Dice una curiosa noticia de prensa que la pérdida de olfato predice la muerte. El estudio realizado en la Universidad de Chicago con 3.005 hombres y mujeres, entre 57 y 85 años, concluye que cuando se dejan de detectar unos determinados olores (a rosas, naranja, cuero, pescado y menta), eso podría indicar que la persona morirá en un corto plazo de tiempo –unos cinco años–. ¡Curioso estudio!
Puede que ello sea cierto, aunque es posible que no estando próximos a ella (la muerte) quizás no lo podamos comprobar. Está por ver si detectando dicha insuficiencia olfativa, podríamos remediar tan luctuoso evento, en el caso de que no queramos morir. ¡Quién quiere morir!
En fin, la ciencia, a veces, nos sorprende con salidas que, cuando menos, nos dejan epatados. Quizás en dicho estudio falte el olor a “mierda” para anunciar la muerte social, política y pública de alguna gente.
Lo referido anteriormente da pie para poder hablar de la muerte moral que, en este caso, no se representa como un esqueleto tétrico, esgrimiendo la fatídica guadaña con la que se le suele mostrar, sino en forma de tarjeta bancaria, opaca o negra –black, si lo prefieren–, que según dicen malas lenguas y a hechos consumados y despilfarrados, estaban a disposición de tan selecto club de consejeros. Léase la oronda suma de dinero gastada usando dichas tarjetitas.
La pregunta, que inocentemente se perfila, a juego con el artículo anteriormente citado, es muy simple: ¿a qué huele el dinero? Parece ser que a nada y a todo, si la mayoría de los humanos no somos capaces de detectarlo y se supone que estamos vivos (lo que no quita que pretendamos desearlo y por supuesto palparlo).
Posiblemente, el mejor retrato del dinero lo hizo, tiempo ha, el insigne escritor Francisco de Quevedo (1580-1645): “Madre, yo al oro me humillo, él es mi amante y mi amado, pues de puro enamorado anda continuo amarillo. Que pues doblón o sencillo hace todo cuanto quiero. Poderoso caballero es don Dinero”.
Eso explicaría el que todos queramos ansiosos su compañía, sea por las buenas o por las malas, para arramplar con él. Y si no, que se le digan al precoz fenómeno de Nicolás, que ya apunta maneras. Para escribir una novela…
Pero el dinero, huela a lo que huela, cuando es birlado, sisado, apandado, escamoteado, distraído, sustraído, hurtado, afanado, saqueado…, huele que apesta. Y a esa operación de desplumar a sus legítimos dueños de lo que haga falta, le llamamos lisa y llanamente robar.
De seguro que existen calificativos más sonoros en la jerga popular. Pero, ¡ay dolor!, resulta que el dinero de las cajas de ahorros no es de nadie, por aquello de ser público y, por tanto, es de todos los que puedan llegar hasta él.
Robar es un palabro muy gordo. Hasta no hace mucho, cuando se decía de alguien que era un ladrón, máxime si ocurrían los hechos en una colectividad reducida, el interfecto perdía la credibilidad, la confianza y era malmirado por los que le rodeaban.
Maticemos algo el verbo. En el juego de dominó, cuando hay que coger ficha, te dicen "¡roba!"; en el de cartas, también. ¿Es una orden subliminar para futuros jugadores en la vida real? En el caso que nos ocupa cuadra mejor la segunda entrada del término robar: “tomar para sí lo ajeno, o hurtar de cualquier modo que sea” (RAE).
Ahora bien, robar, lo que se dice robar, lo practican los ladrones, los rateros de poca monta, gente sin respeto por los bienes ajenos. Curiosamente otro titular, de no hace mucho, refiere que en España se roba menos, pero ¡ojo al “tato”!, alude a hurtos de poca valía; vamos, a los ladrones de poca monta. En esta noticia periodística no encaja el personal de guante blanco, pajarita y esmoquin.
Es por eso que los gentilhombres no roban: usufructúan. Empleo adrede la referencia al masculino por ser consecuente con la lengua y porque la mayoría de nombres de la lista de los “cuarenta principales” la engrosan los varones; aunque también hay algunas varonas.
Por esa razón, el ladronzuelo, que es el que roba, puede ir a la cárcel, pero los gentilhombres no suelen pisarla, aunque, por las informaciones que van saliendo, parece que la puerta de la cárcel se está franqueando para muchos. ¡Ya era hora!
Posiblemente la justicia (debería escribirla con mayúscula, pero me da vergüenza) dicen que es ciega, aunque de su olfato no hay noticias. Estoy casi seguro que si le quitamos la venda, es probable que se pegue un tiro. Sin embargo la “vox populi” puede que dude con respecto a si realmente será ciega en este tipo de casos. Queremos creer que sí, pero haber recelo, haylo.
¿A qué huele el dinero en este tipo de casos? A codicia, lenidad, ruina moral tanto de los sujetos implicados como del país que lo soporta y lo consiente. “Jiede” que apesta tanta basura acumulada en conciencias atoradas, cuya honradez se desgarró en tiras al engancharse en los matorrales de una educación subvertida (viciada por una formación del doble rasero y la doble moral), que asumieron cuando no tenían callos en el corazón.
¿A qué huele el dinero? En toda esta camarilla de bandoleros de negras sierras morenas no se salva ni “el apuntaor”. Los hay de casta y raigambre, tanto de ideas políticas como religiosas o morales; los hay nacidos de idearios de igualdad, solidaridad, honestidad e integridad moral, defensores de unos valores pensados por y para el bien común.
Estos últimos bandarras han causado mucho más daño, pues, al parecer, una vez han olido uno a uno todos los pétalos de la flor del dinero, y por solidaridad, por mimetismo, por no desentonar con el resto, porque ya que estoy aquí, porque no digan aquello de “tonto el último”, y por tantas razones más, siguieron el juego hasta “venderse por un plato de lentejas”, con chorizo y jamón del “güeno”. El artífice del enredo sabía lo que hacía y proporcionó “dinero sin límite a cambio de la sumisión de los consejeros”, tal y como recoge esta información.
Creo que hasta las cuatro personas que no usaron las tarjetas, que no se enviciaron ni se mancharon por las múltiples razones que quieran y puedan aducir, incluso porque son honradas, sin embargo son culpables de omisión por no denunciar la irregularidad. Su silencio es cómplice.
Que un avariento cleptómano, rico, arremeta contra bienes ajenos, puede que, a priori, hasta nos traguemos la bola que por ser de derechas ya es culpable de lo que sea. Ojo, que las generalizaciones no son de recibo, aunque este pensamiento esté cada día más extendido entre nosotros ¿Intereses sediciosos para minar el cortijo? Puede ser.
Hay que tener presente que la maldad y el mal-hacer salpican a zurdos y derechos, como queda patente en este desafortunado asunto. Debería quedar muy claro que por ser de derechas no se es ladrón ni, tan siquiera, como se viene pregonando, “un facha”; como tampoco se es “rojo” y honrado por ser de izquierdas.
El latrocinio carece de ideología, de sexo y pasa de religión. Es una lacra (vicio físico o moral que marca al que lo tiene), presente en algunos humanos. Las palabras de Cayo Lara, líder de IU, sobre el asunto de las tarjetas son muy claras y contundentes: “Malditos los que deterioran los valores de la izquierda”.
Que un pederasta abuse de unos niños encaja dentro de su ¿enfermedad? y, por supuesto, es inadmisible; que un militante de la izquierda (sindicalista o político) sea corrupto, a mucha gente no le cuadra con el prototipo que representa; que un docente –joven es el último caso aparecido– juguetee ladinamente, a través de Internet, con sus pupilos con la idea de llevárselos al “huerto”, se nos hace muy duro, deleznable tanto a padres como a profesores; que un obispo o un sacerdote caigan en abusos sexuales provoca que nos rechinen las meninges, tanto a quien sea creyente como al que no.
Todos ellos están enfermos, social, política, moral y religiosamente. Pero el mal, sobre todo moral, es más grave y de peores consecuencias en el caso del político y sindicalista de izquierda, del docente o el obispo, por los daños directos que ocasionan todos ellos.
Porque todos ellos traicionan unos principios que han asumido voluntariamente. Porque juegan al escondite con la fe ideológica, religiosa o educacional. Porque con su ejemplo lastiman la buena voluntad de un sector del pueblo que cree en ellos y se entrega a sus influencias.
Puede que ello sea cierto, aunque es posible que no estando próximos a ella (la muerte) quizás no lo podamos comprobar. Está por ver si detectando dicha insuficiencia olfativa, podríamos remediar tan luctuoso evento, en el caso de que no queramos morir. ¡Quién quiere morir!
En fin, la ciencia, a veces, nos sorprende con salidas que, cuando menos, nos dejan epatados. Quizás en dicho estudio falte el olor a “mierda” para anunciar la muerte social, política y pública de alguna gente.
Lo referido anteriormente da pie para poder hablar de la muerte moral que, en este caso, no se representa como un esqueleto tétrico, esgrimiendo la fatídica guadaña con la que se le suele mostrar, sino en forma de tarjeta bancaria, opaca o negra –black, si lo prefieren–, que según dicen malas lenguas y a hechos consumados y despilfarrados, estaban a disposición de tan selecto club de consejeros. Léase la oronda suma de dinero gastada usando dichas tarjetitas.
La pregunta, que inocentemente se perfila, a juego con el artículo anteriormente citado, es muy simple: ¿a qué huele el dinero? Parece ser que a nada y a todo, si la mayoría de los humanos no somos capaces de detectarlo y se supone que estamos vivos (lo que no quita que pretendamos desearlo y por supuesto palparlo).
Posiblemente, el mejor retrato del dinero lo hizo, tiempo ha, el insigne escritor Francisco de Quevedo (1580-1645): “Madre, yo al oro me humillo, él es mi amante y mi amado, pues de puro enamorado anda continuo amarillo. Que pues doblón o sencillo hace todo cuanto quiero. Poderoso caballero es don Dinero”.
Eso explicaría el que todos queramos ansiosos su compañía, sea por las buenas o por las malas, para arramplar con él. Y si no, que se le digan al precoz fenómeno de Nicolás, que ya apunta maneras. Para escribir una novela…
Pero el dinero, huela a lo que huela, cuando es birlado, sisado, apandado, escamoteado, distraído, sustraído, hurtado, afanado, saqueado…, huele que apesta. Y a esa operación de desplumar a sus legítimos dueños de lo que haga falta, le llamamos lisa y llanamente robar.
De seguro que existen calificativos más sonoros en la jerga popular. Pero, ¡ay dolor!, resulta que el dinero de las cajas de ahorros no es de nadie, por aquello de ser público y, por tanto, es de todos los que puedan llegar hasta él.
Robar es un palabro muy gordo. Hasta no hace mucho, cuando se decía de alguien que era un ladrón, máxime si ocurrían los hechos en una colectividad reducida, el interfecto perdía la credibilidad, la confianza y era malmirado por los que le rodeaban.
Maticemos algo el verbo. En el juego de dominó, cuando hay que coger ficha, te dicen "¡roba!"; en el de cartas, también. ¿Es una orden subliminar para futuros jugadores en la vida real? En el caso que nos ocupa cuadra mejor la segunda entrada del término robar: “tomar para sí lo ajeno, o hurtar de cualquier modo que sea” (RAE).
Ahora bien, robar, lo que se dice robar, lo practican los ladrones, los rateros de poca monta, gente sin respeto por los bienes ajenos. Curiosamente otro titular, de no hace mucho, refiere que en España se roba menos, pero ¡ojo al “tato”!, alude a hurtos de poca valía; vamos, a los ladrones de poca monta. En esta noticia periodística no encaja el personal de guante blanco, pajarita y esmoquin.
Es por eso que los gentilhombres no roban: usufructúan. Empleo adrede la referencia al masculino por ser consecuente con la lengua y porque la mayoría de nombres de la lista de los “cuarenta principales” la engrosan los varones; aunque también hay algunas varonas.
Por esa razón, el ladronzuelo, que es el que roba, puede ir a la cárcel, pero los gentilhombres no suelen pisarla, aunque, por las informaciones que van saliendo, parece que la puerta de la cárcel se está franqueando para muchos. ¡Ya era hora!
Posiblemente la justicia (debería escribirla con mayúscula, pero me da vergüenza) dicen que es ciega, aunque de su olfato no hay noticias. Estoy casi seguro que si le quitamos la venda, es probable que se pegue un tiro. Sin embargo la “vox populi” puede que dude con respecto a si realmente será ciega en este tipo de casos. Queremos creer que sí, pero haber recelo, haylo.
¿A qué huele el dinero en este tipo de casos? A codicia, lenidad, ruina moral tanto de los sujetos implicados como del país que lo soporta y lo consiente. “Jiede” que apesta tanta basura acumulada en conciencias atoradas, cuya honradez se desgarró en tiras al engancharse en los matorrales de una educación subvertida (viciada por una formación del doble rasero y la doble moral), que asumieron cuando no tenían callos en el corazón.
¿A qué huele el dinero? En toda esta camarilla de bandoleros de negras sierras morenas no se salva ni “el apuntaor”. Los hay de casta y raigambre, tanto de ideas políticas como religiosas o morales; los hay nacidos de idearios de igualdad, solidaridad, honestidad e integridad moral, defensores de unos valores pensados por y para el bien común.
Estos últimos bandarras han causado mucho más daño, pues, al parecer, una vez han olido uno a uno todos los pétalos de la flor del dinero, y por solidaridad, por mimetismo, por no desentonar con el resto, porque ya que estoy aquí, porque no digan aquello de “tonto el último”, y por tantas razones más, siguieron el juego hasta “venderse por un plato de lentejas”, con chorizo y jamón del “güeno”. El artífice del enredo sabía lo que hacía y proporcionó “dinero sin límite a cambio de la sumisión de los consejeros”, tal y como recoge esta información.
Creo que hasta las cuatro personas que no usaron las tarjetas, que no se enviciaron ni se mancharon por las múltiples razones que quieran y puedan aducir, incluso porque son honradas, sin embargo son culpables de omisión por no denunciar la irregularidad. Su silencio es cómplice.
Que un avariento cleptómano, rico, arremeta contra bienes ajenos, puede que, a priori, hasta nos traguemos la bola que por ser de derechas ya es culpable de lo que sea. Ojo, que las generalizaciones no son de recibo, aunque este pensamiento esté cada día más extendido entre nosotros ¿Intereses sediciosos para minar el cortijo? Puede ser.
Hay que tener presente que la maldad y el mal-hacer salpican a zurdos y derechos, como queda patente en este desafortunado asunto. Debería quedar muy claro que por ser de derechas no se es ladrón ni, tan siquiera, como se viene pregonando, “un facha”; como tampoco se es “rojo” y honrado por ser de izquierdas.
El latrocinio carece de ideología, de sexo y pasa de religión. Es una lacra (vicio físico o moral que marca al que lo tiene), presente en algunos humanos. Las palabras de Cayo Lara, líder de IU, sobre el asunto de las tarjetas son muy claras y contundentes: “Malditos los que deterioran los valores de la izquierda”.
Que un pederasta abuse de unos niños encaja dentro de su ¿enfermedad? y, por supuesto, es inadmisible; que un militante de la izquierda (sindicalista o político) sea corrupto, a mucha gente no le cuadra con el prototipo que representa; que un docente –joven es el último caso aparecido– juguetee ladinamente, a través de Internet, con sus pupilos con la idea de llevárselos al “huerto”, se nos hace muy duro, deleznable tanto a padres como a profesores; que un obispo o un sacerdote caigan en abusos sexuales provoca que nos rechinen las meninges, tanto a quien sea creyente como al que no.
Todos ellos están enfermos, social, política, moral y religiosamente. Pero el mal, sobre todo moral, es más grave y de peores consecuencias en el caso del político y sindicalista de izquierda, del docente o el obispo, por los daños directos que ocasionan todos ellos.
Porque todos ellos traicionan unos principios que han asumido voluntariamente. Porque juegan al escondite con la fe ideológica, religiosa o educacional. Porque con su ejemplo lastiman la buena voluntad de un sector del pueblo que cree en ellos y se entrega a sus influencias.
PEPE CANTILLO