Barack Obama emprendió la pasada semana un viaje a las Américas, al sur de su país, empezando por el Caribe, donde tuvo el valor de pisar suelo cubano, la isla que para Estados Unidos representa una amenaza intolerable, por su cercanía, para sus intereses imperiales, aunque nunca haya supuesto un peligro material que no pudieran enfrentar o, ya puestos, borrar del mapa.
La amenaza de Cuba era –y es– su régimen comunista, exportador de un modelo económico y social en las antípodas al liberalismo norteamericano. Por eso era –y es– un ejemplo que había que invalidar, razón por lo que, tras la invasión frustrada de Bahía de Cochinos, aplicaron un duro embargo económico y comercial que ha asfixiado la aventura socialista y ha castigado antes a la población que al régimen implantado por Fidel Castro y su revolución de mediados del siglo pasado.
Sin embargo, el aislamiento de Cuba no ha dado los resultados esperados: levantar al pueblo contra las estrecheces del gobierno comunista de la isla. Hoy soplan otros vientos. Y como buen oteador del horizonte, Obama ha decidido adelantarse a los cambios que se avecinan y, de paso, dejar el legado de ser el primer presidente norteamericano que visita Cuba en los últimos 88 años, resolviendo un foco de tensión y conflictos que afectaba a la política exterior pero también la interior de los EE.UU., llenando Miami de ultraderechistas que aúpan a energúmenos como Trump.
Cuba es un anacronismo tan antipático como ese aislamiento que impuso EE.UU. y que no ha servido más que para que los dirigentes revolucionarios se enroscaran frente al gran enemigo del Norte, al que acusan de todos los males internos, incluida esa tímida protesta que algunos cubanos exteriorizan por la carencia de todo lo necesario, también de libertades.
Obama está convencido de que acelerará la inevitable transición cubana hacia una democracia liberal con la apertura de relaciones amistosas entre ambos países, de tal manera que, enfrentada al espejo rico y libre del Norte, la sociedad cubana no tendrá más remedio que contagiarse de lo que se considera “normal” en Occidente, sin necesidad de bloqueos ni del uso directo o indirecto de la fuerza. El presidente norteamericano, para rubricar su mandato, quiere dar carpetazo a los métodos inútiles del pasado y abrir la mano para pilotar sutilmente la transición cubana.
A ambos países les interesa, por motivos distintos, pasar página, dedicarse a otras cosas e iniciar una colaboración que permita hacer negocios, desterrando caducas estrategias de “guerra fría” y “telones de acero” en latitudes tan sofocantes como las del mar Caribe.
El comunismo cubano está abocado a extinguirse y sólo resta controlar su desaparición, junto a la biológica de sus líderes, para administrar al menos con dignidad su memoria y ensalzar los ideales que impulsaron su existencia, a pesar de que no haya alcanzado los objetivos socializantes más que en la retórica y el culto al líder.
Los agónicos dirigentes del régimen ya sólo anhelan que la revolución que nació en Sierra Maestra, con toda su iconografía, y que acabó con la dictadura de Fulgencio Batista, quede honrosamente reseñada en los libros de historia como un hito del que enorgullecerse, mientras los cubanos le dan la espalda y empiezan a transitar hacia una sociedad abierta, plural, democrática y capitalista, como cualesquiera otras del mundo occidental.
Aquejada de estertores finales, parece decidida congraciarse con la población autorizando lo que el comunismo siempre le ha negado, sin hacer renuncia de sus magros logros: abundancia. Abundancia material, que viene de la mano del comercio, y abundancia de libertades, también traída por el mercado.
En ese contexto, Obama viene de manera providencial a facilitar esa evolución del régimen y a sacarse la espinita cubana del trasero de Estados Unidos, encarnando personalmente la necesidad de esperanza que sienten los cubanos por la transformación que se está incubando en la isla.
Tras los Castro, como tras Franco, sólo es posible un futuro sin castrismo, sin comunismo, que conduzca a la democracia y a sus reglas económicas. Es cuestión de tiempo, cosa que ya han evidenciado hasta los Rolling Stones, esa banda satánica de rock prohibida hasta ayer en Cuba y ahora presente en un escenario de La Habana, ante las propias narices del régimen, para cantarle “I can´t get no satisfaction”, es decir, que los cubanos no están satisfechos.
El otro destino del peregrinaje de Obama por las Américas es Argentina, donde las manos de EE. UU. se mancharon con la guerra sucia de golpes de estado y dictaduras militares de infausto recuerdo. La fecha coincidía con los 40 años de una de las dictaduras más sangrientas del Cono Sur americano, patrocinadas por Henry Kissinger y su descarada política intervencionista.
Con el apoyo de los EE. UU., el general Videla encabezaba una Junta Militar que ocupó el poder e impuso el terrorismo de Estado como forma de represión y aniquilación de cualquier oposición política, social o sindical que se le enfrentara. Miles de “desaparecidos” permanecen aún de aquella época infame en que la Operación Cóndor se encargaba de “limpiar” el país e imponer el “orden”, un orden militar, por supuesto.
La desconfianza y hasta el repudio hacia los EE.UU en muchos países latinoamericanos provienen de este comportamiento imperial que hacía tabla rasa de los derechos humanos cuando estaban en juego intereses estratégicos. Obama no ha ido a Argentina a pedir perdón, pero reconoce tener “una deuda con el pasado” por tales hechos y persigue una reconciliación que restaure la confianza y apacigüe las relaciones entre el poderoso vecino del Norte y América Latina, al ofrecer la apertura anticipada de los archivos militares para que puedan conocerse detalles de lo sucedido en esa época.
Aprovecha, para ello, la predisposición del nuevo Gobierno argentino de Mauricio Macri para contrarrestar el sentimiento antinorteamericano que pueda existir en un país clave en la región. Ofrece lealtad y reciprocidad a unos vecinos que, de Canadá a Chile, conforman la plataforma desde la que EE. UU. se irradia al mundo.
Obama ofrece la novedad de intentar “controlar” ese patio trasero basándose en el diálogo y la colaboración, ofreciendo respeto y no injerencia, y atrayéndose la confianza y el apoyo de sus vecinos. Está por ver que lo consiga, como ha conseguido enfriar el contencioso con Cuba, pero voluntad e iniciativas no escatima en su empeño por hacer las Américas con una bandera blanca de paz y amistad. El tiempo, una vez más, nos dará la respuesta.
La amenaza de Cuba era –y es– su régimen comunista, exportador de un modelo económico y social en las antípodas al liberalismo norteamericano. Por eso era –y es– un ejemplo que había que invalidar, razón por lo que, tras la invasión frustrada de Bahía de Cochinos, aplicaron un duro embargo económico y comercial que ha asfixiado la aventura socialista y ha castigado antes a la población que al régimen implantado por Fidel Castro y su revolución de mediados del siglo pasado.
Sin embargo, el aislamiento de Cuba no ha dado los resultados esperados: levantar al pueblo contra las estrecheces del gobierno comunista de la isla. Hoy soplan otros vientos. Y como buen oteador del horizonte, Obama ha decidido adelantarse a los cambios que se avecinan y, de paso, dejar el legado de ser el primer presidente norteamericano que visita Cuba en los últimos 88 años, resolviendo un foco de tensión y conflictos que afectaba a la política exterior pero también la interior de los EE.UU., llenando Miami de ultraderechistas que aúpan a energúmenos como Trump.
Cuba es un anacronismo tan antipático como ese aislamiento que impuso EE.UU. y que no ha servido más que para que los dirigentes revolucionarios se enroscaran frente al gran enemigo del Norte, al que acusan de todos los males internos, incluida esa tímida protesta que algunos cubanos exteriorizan por la carencia de todo lo necesario, también de libertades.
Obama está convencido de que acelerará la inevitable transición cubana hacia una democracia liberal con la apertura de relaciones amistosas entre ambos países, de tal manera que, enfrentada al espejo rico y libre del Norte, la sociedad cubana no tendrá más remedio que contagiarse de lo que se considera “normal” en Occidente, sin necesidad de bloqueos ni del uso directo o indirecto de la fuerza. El presidente norteamericano, para rubricar su mandato, quiere dar carpetazo a los métodos inútiles del pasado y abrir la mano para pilotar sutilmente la transición cubana.
A ambos países les interesa, por motivos distintos, pasar página, dedicarse a otras cosas e iniciar una colaboración que permita hacer negocios, desterrando caducas estrategias de “guerra fría” y “telones de acero” en latitudes tan sofocantes como las del mar Caribe.
El comunismo cubano está abocado a extinguirse y sólo resta controlar su desaparición, junto a la biológica de sus líderes, para administrar al menos con dignidad su memoria y ensalzar los ideales que impulsaron su existencia, a pesar de que no haya alcanzado los objetivos socializantes más que en la retórica y el culto al líder.
Los agónicos dirigentes del régimen ya sólo anhelan que la revolución que nació en Sierra Maestra, con toda su iconografía, y que acabó con la dictadura de Fulgencio Batista, quede honrosamente reseñada en los libros de historia como un hito del que enorgullecerse, mientras los cubanos le dan la espalda y empiezan a transitar hacia una sociedad abierta, plural, democrática y capitalista, como cualesquiera otras del mundo occidental.
Aquejada de estertores finales, parece decidida congraciarse con la población autorizando lo que el comunismo siempre le ha negado, sin hacer renuncia de sus magros logros: abundancia. Abundancia material, que viene de la mano del comercio, y abundancia de libertades, también traída por el mercado.
En ese contexto, Obama viene de manera providencial a facilitar esa evolución del régimen y a sacarse la espinita cubana del trasero de Estados Unidos, encarnando personalmente la necesidad de esperanza que sienten los cubanos por la transformación que se está incubando en la isla.
Tras los Castro, como tras Franco, sólo es posible un futuro sin castrismo, sin comunismo, que conduzca a la democracia y a sus reglas económicas. Es cuestión de tiempo, cosa que ya han evidenciado hasta los Rolling Stones, esa banda satánica de rock prohibida hasta ayer en Cuba y ahora presente en un escenario de La Habana, ante las propias narices del régimen, para cantarle “I can´t get no satisfaction”, es decir, que los cubanos no están satisfechos.
El otro destino del peregrinaje de Obama por las Américas es Argentina, donde las manos de EE. UU. se mancharon con la guerra sucia de golpes de estado y dictaduras militares de infausto recuerdo. La fecha coincidía con los 40 años de una de las dictaduras más sangrientas del Cono Sur americano, patrocinadas por Henry Kissinger y su descarada política intervencionista.
Con el apoyo de los EE. UU., el general Videla encabezaba una Junta Militar que ocupó el poder e impuso el terrorismo de Estado como forma de represión y aniquilación de cualquier oposición política, social o sindical que se le enfrentara. Miles de “desaparecidos” permanecen aún de aquella época infame en que la Operación Cóndor se encargaba de “limpiar” el país e imponer el “orden”, un orden militar, por supuesto.
La desconfianza y hasta el repudio hacia los EE.UU en muchos países latinoamericanos provienen de este comportamiento imperial que hacía tabla rasa de los derechos humanos cuando estaban en juego intereses estratégicos. Obama no ha ido a Argentina a pedir perdón, pero reconoce tener “una deuda con el pasado” por tales hechos y persigue una reconciliación que restaure la confianza y apacigüe las relaciones entre el poderoso vecino del Norte y América Latina, al ofrecer la apertura anticipada de los archivos militares para que puedan conocerse detalles de lo sucedido en esa época.
Aprovecha, para ello, la predisposición del nuevo Gobierno argentino de Mauricio Macri para contrarrestar el sentimiento antinorteamericano que pueda existir en un país clave en la región. Ofrece lealtad y reciprocidad a unos vecinos que, de Canadá a Chile, conforman la plataforma desde la que EE. UU. se irradia al mundo.
Obama ofrece la novedad de intentar “controlar” ese patio trasero basándose en el diálogo y la colaboración, ofreciendo respeto y no injerencia, y atrayéndose la confianza y el apoyo de sus vecinos. Está por ver que lo consiga, como ha conseguido enfriar el contencioso con Cuba, pero voluntad e iniciativas no escatima en su empeño por hacer las Américas con una bandera blanca de paz y amistad. El tiempo, una vez más, nos dará la respuesta.
DANIEL GUERRERO