Ser un cargo político y tener el poder de determinar la vida de otras personas debe crear una sensación embriagadora parecida a la de ser un Dios terrenal, con mucha más repercusión que el otro, por cierto. Y claro, a un Dios no se le puede meter prisa. Los asuntos que tratan son trascendentes y, por tanto, precisan de mesura, de medidas cautas y precisas. Es un ejercicio de responsabilidad, no caben sentimientos humanitarios.
Al menos esa debe ser la postura de los dirigentes europeos que desde hace meses divagan entre soluciones nunca adoptadas para paliar la situación de los millones de refugiados que cada día continúan llegando a las fronteras del continente huyendo de una guerra, la de Siria, que ya se ha cobrado más de medio millón de vidas desde su inicio en 2011. Una vez que obviar el asunto con la vaga intención de que este se arregle solo haya resultado ser una medida infructuosa, la salida de barrer el problema para que otro se haga cargo gana adeptos.
La Unión Europea plantea deportaciones colectivas de refugiados políticos a Turquía, un país que aglutina ya tres millones de exiliados y cuyo respeto a los derechos humanos está lejos de ser escrupuloso. La contrapartida es clara: dinero, libre circulación de ciudadanos turcos en Europa y un paso más a la integración del país en la Unión. Es decir, la diplomacia de Turquía ya no se basa en palabras vacías, promesas o contrapartidas económicas al estilo de la vieja escuela, sino en el tráfico de personas.
Una operación de estas dimensiones requiere, consecuentemente, de una ardua negociación. Poco importa que en la frontera griega se agolpen en el barro 40.000 personas, la mayoría mujeres y niños, esperando continuar por la ruta de los Balcanes; o que más de 4.000 personas hayan muerto en el Mediterráneo desde el año pasado.
Parece dar igual que las mafias secuestren a niños que viajan solos para venderlos a redes de prostitución; que se produzcan violaciones cada día en los campamentos de refugiados. O que tan sólo se haya dado asilo a unos mil exiliados de los 160.000 que la UE se comprometió a reubicar hace meses y que continúan esperando entre la desesperación y la enfermedad. Por cierto, España ha dado asilo a 18.
Muchos ya hablan de la mayor tragedia de las últimas décadas. Probablemente porque está ocurriendo en territorio europeo. Poco se sabe de las condiciones vividas por los refugiados en Turquía, pues allí la prensa no es bienvenida.
De cualquier forma, en Europa los medios tampoco incrementan la presión popular ante hechos como el cierre de fronteras en países como Austria y Hungría; que Dinamarca confisque a los refugiados todos sus objetos de valor para entrar en el país; que la OTAN esté desarrollando operaciones de patrullaje en el Mediterráneo para interceptar a inmigrantes como si fueran piratas o terroristas; que en Alemania y Suiza se exija una cuota de entrada; que en Inglaterra se marque de rojo la casa de los solicitantes de asilo para facilitar el trabajo de los grupos xenófobos… En definitiva, que Europa esté cometiendo un genocidio silencioso de un pueblo que escapa de una guerra.
Pues, ¿qué dirigente europeo quiere arriesgar su cargo por unos cuantos miles de exiliados? En Francia, el Frente Popular de Le Pen ocupa cada vez más instituciones; en Alemania un partido de extrema derecha gana terreno; en Bélgica ya gobiernan los xenófobos; en Reino Unido sigue creciendo el sentimiento antieuropeo.
Lo realmente grave es que sea la ciudadanía europea la que exija que se expulse a personas que no tienen nada. Ahí radica la metástasis de una sociedad que se encierra más y más en un bienestar artificial mantenido a costa del resto.
Y, a pesar de todo ello, Europa continúa siendo la única esperanza. Los refugiados no viajan a los reinos del Golfo Pérsico, donde se construyen pistas de hielo en el desierto, para pedir auxilio. Se encaminan a Europa con la ilusión de que el pueblo que abandera la lucha por los derechos humanos sea consecuente con sus políticas para no repetir los errores de un pasado tenebroso.
Mientras cientos de miles de personas esperan su oportunidad en la frontera, prácticamente enterrados en el barro, la realidad es que es Europa la que se debate en su propio barro, el de la indolencia y la ausencia de solidaridad.
Al menos esa debe ser la postura de los dirigentes europeos que desde hace meses divagan entre soluciones nunca adoptadas para paliar la situación de los millones de refugiados que cada día continúan llegando a las fronteras del continente huyendo de una guerra, la de Siria, que ya se ha cobrado más de medio millón de vidas desde su inicio en 2011. Una vez que obviar el asunto con la vaga intención de que este se arregle solo haya resultado ser una medida infructuosa, la salida de barrer el problema para que otro se haga cargo gana adeptos.
La Unión Europea plantea deportaciones colectivas de refugiados políticos a Turquía, un país que aglutina ya tres millones de exiliados y cuyo respeto a los derechos humanos está lejos de ser escrupuloso. La contrapartida es clara: dinero, libre circulación de ciudadanos turcos en Europa y un paso más a la integración del país en la Unión. Es decir, la diplomacia de Turquía ya no se basa en palabras vacías, promesas o contrapartidas económicas al estilo de la vieja escuela, sino en el tráfico de personas.
Una operación de estas dimensiones requiere, consecuentemente, de una ardua negociación. Poco importa que en la frontera griega se agolpen en el barro 40.000 personas, la mayoría mujeres y niños, esperando continuar por la ruta de los Balcanes; o que más de 4.000 personas hayan muerto en el Mediterráneo desde el año pasado.
Parece dar igual que las mafias secuestren a niños que viajan solos para venderlos a redes de prostitución; que se produzcan violaciones cada día en los campamentos de refugiados. O que tan sólo se haya dado asilo a unos mil exiliados de los 160.000 que la UE se comprometió a reubicar hace meses y que continúan esperando entre la desesperación y la enfermedad. Por cierto, España ha dado asilo a 18.
Muchos ya hablan de la mayor tragedia de las últimas décadas. Probablemente porque está ocurriendo en territorio europeo. Poco se sabe de las condiciones vividas por los refugiados en Turquía, pues allí la prensa no es bienvenida.
De cualquier forma, en Europa los medios tampoco incrementan la presión popular ante hechos como el cierre de fronteras en países como Austria y Hungría; que Dinamarca confisque a los refugiados todos sus objetos de valor para entrar en el país; que la OTAN esté desarrollando operaciones de patrullaje en el Mediterráneo para interceptar a inmigrantes como si fueran piratas o terroristas; que en Alemania y Suiza se exija una cuota de entrada; que en Inglaterra se marque de rojo la casa de los solicitantes de asilo para facilitar el trabajo de los grupos xenófobos… En definitiva, que Europa esté cometiendo un genocidio silencioso de un pueblo que escapa de una guerra.
Pues, ¿qué dirigente europeo quiere arriesgar su cargo por unos cuantos miles de exiliados? En Francia, el Frente Popular de Le Pen ocupa cada vez más instituciones; en Alemania un partido de extrema derecha gana terreno; en Bélgica ya gobiernan los xenófobos; en Reino Unido sigue creciendo el sentimiento antieuropeo.
Lo realmente grave es que sea la ciudadanía europea la que exija que se expulse a personas que no tienen nada. Ahí radica la metástasis de una sociedad que se encierra más y más en un bienestar artificial mantenido a costa del resto.
Y, a pesar de todo ello, Europa continúa siendo la única esperanza. Los refugiados no viajan a los reinos del Golfo Pérsico, donde se construyen pistas de hielo en el desierto, para pedir auxilio. Se encaminan a Europa con la ilusión de que el pueblo que abandera la lucha por los derechos humanos sea consecuente con sus políticas para no repetir los errores de un pasado tenebroso.
Mientras cientos de miles de personas esperan su oportunidad en la frontera, prácticamente enterrados en el barro, la realidad es que es Europa la que se debate en su propio barro, el de la indolencia y la ausencia de solidaridad.
JESÚS C. ÁLVAREZ