredo González León.
Alfredo era la envidia de todos los canarios y periquitos de la comunidad, que lo miraban recelosos desde sus minúsculas jaulas disfrutar del loft a doble altura amueblado al que se asemejaba la suya.
Con el tiempo, fui cogiéndole un cariño tal que, a pesar de que siempre he estado soltero, llegué a tratarlo como si de mi hijo se tratase; y como todo buen padre quiere para sus vástagos, al menos en la teoría, la mejor de las educaciones, no dudé en matricularlo en el instituto que había a dos manzanas de mi casa y que tan buenos resultados académicos había obtenido desde la implantación de la LOGSE
El cambio de la jaula al aula fue complicado para Alfredo. El primer día de clase tuvimos que soportar las miradas inquisidoras del resto de los alumnos, de sus familias y de los profesores del centro, que no daban crédito a la condición alada del nuevo alumno del instituto.
En Secretaría me recriminaron la ocurrencia de haber matriculado a un loro ocupando una plaza que podría estar disfrutando cualquier niño residente en la zona o hermano menor de otro alumno ya matriculado; pero alegué que el día que di sus datos para la matrícula, nadie puso ningún impedimento a Alfredo González León.
La discusión concluyó en el despacho del director quien, temiendo las posibles repercusiones mediáticas y políticas que la discriminación de Alfredo suponían en la escuela inclusiva de la que estaba tan orgulloso, optó por matricular al loro como un alumno más.
El primer curso de la ESO fue un desastre para mi ornitológico hijo. Fueron muchos los partes de incidencia que, firmados por casi la totalidad de profesores del equipo educativo de la clase de Alfredo, me llegaron a casa: comía pipas en clase, se hacía caca en las mesas de sus compañeros y nunca llevaba hecha la tarea a pesar de que yo le preguntaba cada tarde: “¿Has hecho los deberes?”, a lo que me respondía: “hecho deberes”.
Como no podía ser de otra manera, Alfredo repitió curso. Para mí fue una decepción enorme: uno pone en su hijo todas las expectativas que, por este o aquel motivo, no ha sido capaz de alcanzar en la vida. Yo nunca fui un buen estudiante, y no quería por nada del mundo que Alfredo siguiese mis pasos, así que le animé a que en esa segunda oportunidad que le daban repitiendo se esforzase todo lo posible y consiguiese sacar el curso adelante; pero mis consejos, charlas y súplicas cayeron en saco roto; Alfredo volvió a suspender primero de ESO al año siguiente y pasó a segundo con todas las asignaturas pendientes.
En mis múltiples charlas con el tutor y la orientadora siempre salían a relucir los mismos temas: que estaba en una edad muy complicada, que le estaba costando mucho trabajo asimilar el cambio de la jaula al aula, que debía contar con un espacio de estudio propio (para lo cual compré una pequeña mesa de estudio con un flexo a juego en una tienda de mascotas) y que, probablemente, la falta de una figura materna en el seno familiar era un factor clave para explicar su mal comportamiento en clase.
Espoleado por las medidas de seguimiento que, desde el Departamento de Orientación, obligaron a los profesores a cumplir, Alfredo fue mejorando durante el segundo curso de la Educación Secundaria Obligatoria: dejó de comer pipas durante las horas de clase y consiguió refrenar su adicción hasta que llegase el recreo. Dejó de revolotear por las mesas de los compañeros y, lo que es más importante, comenzó a estudiar.
Los escasos avances, siendo sinceros, que lograba Alfredo eran muy tenidos en cuenta por el claustro de profesores del centro. En la mayoría de asignaturas, Alfredo tenía una adaptación curricular del contenido, que se amoldaba a las peculiaridades de mi vástago y a su nivel de conocimientos y esfuerzo.
Lengua y Literatura, por ejemplo, la aprobó gracias a su pico de oro, Educación Física, gracias a su habilidad para caminar sobre la barra fija; para Ciencias Naturales, en cambio, se tuvo que esforzar más, dado que al profesor en cuestión, que yo creo que le tenía cierta animadversión, no le bastaba con que supiese diferenciar las pipas de girasol del alpiste, sino que le hizo diferenciar entre sí varios tipos de pipas y varios de alpiste.
El caso es que tras repetir también segundo de la ESO y teniendo en cuenta su buena predisposición al aprendizaje, buen comportamiento, evolución positiva y situación familiar desestructurada, Alfredo, en su cuarto año en el instituto, pasó a tercero por imperativo legal, pero dentro del programa de Diversificación Curricular.
¡Qué orgullo! Mi hijo, mi Alfredito, afrontando ya el segundo ciclo de la Educación Secundaria Obligatoria española. En “Diver, rooar”, como él la llamaba, tenían determinadas asignaturas fusionadas en “Ámbitos”. Así, Lengua y Ciencias Sociales conformaban el Ámbito sociolingüístico; y Matemáticas y Ciencias Naturales el Ámbito científico tecnológico, pero mi hijo, y esto era algo en lo que coincidía la orientadora, había cambiado para bien, había madurado.
Cuando en Ámbito sociolingüístico explicaba el profesor que Lorca era un poeta de la Generación del veintisiete, Alfredo contestaba orgulloso: Lorca, Generación del veintisiete. Y cuando intentaba que el resto de la clase comprendiese que los fonemas son las unidades más pequeñas de la lengua sin significado, él respondía: ¡Fonemas! La sintaxis, la verdad, no se le daba nada bien. Yo, en casa, intentaba ayudarlo, pero no conseguía que cogiese siquiera el bolígrafo, él era más de explicaciones orales.
Alfredo aprobó tercero de diversificación gracias a su desparpajo oral, pues repetía a la perfección la lección que le explicaban los profesores; a su buen comportamiento en clase (me contaban, incluso, que a veces agachaba la cabeza para que le rascara debajo del plumaje el profesor de inglés) y, también he de decirlo, a cierta dejadez de funciones de algunos profesores que le daban clase a primera o última hora de la mañana.
Un año más tarde, y siguiendo con esta línea evolutiva escolar, Alfredo llegó a ser el mejor de su clase en el último año de su paso por el instituto. Era un alumno popular, querido por el resto de sus compañeros, que incluso lo eligieron delegado de clase y estuvo a un par de votos de entrar en el Consejo Escolar.
Nunca olvidaré el día de su graduación. Eso es algo que recuerdo cada vez que, en el salón, veo en el lugar que antes ocupaba su jaula, el título de Graduado en Educación Secundaria de Alfredo González León.
PABLO POÓ