Cuesta trabajo asumir, como sostiene el novelista Mario Vargas Llosa durante un homenaje reciente con ocasión de su 80º cumpleaños, que “el mundo está hoy mejor”, teniendo en cuenta las dificultades (guerras, terrorismo, crisis) que asolan este valle de lágrimas. Cuando todavía no han sido apresados todos los autores de la última masacre producida en Bruselas, donde han muerto más de 30 personas a causa de las bombas que hicieron estallar en el aeropuerto de la ciudad y en un vagón del metro un comando de radicales islamistas, el longevo premio Nobel asegura que “hay motivos para el optimismo” porque “hay menos cosas malas que en el pasado”.
Compartir su optimismo obliga a realizar un tremebundo esfuerzo de comparación del presente con el pasado. Y sólo haciendo un detenido repaso con cierto rigor y circunscrito al mundo occidental se puede estar de acuerdo con el escritor peruano y su visión idealizada del momento actual para admitir, aún a regañadientes, que el mundo está, efectivamente, mejor que ayer, aunque nada de lo que vemos garantice que esta situación vaya a ser peor que la de mañana. Parafraseando un lema que comercializaba el amor, Vargas Llosa asegura que "hoy estamos mejor que ayer, pero peor que mañana".
Sin embargo, la Europa convulsionada por el terrorismo nos trasmite la sensación de estar, a día de hoy, peor que en el pasado, puesto que la seguridad en la que confiaban los ciudadanos ha desaparecido de nuestra cotidianeidad.
Ningún gobierno está en condiciones de asegurar la vida de sus ciudadanos. Las bombas pueden estallar en cualquier lugar y en cualquier momento, buscando siempre el mayor número de víctimas inocentes posible. Hay sobrados motivos para que este rincón del planeta se sienta vulnerable a los ataques arbitrarios perpetrados por organizaciones terroristas de cariz islamista, pues desde hace, cuando menos, una década que comandos yihadistas parecen obsesionados en atacar nuestro modelo de convivencia, basado en la democracia como marco legal que garantiza la libertad, la igualdad y el bienestar como derechos inalienables de los ciudadanos.
Resulta, así, innegable que el suelo europeo, en particular, y el mundo occidental, en general, emergen como escenarios de atroces atentados que han segado la vida de centenares de personas que ignoraban estar involucrados en guerra alguna. Nadie les había advertido que podían ser víctimas mortales de un fanatismo sin fronteras.
Los artefactos explosivos en el metro de Madrid en 2004, del autobús de Londres en 2005, las masacres indiscriminadas en París contra el semanario Charlie Hebdo y la sala de fiestas Bataclán en 2015 y, por último, los atentados en Bruselas de hace unos días, inducen a pensar que, contrariamente a lo expresado por el novelista, vivimos ahora peor que en épocas pasadas, y que la paz y la seguridad son metas que se antojan inalcanzables, lo que presagia un mañana aún peor, pleno de dificultades.
No obstante, la realidad es distinta cuando la sometemos a comparación con el pasado. El fenómeno terrorista en Europa reviste un carácter residual, a pesar de la percepción, sobre todo mediática, que se tiene de él. Según Global Terrorism Database, la inmensa mayoría de los actos terroristas perpetrados por organizaciones radicales islamistas se centran en países musulmanes, fundamentalmente en Oriente Medio y Asia Central (Irak, Pakistán, Siria, Afganistán, Nigeria). Europa padece el 0,1 por ciento de tales atentados y brinda un porcentaje proporcional en cuanto al número de víctimas.
De las 72.000 personas muertas a manos del terrorismo en el mundo, desde el año 2000, en Europa han perecido unas 300 personas por tal motivo. En el mundo occidental, es Nueva York la ciudad que ofrece el balance más elevado de fallecidos, cerca de 3.000 personas, tras el ataque a las Torres Gemelas perpetrado por comandos de Al-Qaeda, estrellando aviones convencionales de pasajeros contra ellas.
No es, pues, Occidente sino los países de mayoría musulmana los que sufren y cargan, con creces, con las consecuencias letales del terrorismo, ya que es donde se provoca el mayor número de víctimas mortales por culpa del terror en el mundo, alcanzando el 87 por ciento del total de fallecidos por esta causa. Una sangría que, además de muertos, provoca una avalancha de refugiados que huyen del terror en sus países de origen y que pone a prueba la capacidad de los Estados que se dicen seguros y desarrollados a prestarles ayuda y protección.
Ello desmiente el infundio de que con los refugiados se cuela el peligro terrorista en nuestros países. Es una inmoralidad que a los que huyen del terror se les considere, encima, sospechosos criminales o, cuando menos, potenciales delincuentes. Sólo en el aspecto moral estamos hoy peor que antes, al estigmatizar a los que migran de la miseria, las guerras y la pobreza como elementos perjudiciales para nuestra seguridad, bienestar e, incluso, identidad.
Parece evidente, por tanto, que en relación con el fenómeno terrorista no es esta parte del mundo la más perjudicada, aunque ello no garantice una seguridad completa ni hoy ni mañana. Ni que las magnitudes del terrorismo sean hoy semejantes a las de otros períodos del pasado, cuando campaban por sus respetos múltiples organizaciones que convertían a Europa en un infierno del terror de la mano de la banda Baader-Meinhof en Alemania, ETA en España, el IRA en Irlanda, las Brigadas Rojas en Italia y otras de similar y siniestro estilo.
Aunque la violencia sanguinaria yihadista pretende hacernos creer en la existencia de una guerra global, ese afán por matarse entre facciones islamistas no representa ninguna “guerra” de civilizaciones ni religiosa, como a veces proclaman (atacan nuestra forma de vida o por considerarnos infieles a su religión), ya que los principales objetivos y víctimas del terror pertenecen al mismo ámbito cultural y religioso de los propios terroristas.
Por eso, a pesar del momento convulso que vive Europa a causa del terrorismo, no es éste el mayor problema al que está expuesta esta parte del mundo, aunque influya en gran medida en la percepción negativa del presente en comparación con el pasado.
Pero si en relación con el terrorismo no existen motivos reales para el pesimismo en el mundo occidental en comparación con épocas pasadas, lo mismo cabría deducirse de los conflictos bélicos y las guerras abiertas o encubiertas que jalonan la historia del mundo. Hoy no hay tantos frentes de batalla como antaño. Lo que llevamos recorrido del siglo XXI es una balsa de aceite en contraste con las guerras que caracterizaron al siglo XX.
Nos podrá parecer que las revueltas árabes, el enfrentamiento armado en el este de Ucrania o el violento levantamiento del Estado Islámico (ISIS en sus siglas en inglés) que opera en Siria e Irak y que se permite divulgar vídeos de sus atrocidades son, entre otros conflictos, exponentes de un presente atosigado por enfrentamientos armados que no dan pábulo al optimismo.
Es verdad que muchos de esos focos de tensión provienen de conflictos no resueltos del pasado, como el palestino-israelí u otros derivados del derrocamiento de dictaduras o diatribas territoriales. Pero la mera comparación del presente con las Guerras Mundiales, el Holocausto, las purgas de Stalin, la Guerra Civil española, las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, las guerras de Vietnam e Indochina, la guerra del Yon Kipur, las dos guerras del Golfo, la de los Balcanes o la de las Malvinas, nos demuestra que, como dice Vargas Llosa, “el mundo está hoy mejor”. Al menos, ahora no nos matamos de forma tan masiva ni tenemos tantas oportunidades como antes.
Incluso en el plano político el avance es, asimismo, esperanzador, ya que la democracia está hoy más extendida que en el pasado, aunque su asentamiento como sistema “menos malo” de gobierno, basado en la soberanía popular y en la dignidad humana que postula la libertad y la igualdad de todos, sin distinción, no ha sido ni fácil ni pacífico en todos los casos.
Hoy en día no se concibe más régimen que el democrático y se presiona para que los que todavía no lo son evolucionen hacia él. Aquellos países que se resisten a implantar una democracia plena son percibidos como excrecencias anacrónicas del pasado, caso de Cuba o Corea del Norte, por citar un par de ejemplos.
Tras un siglo XX en que hubo auge de dictaduras, la democracia consiguió imponerse, sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial, en muchos países de Europa, América Latina, Asia oriental y, en último lugar, en naciones de la órbita comunista.
Hay que reconocer que ello fue fruto, en gran medida, al desarrollo económico y por exigencias de la globalización, lo que ha permitido que más de la mitad de la población mundial disfrute de regímenes democráticos y viva en países libres, dentro de lo que cabe. En cualquier caso, hoy en el mundo hay menos regímenes dictatoriales y totalitarios que en tiempos pasados, cuando nos avergonzaban el fascismo italiano de Mussolini, el nazismo alemán de Hitler, la dictadura española de Franco, el comunismo asesino de Stalin, las barbaries de Pinochet, Gadafi, Sadam Husein y tantos otros personajes sanguinarios que hoy no se conciben ni se toleran. También políticamente es verdad que el mundo es hoy mejor que ayer.
Se puede concluir, por tanto, tras un repaso somero por la evolución mundial, que en contra de lo imaginado “el mundo hoy está mejor” que en el pasado en casi todos los órdenes que se contemplen, incluido el económico, puesto que, a pesar de la crisis, existe un progreso material como nunca antes.
Avances en la nutrición humana, el manejo de alimentos, la lucha contra enfermedades, el control de la salud, la preservación del medio ambiente, la sostenibilidad de recursos y un sin fin de actuaciones encaminadas al progreso y bienestar de la Humanidad que hacen posible evitar las miserias y calamidades del pasado.
Y aunque no todo ha sido positivo en la evolución del mundo ni a todos los problemas se les dedica la misma atención y medios (mercado obliga), es indudable que, efectivamente, Mario Vargas Llosa tenía razón al afirmar que hoy estamos mejor que ayer, a pesar de que no podamos sentirnos satisfechos con lo conseguido. Y no lo estamos porque lo logrado no presupone, ni mucho menos, un mañana mejor.
La experiencia nos alerta de que siempre nos pueden arrebatar cualquier conquista con alguna excusa útil para recortar derechos, prestaciones y libertades. Puede que el mundo sea hoy mejor, pero ello no nos exime de un mañana peor. La única manera de evitarlo es luchar por preservar todas y cada una de las conquistas que se han conseguido. No hay que bajar la guardia ni caer en optimismos acomodaticios, aunque lleguemos a ser octogenarios.
Compartir su optimismo obliga a realizar un tremebundo esfuerzo de comparación del presente con el pasado. Y sólo haciendo un detenido repaso con cierto rigor y circunscrito al mundo occidental se puede estar de acuerdo con el escritor peruano y su visión idealizada del momento actual para admitir, aún a regañadientes, que el mundo está, efectivamente, mejor que ayer, aunque nada de lo que vemos garantice que esta situación vaya a ser peor que la de mañana. Parafraseando un lema que comercializaba el amor, Vargas Llosa asegura que "hoy estamos mejor que ayer, pero peor que mañana".
Sin embargo, la Europa convulsionada por el terrorismo nos trasmite la sensación de estar, a día de hoy, peor que en el pasado, puesto que la seguridad en la que confiaban los ciudadanos ha desaparecido de nuestra cotidianeidad.
Ningún gobierno está en condiciones de asegurar la vida de sus ciudadanos. Las bombas pueden estallar en cualquier lugar y en cualquier momento, buscando siempre el mayor número de víctimas inocentes posible. Hay sobrados motivos para que este rincón del planeta se sienta vulnerable a los ataques arbitrarios perpetrados por organizaciones terroristas de cariz islamista, pues desde hace, cuando menos, una década que comandos yihadistas parecen obsesionados en atacar nuestro modelo de convivencia, basado en la democracia como marco legal que garantiza la libertad, la igualdad y el bienestar como derechos inalienables de los ciudadanos.
Resulta, así, innegable que el suelo europeo, en particular, y el mundo occidental, en general, emergen como escenarios de atroces atentados que han segado la vida de centenares de personas que ignoraban estar involucrados en guerra alguna. Nadie les había advertido que podían ser víctimas mortales de un fanatismo sin fronteras.
Los artefactos explosivos en el metro de Madrid en 2004, del autobús de Londres en 2005, las masacres indiscriminadas en París contra el semanario Charlie Hebdo y la sala de fiestas Bataclán en 2015 y, por último, los atentados en Bruselas de hace unos días, inducen a pensar que, contrariamente a lo expresado por el novelista, vivimos ahora peor que en épocas pasadas, y que la paz y la seguridad son metas que se antojan inalcanzables, lo que presagia un mañana aún peor, pleno de dificultades.
No obstante, la realidad es distinta cuando la sometemos a comparación con el pasado. El fenómeno terrorista en Europa reviste un carácter residual, a pesar de la percepción, sobre todo mediática, que se tiene de él. Según Global Terrorism Database, la inmensa mayoría de los actos terroristas perpetrados por organizaciones radicales islamistas se centran en países musulmanes, fundamentalmente en Oriente Medio y Asia Central (Irak, Pakistán, Siria, Afganistán, Nigeria). Europa padece el 0,1 por ciento de tales atentados y brinda un porcentaje proporcional en cuanto al número de víctimas.
De las 72.000 personas muertas a manos del terrorismo en el mundo, desde el año 2000, en Europa han perecido unas 300 personas por tal motivo. En el mundo occidental, es Nueva York la ciudad que ofrece el balance más elevado de fallecidos, cerca de 3.000 personas, tras el ataque a las Torres Gemelas perpetrado por comandos de Al-Qaeda, estrellando aviones convencionales de pasajeros contra ellas.
No es, pues, Occidente sino los países de mayoría musulmana los que sufren y cargan, con creces, con las consecuencias letales del terrorismo, ya que es donde se provoca el mayor número de víctimas mortales por culpa del terror en el mundo, alcanzando el 87 por ciento del total de fallecidos por esta causa. Una sangría que, además de muertos, provoca una avalancha de refugiados que huyen del terror en sus países de origen y que pone a prueba la capacidad de los Estados que se dicen seguros y desarrollados a prestarles ayuda y protección.
Ello desmiente el infundio de que con los refugiados se cuela el peligro terrorista en nuestros países. Es una inmoralidad que a los que huyen del terror se les considere, encima, sospechosos criminales o, cuando menos, potenciales delincuentes. Sólo en el aspecto moral estamos hoy peor que antes, al estigmatizar a los que migran de la miseria, las guerras y la pobreza como elementos perjudiciales para nuestra seguridad, bienestar e, incluso, identidad.
Parece evidente, por tanto, que en relación con el fenómeno terrorista no es esta parte del mundo la más perjudicada, aunque ello no garantice una seguridad completa ni hoy ni mañana. Ni que las magnitudes del terrorismo sean hoy semejantes a las de otros períodos del pasado, cuando campaban por sus respetos múltiples organizaciones que convertían a Europa en un infierno del terror de la mano de la banda Baader-Meinhof en Alemania, ETA en España, el IRA en Irlanda, las Brigadas Rojas en Italia y otras de similar y siniestro estilo.
Aunque la violencia sanguinaria yihadista pretende hacernos creer en la existencia de una guerra global, ese afán por matarse entre facciones islamistas no representa ninguna “guerra” de civilizaciones ni religiosa, como a veces proclaman (atacan nuestra forma de vida o por considerarnos infieles a su religión), ya que los principales objetivos y víctimas del terror pertenecen al mismo ámbito cultural y religioso de los propios terroristas.
Por eso, a pesar del momento convulso que vive Europa a causa del terrorismo, no es éste el mayor problema al que está expuesta esta parte del mundo, aunque influya en gran medida en la percepción negativa del presente en comparación con el pasado.
Pero si en relación con el terrorismo no existen motivos reales para el pesimismo en el mundo occidental en comparación con épocas pasadas, lo mismo cabría deducirse de los conflictos bélicos y las guerras abiertas o encubiertas que jalonan la historia del mundo. Hoy no hay tantos frentes de batalla como antaño. Lo que llevamos recorrido del siglo XXI es una balsa de aceite en contraste con las guerras que caracterizaron al siglo XX.
Nos podrá parecer que las revueltas árabes, el enfrentamiento armado en el este de Ucrania o el violento levantamiento del Estado Islámico (ISIS en sus siglas en inglés) que opera en Siria e Irak y que se permite divulgar vídeos de sus atrocidades son, entre otros conflictos, exponentes de un presente atosigado por enfrentamientos armados que no dan pábulo al optimismo.
Es verdad que muchos de esos focos de tensión provienen de conflictos no resueltos del pasado, como el palestino-israelí u otros derivados del derrocamiento de dictaduras o diatribas territoriales. Pero la mera comparación del presente con las Guerras Mundiales, el Holocausto, las purgas de Stalin, la Guerra Civil española, las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, las guerras de Vietnam e Indochina, la guerra del Yon Kipur, las dos guerras del Golfo, la de los Balcanes o la de las Malvinas, nos demuestra que, como dice Vargas Llosa, “el mundo está hoy mejor”. Al menos, ahora no nos matamos de forma tan masiva ni tenemos tantas oportunidades como antes.
Incluso en el plano político el avance es, asimismo, esperanzador, ya que la democracia está hoy más extendida que en el pasado, aunque su asentamiento como sistema “menos malo” de gobierno, basado en la soberanía popular y en la dignidad humana que postula la libertad y la igualdad de todos, sin distinción, no ha sido ni fácil ni pacífico en todos los casos.
Hoy en día no se concibe más régimen que el democrático y se presiona para que los que todavía no lo son evolucionen hacia él. Aquellos países que se resisten a implantar una democracia plena son percibidos como excrecencias anacrónicas del pasado, caso de Cuba o Corea del Norte, por citar un par de ejemplos.
Tras un siglo XX en que hubo auge de dictaduras, la democracia consiguió imponerse, sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial, en muchos países de Europa, América Latina, Asia oriental y, en último lugar, en naciones de la órbita comunista.
Hay que reconocer que ello fue fruto, en gran medida, al desarrollo económico y por exigencias de la globalización, lo que ha permitido que más de la mitad de la población mundial disfrute de regímenes democráticos y viva en países libres, dentro de lo que cabe. En cualquier caso, hoy en el mundo hay menos regímenes dictatoriales y totalitarios que en tiempos pasados, cuando nos avergonzaban el fascismo italiano de Mussolini, el nazismo alemán de Hitler, la dictadura española de Franco, el comunismo asesino de Stalin, las barbaries de Pinochet, Gadafi, Sadam Husein y tantos otros personajes sanguinarios que hoy no se conciben ni se toleran. También políticamente es verdad que el mundo es hoy mejor que ayer.
Se puede concluir, por tanto, tras un repaso somero por la evolución mundial, que en contra de lo imaginado “el mundo hoy está mejor” que en el pasado en casi todos los órdenes que se contemplen, incluido el económico, puesto que, a pesar de la crisis, existe un progreso material como nunca antes.
Avances en la nutrición humana, el manejo de alimentos, la lucha contra enfermedades, el control de la salud, la preservación del medio ambiente, la sostenibilidad de recursos y un sin fin de actuaciones encaminadas al progreso y bienestar de la Humanidad que hacen posible evitar las miserias y calamidades del pasado.
Y aunque no todo ha sido positivo en la evolución del mundo ni a todos los problemas se les dedica la misma atención y medios (mercado obliga), es indudable que, efectivamente, Mario Vargas Llosa tenía razón al afirmar que hoy estamos mejor que ayer, a pesar de que no podamos sentirnos satisfechos con lo conseguido. Y no lo estamos porque lo logrado no presupone, ni mucho menos, un mañana mejor.
La experiencia nos alerta de que siempre nos pueden arrebatar cualquier conquista con alguna excusa útil para recortar derechos, prestaciones y libertades. Puede que el mundo sea hoy mejor, pero ello no nos exime de un mañana peor. La única manera de evitarlo es luchar por preservar todas y cada una de las conquistas que se han conseguido. No hay que bajar la guardia ni caer en optimismos acomodaticios, aunque lleguemos a ser octogenarios.
DANIEL GUERRERO