Ayer hizo tres años que murió mi abuelo materno. Para mí, un gran desconocido. Las pocas veces que coincidimos fue tierno. Quizás el hombre descubrió la sensibilidad y el poder del cariño demasiado tarde. Me gusta pensar en él como el protagonista de La sonrisa etrusca, donde José Luis Sampedro nos dibuja a un hombre duro que descubre la ternura en su pequeño nieto Bruno.
Todos somos el resultado de una educación. El hombre tiene que ser fuerte, no llorar y ser el que gobierne la casa. El resultado de estas consignas han sido hombres dependientes, incapaces de gestionar su propia vida sin que alguien los atienda. De los brazos de su madre pasan a los de su esposa –odio este sustantivo, pero es representativo de ese matrimonio de por vida, unido por la fuerza de un convencionalismo, no del amor y del respeto–.
Mi pobre abuelo era militar. Pobre. No un militar cualquiera, sino un militar atrapado en una dictadura oscura, controladora y miedosa. Sus padres vieron en el ejército el camino para escapar de la hambruna de los años cincuenta. Empezó desde abajo pero, como quería prosperar, estuvo en África, de donde volvió con honores. Entró en la rueda de las apariencias y cayó en la esclavitud de ser más y más. El amor no entraba en la ecuación.
Se casó con la hija de un teniente coronel. En ella vio una llave que abría puertas. Una mujer que, sin ser guapa, brillaba en la sociedad que a él le gustaba y una gestora de su hogar. Pronto empezaron los abortos y la ansiedad por la infertilidad. El hijo varón deseado no aparecía. Cuando ya habían renunciado casi a tocarse –si no era para procrear, qué sentido tenía para ella aquel acto que solo le provocaría sudores– llegó una niña rubia y con ojos azules. Como sustituto, no estaba mal.
Se volcaron con ella, le compraron ropa de princesa y la trataron como tal. No le dieron ningún arma de guerrera, ninguna. Ninguna frustración, ningún llanto desconsolado, ningún capricho sin contentar. Creció con derecho a todo y con la única obligación de sonreír. Una muñeca de porcelana.
Mi padre la eligió por prestigio, como hizo su padre con mi abuela. La muñeca no sabía dirigir una casa donde el dinero salía más rápido que entraba. Ella no sabía sufrir. Después del parto decidió que no podía conmigo, ni con esa vida y se echó a la calle. Fiestas, alcohol, viajes, vestidos nuevos, zapatos de diseñadores con nombres extranjeros. Todo empezó a girar como en un caleidoscopio a mil revoluciones. Y el torbellino terminó lanzándola al vacío hasta que su cabecita de porcelana china se quebró.
¿Por qué no pasa de moda la sobreprotección? ¿Por qué no aprendemos de las aves y empujamos al más débil para que se haga fuerte?
Todos somos el resultado de una educación. El hombre tiene que ser fuerte, no llorar y ser el que gobierne la casa. El resultado de estas consignas han sido hombres dependientes, incapaces de gestionar su propia vida sin que alguien los atienda. De los brazos de su madre pasan a los de su esposa –odio este sustantivo, pero es representativo de ese matrimonio de por vida, unido por la fuerza de un convencionalismo, no del amor y del respeto–.
Mi pobre abuelo era militar. Pobre. No un militar cualquiera, sino un militar atrapado en una dictadura oscura, controladora y miedosa. Sus padres vieron en el ejército el camino para escapar de la hambruna de los años cincuenta. Empezó desde abajo pero, como quería prosperar, estuvo en África, de donde volvió con honores. Entró en la rueda de las apariencias y cayó en la esclavitud de ser más y más. El amor no entraba en la ecuación.
Se casó con la hija de un teniente coronel. En ella vio una llave que abría puertas. Una mujer que, sin ser guapa, brillaba en la sociedad que a él le gustaba y una gestora de su hogar. Pronto empezaron los abortos y la ansiedad por la infertilidad. El hijo varón deseado no aparecía. Cuando ya habían renunciado casi a tocarse –si no era para procrear, qué sentido tenía para ella aquel acto que solo le provocaría sudores– llegó una niña rubia y con ojos azules. Como sustituto, no estaba mal.
Se volcaron con ella, le compraron ropa de princesa y la trataron como tal. No le dieron ningún arma de guerrera, ninguna. Ninguna frustración, ningún llanto desconsolado, ningún capricho sin contentar. Creció con derecho a todo y con la única obligación de sonreír. Una muñeca de porcelana.
Mi padre la eligió por prestigio, como hizo su padre con mi abuela. La muñeca no sabía dirigir una casa donde el dinero salía más rápido que entraba. Ella no sabía sufrir. Después del parto decidió que no podía conmigo, ni con esa vida y se echó a la calle. Fiestas, alcohol, viajes, vestidos nuevos, zapatos de diseñadores con nombres extranjeros. Todo empezó a girar como en un caleidoscopio a mil revoluciones. Y el torbellino terminó lanzándola al vacío hasta que su cabecita de porcelana china se quebró.
¿Por qué no pasa de moda la sobreprotección? ¿Por qué no aprendemos de las aves y empujamos al más débil para que se haga fuerte?
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ