No son buenos tiempos para los trabajadores de la función pública, esos empleados que ejercen su profesión en cualquiera de las administraciones del Estado y que materializan las prestaciones y los servicios que éstas ofrecen al conjunto de los ciudadanos a través de escuelas, juzgados, hospitales, comisarías de policías, etc.
No son buenos tiempos porque, en medio de una crisis que ha acarreado paro y empobrecimiento generalizados, los funcionarios han sido cuestionados por ser presuntamente unos privilegiados gracias a la estabilidad de su empleo –al que cualquiera puede optar si reúne los requisitos exigidos y aprueba las convocatorias de acceso– y por constituir un colectivo que representa, para algunos, un “gasto” insoportable para el Estado, dado su volumen (al parecer sobran médicos, jueces, maestros, etc.) y el escaso rendimiento de su trabajo (al parecer, también, la iniciativa privada es más eficaz).
Resulta cansino, a estas alturas, tener que desmentir tales críticas y demostrar la necesidad imprescindible de los empleados públicos como instrumento del Estado de Bienestar para garantizar derechos y libertades de los ciudadanos mediante políticas que extiendan entre la población la igualdad de oportunidades y la provisión de servicios, prestaciones y ayudas sociales.
Ya es de sobra sabido que esta crítica procede de determinados intereses ideológicos o empresariales que comparten el objetivo de que sea la iniciativa privada (el mercado) la que satisfaga las necesidades básicas de la población y provea los servicios que la gente demanda, evidentemente previo pago de su coste.
Los que denostan la provisión pública de estas iniciativas parten del convencimiento de una supuesta eficiencia del sector privado frente a lo que tildan como derroche en lo público. Ocultan deliberadamente que sólo los que puedan costeárselos –es decir, hacerlos rentable– podrían acceder a una cartera de servicios de titularidad privada.
Y al ocultar este detalle (discriminatorio), soslayan, de paso, que la garantía de las prestaciones de carácter universal sólo es posible desde el sector público, que no discrimina al usuario por su condición económica, sino que atiende a todos por igual: pudientes o insolventes.
Pero más allá de ese debate ideológico (que se solventa en las urnas), prevalece el infundio sobre la secular “indolencia” del funcionario, repetidamente señalado por no rendir en su trabajo con la debida eficiencia y productividad. Se trata, igualmente, de una acusación simplista que sería fácil rebatir desde la comparación objetiva del trabajo desarrollado en cualquier organismo o institución pública con el que se realiza en los de titularidad privada, de dimensiones y funciones equiparables, ya sean universidades, hospitales, empresas de seguridad o cualesquiera asistenciales de la población.
La única diferencia se hallaría en el objeto último de la empresa, puesto que las de índole privado están enfocadas a la obtención de beneficios económicos, lo que supedita el alcance y los servicios que presta, mientras que las de titularidad pública se centran en la prestación de tales servicios, aun no sean rentables. Por todo lo demás, salvo matices, son semejantes unas y otras a la hora de desarrollar su cometido.
No obstante, es posible señalar algunas peculiaridades que distinguen la actitud del personal de una empresa privada y el de la pública. En ambas puede haber trabajadores diligentes y trabajadores poco efectivos. Pero mientras en la privada es susceptible controlar al empleado con la mera advertencia de la posibilidad de un despido (cosa cada vez más fácil y barata gracias a la última Reforma Laboral), en la pública es bastante difícil –por no decir imposible– utilizar este argumento como coacción para estimular el rendimiento laboral, ya que el funcionario disfruta de estabilidad en su trabajo.
La verdad es que la inmensa mayoría de los trabajadores públicos cumplen con sus obligaciones con honestidad y diligencia, esforzándose en su cometido pese a las insuficiencias y limitaciones con las que tropiezan. Se comportan como auténticos servidores públicos a la hora de ejercer su trabajo, aunque soporten la incomprensión de los usuarios, carguen con la mala imagen de la función pública y no estén reconocidos ni adecuadamente remunerados por su labor.
Desgraciadamente, los que derrochan vocación en su trabajo han de aguantar y contrarrestar la actitud de una minoría de compañeros que utilizan la burocracia en beneficio propio para bajar el rendimiento. Los integrantes de esa minoría, auténticas manzanas podridas, son los que contagian a la totalidad del funcionariado el sambenito de la indolencia que cala entre la población. Individuos desilusionados que abusan de su posición en la Administración para cumplir lo menos posible en su cometido, ajustándolo a lo que subjetivamente consideran adecuado para lo que ganan.
No están dispuestos a suplir con dedicación los obstáculos que puedan hallar o, lo que es más grave, los que levantan ante el ciudadano cuando los atienden y son incapaces de facilitarle la gestión de sus asuntos. Conforman una minoría, como se ha dicho, pero destacan y desprestigian a todo el colectivo porque se comportan como servidores, a su antojo, de lo público, y desmoralizan a la mayoría de funcionarios que procede con vocación y honestidad.
Claro que la gran culpa de esta situación la tiene una dirección más politizada que profesional en la cúpula de los organismos y empresas públicas. Directores, gerentes y demás altos cargos de responsabilidad son cubiertos por personal de libre designación en donde prima el partidismo más que la idoneidad profesional.
Hace años que se ha diagnosticado la ausencia de una verdadera carrera profesional para la dirección pública en la Administración, en la que los puestos sean ocupados por funcionarios cualificados y en virtud a méritos objetivos. Si a la baja calidad de la dirección se añade un estatuto laboral demasiado rígido, que trata por igual a quien rinde como al que no, al que se forma y actualiza sus conocimientos como al que vegeta, se comprenderá perfectamente la permanencia, aunque vaya disminuyéndose muy lentamente, de estos males que empañan la imagen de la función pública.
Con todo, abundan los servidores públicos que se esfuerzan por ejercer como corresponde su trabajo, se desviven por cumplir con sus obligaciones y dan todo de sí por satisfacer lo que se demanda de ellos. Funcionarios que permiten que el servicio público que a través de ellos se presta se materialice de manera diligente y justa. Normalmente son invisibles, pero nos acordamos de ellos cuando los necesitamos, aunque no podamos costeárnoslo. Esa es la diferencia entre lo público y lo privado.
No son buenos tiempos porque, en medio de una crisis que ha acarreado paro y empobrecimiento generalizados, los funcionarios han sido cuestionados por ser presuntamente unos privilegiados gracias a la estabilidad de su empleo –al que cualquiera puede optar si reúne los requisitos exigidos y aprueba las convocatorias de acceso– y por constituir un colectivo que representa, para algunos, un “gasto” insoportable para el Estado, dado su volumen (al parecer sobran médicos, jueces, maestros, etc.) y el escaso rendimiento de su trabajo (al parecer, también, la iniciativa privada es más eficaz).
Resulta cansino, a estas alturas, tener que desmentir tales críticas y demostrar la necesidad imprescindible de los empleados públicos como instrumento del Estado de Bienestar para garantizar derechos y libertades de los ciudadanos mediante políticas que extiendan entre la población la igualdad de oportunidades y la provisión de servicios, prestaciones y ayudas sociales.
Ya es de sobra sabido que esta crítica procede de determinados intereses ideológicos o empresariales que comparten el objetivo de que sea la iniciativa privada (el mercado) la que satisfaga las necesidades básicas de la población y provea los servicios que la gente demanda, evidentemente previo pago de su coste.
Los que denostan la provisión pública de estas iniciativas parten del convencimiento de una supuesta eficiencia del sector privado frente a lo que tildan como derroche en lo público. Ocultan deliberadamente que sólo los que puedan costeárselos –es decir, hacerlos rentable– podrían acceder a una cartera de servicios de titularidad privada.
Y al ocultar este detalle (discriminatorio), soslayan, de paso, que la garantía de las prestaciones de carácter universal sólo es posible desde el sector público, que no discrimina al usuario por su condición económica, sino que atiende a todos por igual: pudientes o insolventes.
Pero más allá de ese debate ideológico (que se solventa en las urnas), prevalece el infundio sobre la secular “indolencia” del funcionario, repetidamente señalado por no rendir en su trabajo con la debida eficiencia y productividad. Se trata, igualmente, de una acusación simplista que sería fácil rebatir desde la comparación objetiva del trabajo desarrollado en cualquier organismo o institución pública con el que se realiza en los de titularidad privada, de dimensiones y funciones equiparables, ya sean universidades, hospitales, empresas de seguridad o cualesquiera asistenciales de la población.
La única diferencia se hallaría en el objeto último de la empresa, puesto que las de índole privado están enfocadas a la obtención de beneficios económicos, lo que supedita el alcance y los servicios que presta, mientras que las de titularidad pública se centran en la prestación de tales servicios, aun no sean rentables. Por todo lo demás, salvo matices, son semejantes unas y otras a la hora de desarrollar su cometido.
No obstante, es posible señalar algunas peculiaridades que distinguen la actitud del personal de una empresa privada y el de la pública. En ambas puede haber trabajadores diligentes y trabajadores poco efectivos. Pero mientras en la privada es susceptible controlar al empleado con la mera advertencia de la posibilidad de un despido (cosa cada vez más fácil y barata gracias a la última Reforma Laboral), en la pública es bastante difícil –por no decir imposible– utilizar este argumento como coacción para estimular el rendimiento laboral, ya que el funcionario disfruta de estabilidad en su trabajo.
La verdad es que la inmensa mayoría de los trabajadores públicos cumplen con sus obligaciones con honestidad y diligencia, esforzándose en su cometido pese a las insuficiencias y limitaciones con las que tropiezan. Se comportan como auténticos servidores públicos a la hora de ejercer su trabajo, aunque soporten la incomprensión de los usuarios, carguen con la mala imagen de la función pública y no estén reconocidos ni adecuadamente remunerados por su labor.
Desgraciadamente, los que derrochan vocación en su trabajo han de aguantar y contrarrestar la actitud de una minoría de compañeros que utilizan la burocracia en beneficio propio para bajar el rendimiento. Los integrantes de esa minoría, auténticas manzanas podridas, son los que contagian a la totalidad del funcionariado el sambenito de la indolencia que cala entre la población. Individuos desilusionados que abusan de su posición en la Administración para cumplir lo menos posible en su cometido, ajustándolo a lo que subjetivamente consideran adecuado para lo que ganan.
No están dispuestos a suplir con dedicación los obstáculos que puedan hallar o, lo que es más grave, los que levantan ante el ciudadano cuando los atienden y son incapaces de facilitarle la gestión de sus asuntos. Conforman una minoría, como se ha dicho, pero destacan y desprestigian a todo el colectivo porque se comportan como servidores, a su antojo, de lo público, y desmoralizan a la mayoría de funcionarios que procede con vocación y honestidad.
Claro que la gran culpa de esta situación la tiene una dirección más politizada que profesional en la cúpula de los organismos y empresas públicas. Directores, gerentes y demás altos cargos de responsabilidad son cubiertos por personal de libre designación en donde prima el partidismo más que la idoneidad profesional.
Hace años que se ha diagnosticado la ausencia de una verdadera carrera profesional para la dirección pública en la Administración, en la que los puestos sean ocupados por funcionarios cualificados y en virtud a méritos objetivos. Si a la baja calidad de la dirección se añade un estatuto laboral demasiado rígido, que trata por igual a quien rinde como al que no, al que se forma y actualiza sus conocimientos como al que vegeta, se comprenderá perfectamente la permanencia, aunque vaya disminuyéndose muy lentamente, de estos males que empañan la imagen de la función pública.
Con todo, abundan los servidores públicos que se esfuerzan por ejercer como corresponde su trabajo, se desviven por cumplir con sus obligaciones y dan todo de sí por satisfacer lo que se demanda de ellos. Funcionarios que permiten que el servicio público que a través de ellos se presta se materialice de manera diligente y justa. Normalmente son invisibles, pero nos acordamos de ellos cuando los necesitamos, aunque no podamos costeárnoslo. Esa es la diferencia entre lo público y lo privado.
DANIEL GUERRERO