¿Acaso soy yo feliz? Según las lentes de la sociedad en la que vivo, lo tengo todo y cumpliendo esta única premisa, ya tengo que ser feliz. Tengo la salud de mi abuela paterna, que sobrevivió a dieciséis partos y trabajó sin descanso día y noche. Mi pelo es cobrizo como el de mi tatarabuelo, un irlandés que hizo escala en España en su huída del hambre hacia América y se encandiló de la piel morena de mi tatarabuela. Esta pasión duró lo que tardaron las endorfinas en abandonar la sangre y el cerebro del buscador de oro californiano.
Podría pensarse que mis genes han saltado varias generaciones, para que yo sea la suma de ambos. Me hablan de mi belleza, aunque yo no la hallo.
Se me olvidaba escribir que tengo un trabajo. Después de cuatro intentos por fin terminé una carrera: Biblioteconomía. Con dieciocho años recién cumplidos y con la cabeza llena de preguntas me matriculé en Psicología. Creo recordar que no terminé el primer cuatrimestre. Me asfixió verme rodeada de gente perdida que quería encontrarse en los libros. Demasiados reflejos propios. Ese no era mi camino.
Seguidamente me cambié a Magisterio. ¿Cómo se me ocurrió? No soporto a los niños y mucho menos a los padres de los niños. Con un día tuve bastante. Antropología era otra posibilidad, pero mi padre consideraba que era perder el tiempo estudiar algo sin futuro o, en otras palabras, hacer unos estudios que no le permitieran a él buscarme un trabajo.
A mí me atraía asistir a un programa del National Geographic donde los bichitos fueran los propios humanos. Realmente creo que seguimos siendo animales instintivos, si bien hemos desarrollado una racionalidad que nos ha desconectado de la naturaleza y de la vida.
Así que, como siempre, me gustaron los libros: su olor a papel seco y a tinta de imprenta antigua, su tacto resbaladizo y suave, su forma de abanico al ojearlos y, sobre todo, la evasión que supone esconderse entre sus palabras, entre sus frases. Hay días que me zambulliría entre un sustantivo y un adjetivo hermoso y bucearía en esa sopa de letras hasta que el tiempo fuera amainase. Si es que amaina alguna vez...
Trabajo en una biblioteca privada, propiedad de uno de los amigos de mi padre. ¿Por qué no eres feliz Marta, si tienes salud, un trabajo, un coche y tus padres te van a reglar un piso? Y con esta pregunta el alambre se hunde y yo tengo que hace más esfuerzos para no caer... El frío que siento dentro no desaparece. El fuego del ansia de cosas materiales no da calor.
Podría pensarse que mis genes han saltado varias generaciones, para que yo sea la suma de ambos. Me hablan de mi belleza, aunque yo no la hallo.
Se me olvidaba escribir que tengo un trabajo. Después de cuatro intentos por fin terminé una carrera: Biblioteconomía. Con dieciocho años recién cumplidos y con la cabeza llena de preguntas me matriculé en Psicología. Creo recordar que no terminé el primer cuatrimestre. Me asfixió verme rodeada de gente perdida que quería encontrarse en los libros. Demasiados reflejos propios. Ese no era mi camino.
Seguidamente me cambié a Magisterio. ¿Cómo se me ocurrió? No soporto a los niños y mucho menos a los padres de los niños. Con un día tuve bastante. Antropología era otra posibilidad, pero mi padre consideraba que era perder el tiempo estudiar algo sin futuro o, en otras palabras, hacer unos estudios que no le permitieran a él buscarme un trabajo.
A mí me atraía asistir a un programa del National Geographic donde los bichitos fueran los propios humanos. Realmente creo que seguimos siendo animales instintivos, si bien hemos desarrollado una racionalidad que nos ha desconectado de la naturaleza y de la vida.
Así que, como siempre, me gustaron los libros: su olor a papel seco y a tinta de imprenta antigua, su tacto resbaladizo y suave, su forma de abanico al ojearlos y, sobre todo, la evasión que supone esconderse entre sus palabras, entre sus frases. Hay días que me zambulliría entre un sustantivo y un adjetivo hermoso y bucearía en esa sopa de letras hasta que el tiempo fuera amainase. Si es que amaina alguna vez...
Trabajo en una biblioteca privada, propiedad de uno de los amigos de mi padre. ¿Por qué no eres feliz Marta, si tienes salud, un trabajo, un coche y tus padres te van a reglar un piso? Y con esta pregunta el alambre se hunde y yo tengo que hace más esfuerzos para no caer... El frío que siento dentro no desaparece. El fuego del ansia de cosas materiales no da calor.
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ