Sí, sí, tal como ustedes han leído, ya he dejado de ser tonto. Lo he sido durante muchos años y ahora, así por las buenas, me he dado cuenta que soy el hombre más feliz del mundo. ¡Como lo oyen! ¿Y cómo es posible –se preguntarán ustedes- ser tonto durante tanto tiempo y alcanzar de pronto ese estado de felicidad que todos soñamos, pero que se nos escapa cual chorro de agua que cae sobre nuestras manos?
Pues miren, les voy a contar. No se trata de hacerse budista, ni convertirse en un eremita que se aleja del mundanal ruido, ni peregrinar a la India ancestral en busca de las raíces de la sabiduría, ni tan siquiera leerse las obras completas de Paulo Coelho, ni nada por el estilo… Lo mío ha sido algo que ha venido de repente, de improviso, casi sin darme cuenta.
Perdón, perdón… Ahora que lo pienso: resulta que todavía no me he presentado… ¡Qué falta de cortesía! ¡Qué falta de tacto, cuando soy nada menos la persona más feliz del mundo! ¿Me perdonan ustedes este gran desliz? ¿Sí? Gracias por su comprensión.
Bien. Me llamo Tommy… Tommy Franklin. Soy nativo del país de los canguros, es decir, de Australia. ¡Ah! También de esos aborígenes tan feos que vivían en esta enorme isla antes de que llegaran mis antepasados de Escocia… porque, verán ustedes, yo soy pelirrojo y tengo pelo largo y barba larga, como los que arribaron a estas tierras hace un par de siglos, más o menos.
¿Les he citado a los aborígenes? ¿Sí? Los pobrecitos… Estos de ninguna manera pueden ser felices, pues además de ser feos apenas tienen dólares australianos para ser dichosos. Y no es que yo lance loas al dinero y al capitalismo global para alcanzar el éxtasis espiritual en el que ahora me encuentro, pero conviene reconocer que ayudan bastante.
¿Me siguen? Yo no predico el amor, ni la paz universal, ni viejas sabidurías, ni siquiera cosas tan prosaicas como eso del derecho a la vivienda, como hacen algunos en un país que me parece que se llama España y que está en las antípodas de donde yo vivo. Yo estoy al margen de todo esto, porque vivo concentrado en mí mismo, es decir, ensimismado.
Por no enterarme, no me entero de atentados, ni de cambios climáticos, ni de refugiados, ni siquiera sé dónde se encuentra ese país que se llama Siria y que se ha puesto de moda en los medios de comunicación…
Yo soy feliz, enormemente feliz, tanto que ya he registrado la fórmula ‘Ser feliz cuesta muy poco’. Porque, saben ustedes, en el mundo en el que vivimos todo hay que patentarlo… si no, cualquier espabilado viene y te desvalija esa gran idea que ha acudido a tu mente y que te ha iluminado en una fracción de segundo.
Por cierto, llevo un rato hablándoles y ahora me doy cuenta, por sus caras absortas, que están impacientes y deseando que les cuente, y que cante a los cuatro vientos, la razón de mi felicidad, porque me imagino que ustedes también quieren ser felices… ¿Sí…? Pues vamos allá.
Como les he dicho, yo soy australiano. No lo olviden. Yo era uno del montón, de esos inocentes que se creen todo lo que les cuentan. A pesar de ello, no era feliz. Sin embargo, un día y por casualidad, se me ocurrió ponerme unos grandes cascos, que me taparan bien los oídos, y dedicarme a bailar solo en la calle al ritmo de los sonidos que únicamente yo escuchaba… ¿Genial, verdad?
La gente que me ve se ríe, se divierte, me sigue en mis contorsiones, palmea mientras yo, erre que erre, sigo girando, balanceándome, yendo a mi bola… ¡Soy genial!, me repetía a mí mismo.
Pues bien, como han podido ver, un día, un alto ejecutivo de esa multinacional de aparatos y tecnología que, como bien saben, se llama Media Markt, se fijó en mis contorsiones y se dijo para sí: “Aquí tengo delante de mis narices un filón en bruto que hay que explotar”.
Aunque yo ya era conocido en Australia, porque participé en un programa de la tele y me dieron un premio, resulta que vino ese ejecutivo y me dijo: “Mira chico, te vamos a hacer muy famoso en los cuatro puntos cardinales del planeta Tierra. Tú solamente tienes que firmar en este papel. Además, te daremos una pasta gansa por apenas nada…”.
¿Por nada? Al principio me mosqueó un tanto que un tío con traje, corbata y un maletín, que no se desprende del mismo ni para acostarse, me viniera así, por las buenas, a decirme que iba a ofrecérmelo lleno de dinero por hacer una campaña que borrara del cerebro del público aquella frase que habían grabado a fuego lento durante años y años… ¿Se acuerdan de ella?
“Yo no soy tonto ya está agotado”, me dijo mirándome fijamente a los ojos. “Ahora queremos dar un giro de ciento ochenta grados y ofrecer una imagen positiva, alegre, eufórica, refrescante… que saque a las gentes de sus tristezas, que se olviden de los problemas que les acongojan, que les hagan creer que con nuestros cachivaches electrónicos la felicidad la tienen al alcance de la mano…”, me lanzó directamente, al tiempo que abría el maletín rebosante de billetes.
“¿Y yo qué tengo que hacer?”, le pregunté atónito ante tanta pasta junta, algo que yo nunca había visto en mi vida.
“Simplemente bailar. Nosotros ya nos encargaremos de realizar toda la publicidad para que seas la cara visible de Media Markt, o, lo que es lo mismo, la del hombre que es feliz simplemente con unos cascos puestos y que baila sin parar”, me respondió con firmeza y sin dejarme siquiera pensar si yo era tan feliz como me iban a presentar hasta el último rincón del planeta Tierra.
Dicho y hecho. Firmé sin pestañear. Días después, ante las cámaras, me puse a bailotear como un energúmeno tras llegar a mi cara, empujado por el viento, un folleto en el que se decía ‘Ofertas que vuelan’.
Ese pequeño detalle, esas ofertas que vuelan, como han visto, me transformaron de un personaje anónimo, triste y solitario en la persona más feliz del globo. Y ahora, no solo bailo en mi barrio, sino que lo hago por todos los sitios que se precie: la calle, un puente, una tienda llena de aparatos, cerca del mar… vamos, en cualquier parte.
¿Ven ustedes qué sencillo? Ahora ya no soy tonto ni del montón, ni vago por el mundo sin rumbo como tantos de mi generación, puesto que mi vida ya tiene un verdadero sentido: ser el hombre más dichoso del mundo y el que repite una y otra vez sin cesar, porque para eso me pagan, que la felicidad cuesta muy poco.
¿Supongo que, igual que yo, ustedes también quieren ser felices y alejar definitivamente de sus mentes tantos problemas como les asaltan nada más levantarse cada día de la cama?
¿Sí…? Entonces les aconsejo encarecidamente que se pasen por esa maravilla que es Media Markt, cuyos almacenes se han convertido en los nuevos templos de la felicidad a escala planetaria… Y, por supuesto, no es necesario que bailen, ni que tengan la misma pinta que yo, ni siquiera que sepan por dónde cae Australia. Basta con que se acerquen rápidamente a una de sus tiendas, crucen las puertas y se compren muchos aparatos… ¡Se sentirán inundados de auténtica felicidad!
Pues miren, les voy a contar. No se trata de hacerse budista, ni convertirse en un eremita que se aleja del mundanal ruido, ni peregrinar a la India ancestral en busca de las raíces de la sabiduría, ni tan siquiera leerse las obras completas de Paulo Coelho, ni nada por el estilo… Lo mío ha sido algo que ha venido de repente, de improviso, casi sin darme cuenta.
Perdón, perdón… Ahora que lo pienso: resulta que todavía no me he presentado… ¡Qué falta de cortesía! ¡Qué falta de tacto, cuando soy nada menos la persona más feliz del mundo! ¿Me perdonan ustedes este gran desliz? ¿Sí? Gracias por su comprensión.
Bien. Me llamo Tommy… Tommy Franklin. Soy nativo del país de los canguros, es decir, de Australia. ¡Ah! También de esos aborígenes tan feos que vivían en esta enorme isla antes de que llegaran mis antepasados de Escocia… porque, verán ustedes, yo soy pelirrojo y tengo pelo largo y barba larga, como los que arribaron a estas tierras hace un par de siglos, más o menos.
¿Les he citado a los aborígenes? ¿Sí? Los pobrecitos… Estos de ninguna manera pueden ser felices, pues además de ser feos apenas tienen dólares australianos para ser dichosos. Y no es que yo lance loas al dinero y al capitalismo global para alcanzar el éxtasis espiritual en el que ahora me encuentro, pero conviene reconocer que ayudan bastante.
¿Me siguen? Yo no predico el amor, ni la paz universal, ni viejas sabidurías, ni siquiera cosas tan prosaicas como eso del derecho a la vivienda, como hacen algunos en un país que me parece que se llama España y que está en las antípodas de donde yo vivo. Yo estoy al margen de todo esto, porque vivo concentrado en mí mismo, es decir, ensimismado.
Por no enterarme, no me entero de atentados, ni de cambios climáticos, ni de refugiados, ni siquiera sé dónde se encuentra ese país que se llama Siria y que se ha puesto de moda en los medios de comunicación…
Yo soy feliz, enormemente feliz, tanto que ya he registrado la fórmula ‘Ser feliz cuesta muy poco’. Porque, saben ustedes, en el mundo en el que vivimos todo hay que patentarlo… si no, cualquier espabilado viene y te desvalija esa gran idea que ha acudido a tu mente y que te ha iluminado en una fracción de segundo.
Por cierto, llevo un rato hablándoles y ahora me doy cuenta, por sus caras absortas, que están impacientes y deseando que les cuente, y que cante a los cuatro vientos, la razón de mi felicidad, porque me imagino que ustedes también quieren ser felices… ¿Sí…? Pues vamos allá.
Como les he dicho, yo soy australiano. No lo olviden. Yo era uno del montón, de esos inocentes que se creen todo lo que les cuentan. A pesar de ello, no era feliz. Sin embargo, un día y por casualidad, se me ocurrió ponerme unos grandes cascos, que me taparan bien los oídos, y dedicarme a bailar solo en la calle al ritmo de los sonidos que únicamente yo escuchaba… ¿Genial, verdad?
La gente que me ve se ríe, se divierte, me sigue en mis contorsiones, palmea mientras yo, erre que erre, sigo girando, balanceándome, yendo a mi bola… ¡Soy genial!, me repetía a mí mismo.
Pues bien, como han podido ver, un día, un alto ejecutivo de esa multinacional de aparatos y tecnología que, como bien saben, se llama Media Markt, se fijó en mis contorsiones y se dijo para sí: “Aquí tengo delante de mis narices un filón en bruto que hay que explotar”.
Aunque yo ya era conocido en Australia, porque participé en un programa de la tele y me dieron un premio, resulta que vino ese ejecutivo y me dijo: “Mira chico, te vamos a hacer muy famoso en los cuatro puntos cardinales del planeta Tierra. Tú solamente tienes que firmar en este papel. Además, te daremos una pasta gansa por apenas nada…”.
¿Por nada? Al principio me mosqueó un tanto que un tío con traje, corbata y un maletín, que no se desprende del mismo ni para acostarse, me viniera así, por las buenas, a decirme que iba a ofrecérmelo lleno de dinero por hacer una campaña que borrara del cerebro del público aquella frase que habían grabado a fuego lento durante años y años… ¿Se acuerdan de ella?
“Yo no soy tonto ya está agotado”, me dijo mirándome fijamente a los ojos. “Ahora queremos dar un giro de ciento ochenta grados y ofrecer una imagen positiva, alegre, eufórica, refrescante… que saque a las gentes de sus tristezas, que se olviden de los problemas que les acongojan, que les hagan creer que con nuestros cachivaches electrónicos la felicidad la tienen al alcance de la mano…”, me lanzó directamente, al tiempo que abría el maletín rebosante de billetes.
“¿Y yo qué tengo que hacer?”, le pregunté atónito ante tanta pasta junta, algo que yo nunca había visto en mi vida.
“Simplemente bailar. Nosotros ya nos encargaremos de realizar toda la publicidad para que seas la cara visible de Media Markt, o, lo que es lo mismo, la del hombre que es feliz simplemente con unos cascos puestos y que baila sin parar”, me respondió con firmeza y sin dejarme siquiera pensar si yo era tan feliz como me iban a presentar hasta el último rincón del planeta Tierra.
Dicho y hecho. Firmé sin pestañear. Días después, ante las cámaras, me puse a bailotear como un energúmeno tras llegar a mi cara, empujado por el viento, un folleto en el que se decía ‘Ofertas que vuelan’.
Ese pequeño detalle, esas ofertas que vuelan, como han visto, me transformaron de un personaje anónimo, triste y solitario en la persona más feliz del globo. Y ahora, no solo bailo en mi barrio, sino que lo hago por todos los sitios que se precie: la calle, un puente, una tienda llena de aparatos, cerca del mar… vamos, en cualquier parte.
¿Ven ustedes qué sencillo? Ahora ya no soy tonto ni del montón, ni vago por el mundo sin rumbo como tantos de mi generación, puesto que mi vida ya tiene un verdadero sentido: ser el hombre más dichoso del mundo y el que repite una y otra vez sin cesar, porque para eso me pagan, que la felicidad cuesta muy poco.
¿Supongo que, igual que yo, ustedes también quieren ser felices y alejar definitivamente de sus mentes tantos problemas como les asaltan nada más levantarse cada día de la cama?
¿Sí…? Entonces les aconsejo encarecidamente que se pasen por esa maravilla que es Media Markt, cuyos almacenes se han convertido en los nuevos templos de la felicidad a escala planetaria… Y, por supuesto, no es necesario que bailen, ni que tengan la misma pinta que yo, ni siquiera que sepan por dónde cae Australia. Basta con que se acerquen rápidamente a una de sus tiendas, crucen las puertas y se compren muchos aparatos… ¡Se sentirán inundados de auténtica felicidad!
AURELIANO SÁINZ