El español contiene distintas consonantes que comparten la misma fonética, lo que da lugar a errores ortográficos que, inmediatamente, son criticados por los puristas del uso culto del idioma. La diferencia fonética entre "mágico" y "Méjico", aparte de la vocal, son esas consonantes distintas que se pronuncian de manera idéntica. Esta singularidad no representa mayor trascendencia en el ámbito doméstico de la comunicación, pero en ocasiones da lugar a faltas ortográficas que aparecen en el momento más inoportuno, como el sucedido hace unos días en la inauguración del VII Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE), que se celebró en Puerto Rico.
El rótulo que figuraba sobreimpresionado en la imagen que retransmitía la televisión de aquel país, durante la intervención del Rey de España, contenía la incorrección de escribir “magestad” por majestad. Una falta de ortografía que ha dado la vuelta al mundo por producirse, precisamente, en un congreso mundial sobre el idioma español.
La errata se mantuvo durante diez minutos en pantalla antes de ser advertida y corregida por el realizador del programa, tiempo suficiente para que el desaguisado fuera aprovechado por los que intentan deslucir un encuentro que valora la lengua española como vehículo de expresión en muchas culturas y pueblos a ambos lados del Atlántico.
Y es que si un cónclave al que asisten “doctores” del idioma no está exento de estas faltas, imagínese usted lo que sucede en la calle de cualquier país hispanohablante, donde la gente habla como le parece y escribe como puede.
Pues pasa, ni más ni menos, que los hablantes modifican y hacen evolucionar la lengua a su antojo, partiendo en la mayoría de los casos de incorrecciones no admitidas por los académicos y puristas, pero que la fuerza del uso impone como normal. Si ello no fuera así, ni el español hubiera podido derivarse de aquel latín que los habitantes de la antigua Hispania comenzaron a transformar en dialecto, hablando un latín vulgar, hasta convertirlo en la lengua en la que se comunican hoy más de 400 millones de personas en todo el mundo.
No será el caso, probablemente, de la palabra “magestad” cuyo término correcto está sólidamente asentado en nuestra lengua como para temer la mudanza de su majestuosa consonante, tocada con ese punto que corona una letra estirada cual miembro de la realeza, a pesar de lo cual resulta maja, nada majadera.
Si los hablantes, o el empecinamiento, más bien, de los escribientes, persisten en acomodarla junto a magenta, magia o magistral, acaso perdería ese encanto estilizado y simpático, próximo al jolgorio, que su presencia denota para convertirse en un vocablo adusto, con la magnificencia de una alta magistratura.
Claro que en Puerto Rico todo es posible, acostumbrados como están al mestizaje idiomático para no volverse paranoicos con las lenguas que la historia y la política imponen a sus habitantes. No sólo incorporan anglicismos al español con toda la naturalidad del mundo, sino que combinan expresiones del inglés y el castellano para elaborar una especie de spanglish con el que administran las influencias que reciben de ambos ámbitos lingüísticos. De hecho, el americanismo de Puerto Rico figura en el Diccionario de la Real Academia desde antes que lo exigiera el escritor y dramaturgo puertorriqueño Luis Rafael Sánchez en el citado Congreso.
Una errata no hace desmerecer una lengua como una golondrina no hace verano, por mucho que se empeñen los malintencionados que enseguida denuncian ignorancias, descuidos o provocaciones premeditadas. Los puertorriqueños acumulan en su habla sustratos de las lenguas arahuacas, del español periférico de los conquistadores andaluces, extremeños y canarios y, finalmente, del inglés que la política, la tecnología y la economía introducen sin apenas resistencia, como para dar importancia a un error que sólo evidencia la falta de supervisión en la elaboración de un programa de televisión.
En la isla se sigue hablando español con todas las aportaciones y modalidades que la historia y las peculiaridades brindan, sin que por ello el idioma corra más riesgo que el de su propia evolución. La confusión de una letra en una palabra no representa más que eso: una confusión propiciada por una misma fonética que no distingue diferencia, algo mucho menos grave, si me apuran, que el “¡mi arma!” coloquial de los castizos andaluces cuando pretenden expresar un cariñoso “¡mi alma!”.
“Magestad” será, por tanto, sólo una anécdota inoportuna e improcedente en un Congreso de la Lengua que, aparte de ser ajena a los organizadores del evento, expresa gráficamente la necesidad de un mayor rigor en el uso del idioma por parte de los medios de comunicación, más presencia en el mundo de las tecnologías para no ser sustituido por términos anglosajones y más fortaleza en su proyección en las industrias culturales y en la educación para poder seguir siendo, durante otros 500 años, una lengua viva que aúna países, culturas y personas en todo el mundo. ¡Vamos, que no es una lengua muerta!
El rótulo que figuraba sobreimpresionado en la imagen que retransmitía la televisión de aquel país, durante la intervención del Rey de España, contenía la incorrección de escribir “magestad” por majestad. Una falta de ortografía que ha dado la vuelta al mundo por producirse, precisamente, en un congreso mundial sobre el idioma español.
La errata se mantuvo durante diez minutos en pantalla antes de ser advertida y corregida por el realizador del programa, tiempo suficiente para que el desaguisado fuera aprovechado por los que intentan deslucir un encuentro que valora la lengua española como vehículo de expresión en muchas culturas y pueblos a ambos lados del Atlántico.
Y es que si un cónclave al que asisten “doctores” del idioma no está exento de estas faltas, imagínese usted lo que sucede en la calle de cualquier país hispanohablante, donde la gente habla como le parece y escribe como puede.
Pues pasa, ni más ni menos, que los hablantes modifican y hacen evolucionar la lengua a su antojo, partiendo en la mayoría de los casos de incorrecciones no admitidas por los académicos y puristas, pero que la fuerza del uso impone como normal. Si ello no fuera así, ni el español hubiera podido derivarse de aquel latín que los habitantes de la antigua Hispania comenzaron a transformar en dialecto, hablando un latín vulgar, hasta convertirlo en la lengua en la que se comunican hoy más de 400 millones de personas en todo el mundo.
No será el caso, probablemente, de la palabra “magestad” cuyo término correcto está sólidamente asentado en nuestra lengua como para temer la mudanza de su majestuosa consonante, tocada con ese punto que corona una letra estirada cual miembro de la realeza, a pesar de lo cual resulta maja, nada majadera.
Si los hablantes, o el empecinamiento, más bien, de los escribientes, persisten en acomodarla junto a magenta, magia o magistral, acaso perdería ese encanto estilizado y simpático, próximo al jolgorio, que su presencia denota para convertirse en un vocablo adusto, con la magnificencia de una alta magistratura.
Claro que en Puerto Rico todo es posible, acostumbrados como están al mestizaje idiomático para no volverse paranoicos con las lenguas que la historia y la política imponen a sus habitantes. No sólo incorporan anglicismos al español con toda la naturalidad del mundo, sino que combinan expresiones del inglés y el castellano para elaborar una especie de spanglish con el que administran las influencias que reciben de ambos ámbitos lingüísticos. De hecho, el americanismo de Puerto Rico figura en el Diccionario de la Real Academia desde antes que lo exigiera el escritor y dramaturgo puertorriqueño Luis Rafael Sánchez en el citado Congreso.
Una errata no hace desmerecer una lengua como una golondrina no hace verano, por mucho que se empeñen los malintencionados que enseguida denuncian ignorancias, descuidos o provocaciones premeditadas. Los puertorriqueños acumulan en su habla sustratos de las lenguas arahuacas, del español periférico de los conquistadores andaluces, extremeños y canarios y, finalmente, del inglés que la política, la tecnología y la economía introducen sin apenas resistencia, como para dar importancia a un error que sólo evidencia la falta de supervisión en la elaboración de un programa de televisión.
En la isla se sigue hablando español con todas las aportaciones y modalidades que la historia y las peculiaridades brindan, sin que por ello el idioma corra más riesgo que el de su propia evolución. La confusión de una letra en una palabra no representa más que eso: una confusión propiciada por una misma fonética que no distingue diferencia, algo mucho menos grave, si me apuran, que el “¡mi arma!” coloquial de los castizos andaluces cuando pretenden expresar un cariñoso “¡mi alma!”.
“Magestad” será, por tanto, sólo una anécdota inoportuna e improcedente en un Congreso de la Lengua que, aparte de ser ajena a los organizadores del evento, expresa gráficamente la necesidad de un mayor rigor en el uso del idioma por parte de los medios de comunicación, más presencia en el mundo de las tecnologías para no ser sustituido por términos anglosajones y más fortaleza en su proyección en las industrias culturales y en la educación para poder seguir siendo, durante otros 500 años, una lengua viva que aúna países, culturas y personas en todo el mundo. ¡Vamos, que no es una lengua muerta!
DANIEL GUERRERO