La tradición religiosa conmemoró ayer a los que ascienden a la condición de almas puras, reservándoles un lugar en el santoral, y a los que se permanecen toda la eternidad en sus sepulturas hasta dar cumplimiento al designio de convertirse en polvo. En cualquier caso, ayer fue un día para recordar a los ausentes, suban al cielo o permanezcan en la tierra, desde el sentimiento de orfandad que provocan en los vivos.
Más que tradición es emoción, subliminada en recuerdos y costumbres, provocada por el familiar o amigo desaparecido al que, en el día de ayer, le dedicamos nuestros pensamientos y honramos su memoria visitando la última morada en la que reposan y se consumen sus restos. Una emoción que embarga a cuantos mantienen la esperanza en una trascendencia que supera a la muerte y a los que están convencidos de que la nada es lo único que trasciende a la muerte.
La racionalidad, y no los instintos o las creencias, es lo que nos induce a cuestionarnos nuestra existencia y la posibilidad de que la vida tenga alguna finalidad que se escapa a nuestras entendederas. Pero es en la madurez, período en el que somos testigos de la ausencia de nuestros seres queridos, cuando comenzamos a rememorar el trozo de vida que compartimos con ellos o que ellos compartieron con nosotros.
Aunque no hay necesidad de que el calendario dicte nuestros hábitos, porque cualquier día del año sería oportuno para rendir memoria a los fallecidos, no está de más aprovechar, al menos, la festividad religiosa para volver a la vida, gracias al recuerdo, a los que ya están ausentes de ella y dedicarles el reconocimiento por lo que representaron para los que continuamos vivos, temporalmente.
No es la muerte, pues, lo que celebramos ayer, sino la memoria de los ausentes y el vacío que dejan en nuestras vidas. Y esa es la diferencia entre el Halloween importado y el Día de los difuntos: uno festeja la banalidad de la muerte; otro, el dolor que nos produce la ausencia de los seres queridos. No es cuestión de truco o trato, sino de emoción y memoria.
Más que tradición es emoción, subliminada en recuerdos y costumbres, provocada por el familiar o amigo desaparecido al que, en el día de ayer, le dedicamos nuestros pensamientos y honramos su memoria visitando la última morada en la que reposan y se consumen sus restos. Una emoción que embarga a cuantos mantienen la esperanza en una trascendencia que supera a la muerte y a los que están convencidos de que la nada es lo único que trasciende a la muerte.
La racionalidad, y no los instintos o las creencias, es lo que nos induce a cuestionarnos nuestra existencia y la posibilidad de que la vida tenga alguna finalidad que se escapa a nuestras entendederas. Pero es en la madurez, período en el que somos testigos de la ausencia de nuestros seres queridos, cuando comenzamos a rememorar el trozo de vida que compartimos con ellos o que ellos compartieron con nosotros.
Aunque no hay necesidad de que el calendario dicte nuestros hábitos, porque cualquier día del año sería oportuno para rendir memoria a los fallecidos, no está de más aprovechar, al menos, la festividad religiosa para volver a la vida, gracias al recuerdo, a los que ya están ausentes de ella y dedicarles el reconocimiento por lo que representaron para los que continuamos vivos, temporalmente.
No es la muerte, pues, lo que celebramos ayer, sino la memoria de los ausentes y el vacío que dejan en nuestras vidas. Y esa es la diferencia entre el Halloween importado y el Día de los difuntos: uno festeja la banalidad de la muerte; otro, el dolor que nos produce la ausencia de los seres queridos. No es cuestión de truco o trato, sino de emoción y memoria.
DANIEL GUERRERO