Una embarazada meaba entre gruñidos sobre mi cuerpo desnudo en el interior de la bañera. Meó un gol de oro en el primer chorro. Baldeó una salsa de peonías con el segundo. Una catarata de sortijas con el tercero. Hizo una pausa abrasiva aderezada con unas carcajadas incontenibles. Alguien le picó el trasero y aquella tumba de hombres comenzó a desvestir al mismísimo demonio. Una vulva repujada, impasible, con tentáculos floreciendo, súbitamente soltando peces, huevos, dientes de oro. Todo lo imaginable podía salir de aquel tulipán desordenado.
Una corriente eléctrica que no se apagaba, que al principio me hacía juntar en mis manos todo el poder, me empujó a desear morirme de golpe, a querer salir disparado en un destello. Yo, ahogándome con alguna dentera en las graves botas del garampeiro que se hunde en las arenas, deseando cambiar el río de sitio, arrancar el vello de mi barba, poder juntar dos palabras sangrientas. El cuerpo prominente de la mujer, situado en el plano más bélico, era pura gotera, se formaba graneado ante mis ojos acribillados a golpe de luces y mandobles, de vérsele por instantes tres y cuatro pares de patas.
Hora Cero. Crecimiento Cero. Treinta y tres litros por metro cuadrado. El artefacto hace explosión a media noche.
¡Alá Lakbar! Alá Lakbar! Ráfagas de AK-47. Furia. Morir. Matar. Griterío, lloros. Humo de hielo. Todo se ha congelado. Los sonidos, la furia, los heridos, los semáforos no aparecen en el casillero. El cemento se ha congelado suspendido en el aire. Tan sólo acierto a escuchar amplificados los mordiscos en los labios, los mordiscos desgarrando la fruta. De mi última noche de desenfreno.
Tras un intercambio de disparos con la policía, he echado a correr saboreando en mi aliento el agua del mar inundándome. He llegado a esta casa decadente huyendo del enjambre de policías. Desconozco la suerte que habrán corrido los demás, si habrán logrado zafarse de la balacera o por el contrario habrán caído en alguno de los controles de carretera. He subido cientos de escalones, tal vez sean menos, pero los he subido a zancadas, hincando el corazón en cada peldaño.
La puerta está entreabierta, con el codo aparto suavemente la hoja y sangra un chirrido de maderas despertando, remontando. Un irritante hedor a crustáceo proveniente de un acuario parcialmente desecado invade mis fosas nasales.
Sostengo la pistola con firmeza, alineando bien los dedos, y limpio el sudor de mi frente con los puños de la cazadora. Mis glóbulos rojos hierven bajo mi pequeño tamaño de mosca asustadiza. Y parezco fondear en un engaño, tratando de moverme entre nudos. Y creo escuchar un silbido de alguien suplantando a Mozart.
En la casa no hay luz. Sí un extraño tono cardíaco en el que alguien lanza un guijarro una y otra vez contra las paredes. En este salón de baile entretejido con telarañas y desfallecidas siluetas de ratones, presiento la boqueada fría de los muertos. La anciana está inmóvil. Me mira sin que yo le haya causado espanto. Lleva un pañuelo de seda al cuello y muchos abalorios cubriendo sus muñecas y antebrazos.Sentada en una butaca verde, rodeada de otras butacas verdes. Ella va de negro, aunque a veces me resulta un lapislázuli. O tal vez un rojo de agasajo.
Relampaguean los anuncios luminosos del callejón en una mueca anitcuada y muestran un gran salón doloroso, cruelmente vacío, sin fotografías, sin regalos ni ajededreces vivientes. Las pizcas de esos fogonazos del exterior me permiten ver el rostro empastado de la vieja, del mismo tono, de la misma pintura que la de las paredes. Sus manos reposan en las rodillas y frente a ella hay colocada una maravillosa tarta de cumpleaños. Y una taza de café aún sin apurar. Abre la boca y bosteza, y puedo verle dos enormes incisivos en una mandíbula desierta.
Una armadura medieval comparece sentada junto a ella, en otra butaca verde. Extraña quietud ésta. Elástica como un interminable saludo.
La vieja con colmillos de elefante medita y sestea de forma intermitente sin terminar de cerrar los ojos. Proyecta una imagen de monjío, de sacramento, de candelabro de bronce. Me observa fíjamente con unos ojos de fábula, ojos artificiales de fox terrier. Erguida, con la bonipostura de una dama elemental.
Nervioso, examino el resto de la vivienda.Todas las habitaciones están cerradas con llave. Las paredes desnudas presentan huecos que hace tiempo fueron avellanados. Donde alguien esperó pacientemente que se secara la cola. Se huelen las centurias en cada esquina sombría. Se pueden oler alacenas repletas de dulces, oler todo un alijo de tabaco rubio, cafés y cortados en las sobremesas, partituras y vidas de villorrio mezcladas con esmóquines. Se puede palpar la felicidad y también el sufrimiento. Tengo una extraña sensación de vacío en esta irrealidad geográfica donde cada milésima de segundo se escucha con exactitud nórdica.
Tinta y lluvia se mezclan lascivamente en el cristal de la ventana. La vieja me sigue con la mirada en esta desconcertante quietud penosamente aburrida. Noto cómo su mirada me arrebata el alma moneda a moneda. Como el croupier en la última partida.
Esta casa, desprovista de luz, con paisajes parciales toda vez caprichosos de libros soltando caldos en una vieja estantería, es horripilante.
La vieja y yo no hablamos verbalmente pero mi mente puede escuchar lo que me cuenta desde un corazón de aluminio atrapado en un cuerpo limpio y claro. Mensajes que logro descifrar y que llegan a mí con ponderada pronunciación. Un corazón que echa a andar al ritmo de una aguja y un hilo y que produce espuma en mis entrañas.
—Las habitaciones están cerradas para que no escape ninguno de los episodios de mi vida.-me dice con voz muy educada. Pero no mueve los labios.
¿Es hoy su cumpleaños?-pregunto sin articular palabra, entre titubeos. Desde la barriga. O desde el corazón. Desde la idiotez de la obviedad.
Ella asiente plácidamente. Me asegura que es feliz, lo subraya, y eso me reconforta, me aparta los miedos. Hay una contención entre nosotros. También armonía. La armonía del "nada importa", "todo ha acabado".
—Faltan dos horas para pleamar- añade cerrando los ojos como aquel que comienza a deleitarse con una melodía.
Me asomo al gran ventanal desprovisto de cortinas. El callejón permanece solitario. Intuyo en ese ambiente disuelto las metralletas al hombro, los coches zetas y los furgones de las fuerzas antiterroristas. El humo de las chimeneas parece congelado, no asciende. Nada se mueve.
Una rata astronauta, negra como la noche, se pavonea a lo largo de la calleja sin importarle las flechas ni el desenvainado de gatos.
Vuelvo a sentarme frente a la vieja. Un tic agónico en mi pie tamborilea el suelo, la pistola que pasa de una mano a otra, me limpio el sudor con el puño de la cazadora.
—¿Por qué estás aquí?- de repente, el ambiente se enfría y las luces dejan de parpadear. Tan sólo puedo ver a la vieja como en una radiografía, censurada, sus labios quietos, sus ojos de botón, de fox terrier, clavándose en los míos.
Y le cuento lo que siento en ese momento, el primer recuerdo que llega a mi mente. Verme frente al retrete, con un ridículo pantalón de pijama como el de los galos de los cómic de Astérix. Y una sudadera gris dos tallas más grandes que me hace sentir como la novia del capitán del equipo de rugby. Y mi picha muy pequeña, más pequeña y encogida que nunca. Todo una coliflor de vello rizado devorando a un caracolillo.
Y un viejo francés en la cama, con batín de flores y pantuflas de hotel, extendiendo un billete en el espacio que antes ocupaba mi cuerpo. Miro mi pene y yo mismo me pregunto hacia dónde deberían apuntar mis misiles.
Ella suspira desde su corazón de aluminio. Bufa igual que la respiración del malo de la Guerra de las Galaxias.
Un paréntesis pesado, una malla de fuerza, se abre en torno a mí. La vieja y todo lo que me rodea se distancia lentamente. Estoy aislado de todo sentido.
Reescucho su pis una y otra vez, el de la chica de la fiesta, precipitando dientes de oro, mosquitos ansiosos, y yo ahogándome, ahogándome.
Siento las contracciones de parto en mis pupilas. La otra noche.
Cuando pude respirar, creí ser John Lennon resucitado. Yusef palmeó como un mulero las nalgas orondas de la mujer y cuando logré materializar el pequeño ventanuco del baño, allí estaba el gratificante azul del cielo, la honda golosina de toda pintura inmensa. En la mascarada de la noche, vestidos con flores blancas, en la orgía donde los gajos frutales de las prostitutas nos daban de comer y los besos envenenaban. Era una comedia divertida con un presupuesto muy corto. Íbamos a dar nuestra vida por el Todopoderoso. En la más pura tradición sacerdotal, con una poderosa coreografía alrededor de Yusef, el lúcido pianista que abrió con sus sobresalientes dedos una grosera alfombra que ocultaba unas inmaculadas pistolas. Yo devoraba una pata de cordero sin intermisión tras haberme sacudido sobre el suelo en huracanados movimientos amatorios. Tras haberme bebido la sangre de dos vikingas.
El segundo whisky es en realidad el verdadero primero. Y me vi transpareciendo en la copa, enredándome en la fascinación de la droga formando imperio.
La vieja parpadea y sus dedos momificados parecen cobrar vida. Me pide que continúe. ¿Qué ha ocurrido esta mañana?
En la mañana, sí, sí, en la mañana. La cabeza comienza a molestarme. Me la arrancaría si pudiera. Seis cohetes anunciaban el encierro de ese día en Pamplona. Seis astados. Seis. Que habían dormido encajonados la noche anterior en los Corralillos del Gas en el barrio de Rochapea. Para cuando los cohetes volaron, Yusef, que había confeccionado la bomba con una horripilante destreza, recitaba el Corán y los demás nos unimos con fervor en sus plegarias.
Recuerdo el murmullo de mis hermanos con colofón de risitas, y las colillas haciendo montaña. Mujeres perfumadas quitándose las nieves, tetas comparándose, piernas y culos en un juego de caballos. Risas en un columpio, miradas de reptil y pulmones en forma de estrella cuando el hachís prendía y del humo salían timbales y ristotadas.
Salimos a la calle apiñados, nerviosos, manejándonos como mariscadores furtivos que odian las linternas. Menos Yusef, más enérgico y decidido. Nos comenzamos a mover entre atascos propios de la gran ciudad. Trenes que hablaban cinco idiomas, teatros de bulevar, calles sin semáforos, anuncios luminosos, comida china, leña quemándose. Íbamos a matar a mucha gente.
Aquella noche, tocado aún por los pétalos y las salivas, cuando todos se hubieron marchado, impregnado aún por el enfurecido dominio que otorga la Providencia a un niño pistolero, a un servidor de Dios, contemplé mi cuerpo huesudo frente al espejo. Me acerqué más. Un pelo gigante de la nariz, me transformé en Napoleón, el uniforme impoluto. Lo acaricié, lo husmeé como un sabueso. Olía a victoria. ¡Alá Lakbar!
Estoy satisfecho, deseando ser condecorado. Aún escucho los alaridos de hooligan de Yusef, ¡navega por el río de la vida, bracea, bracea!, y yo, viajando en ese pis, viajando con ese pis que agujereaba la bañera.
La vieja ya no parpadea. Su iris se agranda y se divide en varios anillos olímpicos. Toma mi mano y la acaricia.
—La muerte me visitó varias veces a lo largo de mi vejez. La primera ocasión, con motivo de un tumor que me detectaron en uno de mis pechos. Yo tenía 70 años. Escribí en un papel las condiciones de mi partida. Habría de marcharme cuando cumpliera mis objetivos. Yo debía de ir a la boda de mi nieta.
La muerte se marchó asustada. Me recuperé del cáncer y a los dos años, el tumor reapareció en mi otro pecho. La muerte me visitó de nuevo. Le espeté lo mismo: Debía de ir al bautizo de mi biznieto. Y no pensaba negociar eso. La muerte volvió a marcharse y regresó al año siguiente, cuando cogí una pulmonía. Le contesté que mi otra nieta se casaba, que no me iba de buen grado, que lucharía. Ella se marchó sin vacilar.
—¿Ha vuelto ya a por usted?-pregunto tragando saliva.
—Aún me queda celebrar mi cumpleaños. Cien. Hoy vendrá a por mí.
—¿Ha vuelto a ceder la muerte? ¿Por tercera vez?, ¿y por un cumpleaños?
—Ve a casa con tu familia, márcate objetivos que hagan el bien a los tuyos....y estarás preparado para marcharte. Ve y no dañes a nadie. Haz el Bien.
Salí de aquella casa dejando mi pistola junto a la vieja, que me seguía con la mirada, sin moverse.
En la calle el sol resplandecía, la vida seguía su curso. Miré perplejo a mi alrededor y me giré para reescuchar, no sé a quién ni el qué.
Un cartel de "Se vende" pendía del gran ventanal. Y una señora de mediana edad se me acercó y me preguntó:
—¿Le gusta?. La casa, digo. Es hermosa, deteriorada, es muy antigua eso sí, pero amplísima y luminosa.
—¿Quién vive o vivía ahí?
—Puff, mi madre murió hace cinco años. Desde entonces está a la venta. Era una mujer maravillosa, siempre ayudando a los demás. Fíjese que me dijo una vez que nunca se iría hasta cumplir los cien años....era muy obstinada.
—Que pase un buen día, señora.
A todas las víctimas del fanatismo y la violencia.
A esas abuelas con dos cojones y dos ovarios. Por toda su lucha.
Una corriente eléctrica que no se apagaba, que al principio me hacía juntar en mis manos todo el poder, me empujó a desear morirme de golpe, a querer salir disparado en un destello. Yo, ahogándome con alguna dentera en las graves botas del garampeiro que se hunde en las arenas, deseando cambiar el río de sitio, arrancar el vello de mi barba, poder juntar dos palabras sangrientas. El cuerpo prominente de la mujer, situado en el plano más bélico, era pura gotera, se formaba graneado ante mis ojos acribillados a golpe de luces y mandobles, de vérsele por instantes tres y cuatro pares de patas.
Hora Cero. Crecimiento Cero. Treinta y tres litros por metro cuadrado. El artefacto hace explosión a media noche.
¡Alá Lakbar! Alá Lakbar! Ráfagas de AK-47. Furia. Morir. Matar. Griterío, lloros. Humo de hielo. Todo se ha congelado. Los sonidos, la furia, los heridos, los semáforos no aparecen en el casillero. El cemento se ha congelado suspendido en el aire. Tan sólo acierto a escuchar amplificados los mordiscos en los labios, los mordiscos desgarrando la fruta. De mi última noche de desenfreno.
Tras un intercambio de disparos con la policía, he echado a correr saboreando en mi aliento el agua del mar inundándome. He llegado a esta casa decadente huyendo del enjambre de policías. Desconozco la suerte que habrán corrido los demás, si habrán logrado zafarse de la balacera o por el contrario habrán caído en alguno de los controles de carretera. He subido cientos de escalones, tal vez sean menos, pero los he subido a zancadas, hincando el corazón en cada peldaño.
La puerta está entreabierta, con el codo aparto suavemente la hoja y sangra un chirrido de maderas despertando, remontando. Un irritante hedor a crustáceo proveniente de un acuario parcialmente desecado invade mis fosas nasales.
Sostengo la pistola con firmeza, alineando bien los dedos, y limpio el sudor de mi frente con los puños de la cazadora. Mis glóbulos rojos hierven bajo mi pequeño tamaño de mosca asustadiza. Y parezco fondear en un engaño, tratando de moverme entre nudos. Y creo escuchar un silbido de alguien suplantando a Mozart.
En la casa no hay luz. Sí un extraño tono cardíaco en el que alguien lanza un guijarro una y otra vez contra las paredes. En este salón de baile entretejido con telarañas y desfallecidas siluetas de ratones, presiento la boqueada fría de los muertos. La anciana está inmóvil. Me mira sin que yo le haya causado espanto. Lleva un pañuelo de seda al cuello y muchos abalorios cubriendo sus muñecas y antebrazos.Sentada en una butaca verde, rodeada de otras butacas verdes. Ella va de negro, aunque a veces me resulta un lapislázuli. O tal vez un rojo de agasajo.
Relampaguean los anuncios luminosos del callejón en una mueca anitcuada y muestran un gran salón doloroso, cruelmente vacío, sin fotografías, sin regalos ni ajededreces vivientes. Las pizcas de esos fogonazos del exterior me permiten ver el rostro empastado de la vieja, del mismo tono, de la misma pintura que la de las paredes. Sus manos reposan en las rodillas y frente a ella hay colocada una maravillosa tarta de cumpleaños. Y una taza de café aún sin apurar. Abre la boca y bosteza, y puedo verle dos enormes incisivos en una mandíbula desierta.
Una armadura medieval comparece sentada junto a ella, en otra butaca verde. Extraña quietud ésta. Elástica como un interminable saludo.
La vieja con colmillos de elefante medita y sestea de forma intermitente sin terminar de cerrar los ojos. Proyecta una imagen de monjío, de sacramento, de candelabro de bronce. Me observa fíjamente con unos ojos de fábula, ojos artificiales de fox terrier. Erguida, con la bonipostura de una dama elemental.
Nervioso, examino el resto de la vivienda.Todas las habitaciones están cerradas con llave. Las paredes desnudas presentan huecos que hace tiempo fueron avellanados. Donde alguien esperó pacientemente que se secara la cola. Se huelen las centurias en cada esquina sombría. Se pueden oler alacenas repletas de dulces, oler todo un alijo de tabaco rubio, cafés y cortados en las sobremesas, partituras y vidas de villorrio mezcladas con esmóquines. Se puede palpar la felicidad y también el sufrimiento. Tengo una extraña sensación de vacío en esta irrealidad geográfica donde cada milésima de segundo se escucha con exactitud nórdica.
Tinta y lluvia se mezclan lascivamente en el cristal de la ventana. La vieja me sigue con la mirada en esta desconcertante quietud penosamente aburrida. Noto cómo su mirada me arrebata el alma moneda a moneda. Como el croupier en la última partida.
Esta casa, desprovista de luz, con paisajes parciales toda vez caprichosos de libros soltando caldos en una vieja estantería, es horripilante.
La vieja y yo no hablamos verbalmente pero mi mente puede escuchar lo que me cuenta desde un corazón de aluminio atrapado en un cuerpo limpio y claro. Mensajes que logro descifrar y que llegan a mí con ponderada pronunciación. Un corazón que echa a andar al ritmo de una aguja y un hilo y que produce espuma en mis entrañas.
—Las habitaciones están cerradas para que no escape ninguno de los episodios de mi vida.-me dice con voz muy educada. Pero no mueve los labios.
¿Es hoy su cumpleaños?-pregunto sin articular palabra, entre titubeos. Desde la barriga. O desde el corazón. Desde la idiotez de la obviedad.
Ella asiente plácidamente. Me asegura que es feliz, lo subraya, y eso me reconforta, me aparta los miedos. Hay una contención entre nosotros. También armonía. La armonía del "nada importa", "todo ha acabado".
—Faltan dos horas para pleamar- añade cerrando los ojos como aquel que comienza a deleitarse con una melodía.
Me asomo al gran ventanal desprovisto de cortinas. El callejón permanece solitario. Intuyo en ese ambiente disuelto las metralletas al hombro, los coches zetas y los furgones de las fuerzas antiterroristas. El humo de las chimeneas parece congelado, no asciende. Nada se mueve.
Una rata astronauta, negra como la noche, se pavonea a lo largo de la calleja sin importarle las flechas ni el desenvainado de gatos.
Vuelvo a sentarme frente a la vieja. Un tic agónico en mi pie tamborilea el suelo, la pistola que pasa de una mano a otra, me limpio el sudor con el puño de la cazadora.
—¿Por qué estás aquí?- de repente, el ambiente se enfría y las luces dejan de parpadear. Tan sólo puedo ver a la vieja como en una radiografía, censurada, sus labios quietos, sus ojos de botón, de fox terrier, clavándose en los míos.
Y le cuento lo que siento en ese momento, el primer recuerdo que llega a mi mente. Verme frente al retrete, con un ridículo pantalón de pijama como el de los galos de los cómic de Astérix. Y una sudadera gris dos tallas más grandes que me hace sentir como la novia del capitán del equipo de rugby. Y mi picha muy pequeña, más pequeña y encogida que nunca. Todo una coliflor de vello rizado devorando a un caracolillo.
Y un viejo francés en la cama, con batín de flores y pantuflas de hotel, extendiendo un billete en el espacio que antes ocupaba mi cuerpo. Miro mi pene y yo mismo me pregunto hacia dónde deberían apuntar mis misiles.
Ella suspira desde su corazón de aluminio. Bufa igual que la respiración del malo de la Guerra de las Galaxias.
Un paréntesis pesado, una malla de fuerza, se abre en torno a mí. La vieja y todo lo que me rodea se distancia lentamente. Estoy aislado de todo sentido.
Reescucho su pis una y otra vez, el de la chica de la fiesta, precipitando dientes de oro, mosquitos ansiosos, y yo ahogándome, ahogándome.
Siento las contracciones de parto en mis pupilas. La otra noche.
Cuando pude respirar, creí ser John Lennon resucitado. Yusef palmeó como un mulero las nalgas orondas de la mujer y cuando logré materializar el pequeño ventanuco del baño, allí estaba el gratificante azul del cielo, la honda golosina de toda pintura inmensa. En la mascarada de la noche, vestidos con flores blancas, en la orgía donde los gajos frutales de las prostitutas nos daban de comer y los besos envenenaban. Era una comedia divertida con un presupuesto muy corto. Íbamos a dar nuestra vida por el Todopoderoso. En la más pura tradición sacerdotal, con una poderosa coreografía alrededor de Yusef, el lúcido pianista que abrió con sus sobresalientes dedos una grosera alfombra que ocultaba unas inmaculadas pistolas. Yo devoraba una pata de cordero sin intermisión tras haberme sacudido sobre el suelo en huracanados movimientos amatorios. Tras haberme bebido la sangre de dos vikingas.
El segundo whisky es en realidad el verdadero primero. Y me vi transpareciendo en la copa, enredándome en la fascinación de la droga formando imperio.
La vieja parpadea y sus dedos momificados parecen cobrar vida. Me pide que continúe. ¿Qué ha ocurrido esta mañana?
En la mañana, sí, sí, en la mañana. La cabeza comienza a molestarme. Me la arrancaría si pudiera. Seis cohetes anunciaban el encierro de ese día en Pamplona. Seis astados. Seis. Que habían dormido encajonados la noche anterior en los Corralillos del Gas en el barrio de Rochapea. Para cuando los cohetes volaron, Yusef, que había confeccionado la bomba con una horripilante destreza, recitaba el Corán y los demás nos unimos con fervor en sus plegarias.
Recuerdo el murmullo de mis hermanos con colofón de risitas, y las colillas haciendo montaña. Mujeres perfumadas quitándose las nieves, tetas comparándose, piernas y culos en un juego de caballos. Risas en un columpio, miradas de reptil y pulmones en forma de estrella cuando el hachís prendía y del humo salían timbales y ristotadas.
Salimos a la calle apiñados, nerviosos, manejándonos como mariscadores furtivos que odian las linternas. Menos Yusef, más enérgico y decidido. Nos comenzamos a mover entre atascos propios de la gran ciudad. Trenes que hablaban cinco idiomas, teatros de bulevar, calles sin semáforos, anuncios luminosos, comida china, leña quemándose. Íbamos a matar a mucha gente.
Aquella noche, tocado aún por los pétalos y las salivas, cuando todos se hubieron marchado, impregnado aún por el enfurecido dominio que otorga la Providencia a un niño pistolero, a un servidor de Dios, contemplé mi cuerpo huesudo frente al espejo. Me acerqué más. Un pelo gigante de la nariz, me transformé en Napoleón, el uniforme impoluto. Lo acaricié, lo husmeé como un sabueso. Olía a victoria. ¡Alá Lakbar!
Estoy satisfecho, deseando ser condecorado. Aún escucho los alaridos de hooligan de Yusef, ¡navega por el río de la vida, bracea, bracea!, y yo, viajando en ese pis, viajando con ese pis que agujereaba la bañera.
La vieja ya no parpadea. Su iris se agranda y se divide en varios anillos olímpicos. Toma mi mano y la acaricia.
—La muerte me visitó varias veces a lo largo de mi vejez. La primera ocasión, con motivo de un tumor que me detectaron en uno de mis pechos. Yo tenía 70 años. Escribí en un papel las condiciones de mi partida. Habría de marcharme cuando cumpliera mis objetivos. Yo debía de ir a la boda de mi nieta.
La muerte se marchó asustada. Me recuperé del cáncer y a los dos años, el tumor reapareció en mi otro pecho. La muerte me visitó de nuevo. Le espeté lo mismo: Debía de ir al bautizo de mi biznieto. Y no pensaba negociar eso. La muerte volvió a marcharse y regresó al año siguiente, cuando cogí una pulmonía. Le contesté que mi otra nieta se casaba, que no me iba de buen grado, que lucharía. Ella se marchó sin vacilar.
—¿Ha vuelto ya a por usted?-pregunto tragando saliva.
—Aún me queda celebrar mi cumpleaños. Cien. Hoy vendrá a por mí.
—¿Ha vuelto a ceder la muerte? ¿Por tercera vez?, ¿y por un cumpleaños?
—Ve a casa con tu familia, márcate objetivos que hagan el bien a los tuyos....y estarás preparado para marcharte. Ve y no dañes a nadie. Haz el Bien.
Salí de aquella casa dejando mi pistola junto a la vieja, que me seguía con la mirada, sin moverse.
En la calle el sol resplandecía, la vida seguía su curso. Miré perplejo a mi alrededor y me giré para reescuchar, no sé a quién ni el qué.
Un cartel de "Se vende" pendía del gran ventanal. Y una señora de mediana edad se me acercó y me preguntó:
—¿Le gusta?. La casa, digo. Es hermosa, deteriorada, es muy antigua eso sí, pero amplísima y luminosa.
—¿Quién vive o vivía ahí?
—Puff, mi madre murió hace cinco años. Desde entonces está a la venta. Era una mujer maravillosa, siempre ayudando a los demás. Fíjese que me dijo una vez que nunca se iría hasta cumplir los cien años....era muy obstinada.
—Que pase un buen día, señora.
A todas las víctimas del fanatismo y la violencia.
A esas abuelas con dos cojones y dos ovarios. Por toda su lucha.
J. DELGADO-CHUMILLA