La vida se ve mejor desde un columpio. Y cuanto más alto suba, tanto mejor. En el reparto de papeles de este gran teatro, como diría Calderón, a mí me tocó el alambre y ser equilibrista, pero sería fabuloso ser trapecista y poder volar sobre todo y sobre todos.
Hoy he ido a visitar a esa mujer que guarda algún parecido conmigo. Poco, menos mal. De nuevo estaba sentada junto a la ventana, con su mirada perdida no se sabe dónde. Es como si su mente se hubiera bajado en alguna estación desolada de una parada imprevista y no hubiese visto que el tren se escapaba. Y se le escapó el tren de la cordura y de la realidad.
Para mí ir a verla no sé si es una obligación o la respuesta de mi culpabilidad infantil que aún lucha porque la acepten y porque la vean como una niña buena digna de terminar en el Olimpo celeste. No lo hago muy a menudo, lo de ir, porque siempre salgo con una impotencia pesada asida a mis hombros que me desequilibra. Yo no me lo puedo permitir. No puedo aguantar otro peso que no sea el mío.
Tengo pocos recuerdos de ella y no por mi culpa. Antes del internado, es decir, antes de cumplir los seis años, me cuidó una niñera filipina estricta y poca dado a los cariños.
Lo he sabido después. Hubo un acuerdo: "Si tú quieres, yo tengo un hijo, pero yo quiero seguir con mi vida, las fiestas, el club y mis tratamientos de belleza". Y ese fue el momento decisivo por el que yo pasé de ser nada a venir a este mundo donde intento ser alguien. Mi padre quería un heredero y la mujer aceptó, pero con condiciones.
Me cuesta llamarla madre. No sé, siempre he creído que ser madre es otra cosa: abrazos, noches en vela por una enfermedad del hijo, angustia por sus penas. Transcender de uno mismo o de una misma, en definitiva.
Ya no la odio. Supongo que dejamos de odiar a alguien cuando esa persona recibe un castigo kármico y nuestro sentimiento pasa del odio a la pena. Y ella lo ha sufrido.
Cuando uno se aleja de su interior, cuando lo importante es la evasión y la huída de una vida que ha elegido por error, antes o después, llega el derrumbe, la caída de rodillas en el desierto, la soledad más intensa que existe: la de no saber quién eres.
Mi progenitora es la segunda esposa de mi padre y la única que le ha proporcionado –elijo el verbo a conciencia– un hijo, bueno, mejor dicho, una hija, que no ha respondido a ninguna de sus expectativas. Si pudiera, me descambiaba. Lástima que no me enviaron con ticket de vuelta. Supongo que el limbo no es un mal lugar para vivir.
Esta tarde he descubierto un parque pequeño con columpios. Estaba solo. Nadie me veía, así que me he sentado en esa tabla colgada de dos cadenas que me ha elevado sobre el mundo, que me ha acercado y separado de la realidad. El viento en mi cara, mis piernas que se movían solas, la alegría de volar, mis pulmones que se abrían, mi corazón viviendo han hecho de esta tierra, a veces hostil, un temporal oasis. Y lo mejor, la impotencia movida por el miedo a las alturas, ha saltado de mis hombros y mi cuello, dejándome ligera como una mariposa.
Hoy he ido a visitar a esa mujer que guarda algún parecido conmigo. Poco, menos mal. De nuevo estaba sentada junto a la ventana, con su mirada perdida no se sabe dónde. Es como si su mente se hubiera bajado en alguna estación desolada de una parada imprevista y no hubiese visto que el tren se escapaba. Y se le escapó el tren de la cordura y de la realidad.
Para mí ir a verla no sé si es una obligación o la respuesta de mi culpabilidad infantil que aún lucha porque la acepten y porque la vean como una niña buena digna de terminar en el Olimpo celeste. No lo hago muy a menudo, lo de ir, porque siempre salgo con una impotencia pesada asida a mis hombros que me desequilibra. Yo no me lo puedo permitir. No puedo aguantar otro peso que no sea el mío.
Tengo pocos recuerdos de ella y no por mi culpa. Antes del internado, es decir, antes de cumplir los seis años, me cuidó una niñera filipina estricta y poca dado a los cariños.
Lo he sabido después. Hubo un acuerdo: "Si tú quieres, yo tengo un hijo, pero yo quiero seguir con mi vida, las fiestas, el club y mis tratamientos de belleza". Y ese fue el momento decisivo por el que yo pasé de ser nada a venir a este mundo donde intento ser alguien. Mi padre quería un heredero y la mujer aceptó, pero con condiciones.
Me cuesta llamarla madre. No sé, siempre he creído que ser madre es otra cosa: abrazos, noches en vela por una enfermedad del hijo, angustia por sus penas. Transcender de uno mismo o de una misma, en definitiva.
Ya no la odio. Supongo que dejamos de odiar a alguien cuando esa persona recibe un castigo kármico y nuestro sentimiento pasa del odio a la pena. Y ella lo ha sufrido.
Cuando uno se aleja de su interior, cuando lo importante es la evasión y la huída de una vida que ha elegido por error, antes o después, llega el derrumbe, la caída de rodillas en el desierto, la soledad más intensa que existe: la de no saber quién eres.
Mi progenitora es la segunda esposa de mi padre y la única que le ha proporcionado –elijo el verbo a conciencia– un hijo, bueno, mejor dicho, una hija, que no ha respondido a ninguna de sus expectativas. Si pudiera, me descambiaba. Lástima que no me enviaron con ticket de vuelta. Supongo que el limbo no es un mal lugar para vivir.
Esta tarde he descubierto un parque pequeño con columpios. Estaba solo. Nadie me veía, así que me he sentado en esa tabla colgada de dos cadenas que me ha elevado sobre el mundo, que me ha acercado y separado de la realidad. El viento en mi cara, mis piernas que se movían solas, la alegría de volar, mis pulmones que se abrían, mi corazón viviendo han hecho de esta tierra, a veces hostil, un temporal oasis. Y lo mejor, la impotencia movida por el miedo a las alturas, ha saltado de mis hombros y mi cuello, dejándome ligera como una mariposa.
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ