Las modas van y vienen en muchas de las manifestaciones humanas. En principio no son ni buenas ni tampoco malas. Cierto que, a posteriori, podemos darles un sesgo u otro. El lenguaje no podía ser menos. Veamos algunas expresiones coloquiales en uso, unas viejas y otras más modernas. En el discurso diario hemos introducido toda una gama de reiterativos latiguillos, sobre todo entre el personal joven, que aporrean el oído del oyente y hasta hacen perder el hilo de la conversación ¿Moda? ¿Jerga? ¿Pasividad dejándose llevar para no desentonar?
Bien es cierto que empobrecíamos el socorrido lenguaje, ya de por sí amputado, con los SMS, al escribir con abreviaturas como “xq” en lugar de porque o por qué; o “tb” en sustitución del adverbio también. Y así muchas palabras más. La lista sería larga. De la ortografía mejor no hablar.
¿Razones de dicho dislate? Prisas, economía del lenguaje, “modernez” rompedora de esquemas… Un poco de todo. Eso no estaba ni bien ni mal hasta que pasamos a emplear el lenguaje de forma despreocupada, por no decir soez y rayando en la impertinencia o en la falta del elemental respeto debido al interlocutor, máxime si es una persona mayor.
Como irónica nota de humor por mi parte, en más de una ocasión he devuelto algunos exámenes con comentarios en abreviaturas no entendibles, hecho que ha ocasionado la protesta del alumno que no entendía nada. Mi respuesta era comprensible: yo tampoco sé lo que quieres decir. Obviamente, el examen era calificado después de entrevistarnos, nunca antes y, en justicia, el hecho no afectaba a la calificación.
Hace ya tiempo que se puso de moda, al hablar con el otro, decirle “tío o tía” y de cada dos palabras calzamos un estrepitoso “tío” para darle más énfasis a nuestro atropellado discurso y nos quedamos tan panchos. Y resuena sin cesar un sonoro “tío” por aquí, un “tía” por allá envueltos en “mogollón” (cantidad) de variopintas expresiones.
Las palabras “tío o tía” se abren en un amplio abanico de significados positivos y negativos. En Andalucía es un apelativo muy querido, hasta el punto de darle un matiz muy coloquial o familiar, sobre todo cuando decimos “tito o tita” refiriéndonos a un pariente por parte de madre o padre. Es una palabra cariñosa que, incluso en otras partes del país, se aplica a amistades próximas a la familia, sobre todo a los varones.
Cuando dicha palabra la usamos como un latiguillo con el que castigamos el oído del colega que nos escucha, da la impresión que hemos despojado el vocablo del afecto y cariño que atesora. Debo reconocer que con bastante frecuencia suena –a mí así me lo parece– como algo grosero y despectivo.
A veces escuchamos un bronco “tíaaa…” que se escapa de las profundidades guturales de algunas chicas que pasean en animada y entusiasmada cháchara. Llama la atención, especialmente, ese énfasis que le suelen dar a dicho vocablo. En la actualidad se usa “tío o tía” como incorregible muletilla.
Pero su significado no siempre ha sido cariñoso y familiar. Originalmente se refería a persona rústica, grosera, miserable, un pobre diablo. En el medio andaluz se atribuía al sujeto sin importancia, donnadie o pelanas; también al buhonero que andaba por lagares y cortijadas con su burro, vendiendo mercancías al grito de “ha llegao ya”. Los lectores mayores puede que recuerden al ropavejero.
También lo usamos en tono despectivo cuando decimos ese tío tiene “mala follá” (mala hostia), que es lo mismo que decir que es un “malaje” (mala(n)ge(l,), (mala sombra). La expresión malafollá es “granaína” y en origen significaba que el aprendiz de herrero no sabía follar, es decir “soplar con el fuelle” (sic) trabajando en la fragua.
Luego apareció la moda del “vale” y de cada tres palabras, con intención de informar o comunicar algo, ensartamos toda una ristra de “vales” –afirmativos, interrogativos o exclamativos–, hasta el punto de perder el hilo conductor de la conversación. A veces, dicho vocablo brota del fondo de la garganta en un crujido cacofónico.
Dice Fernando Lázaro Carreter en el libro El dardo en la palabra que “la Academia ha dicho vale a vale, voz que expresa asentimiento o conformidad, bisílabo resolutivo con el que se atajan encargos”. Este vocablo tiene una amplia gama de significados que va desde estar sano (valere), pasando por valer hasta el negativo referido a persona rústica.
"Vale" se ha convertido en un vulgarismo que desintegra el discurrir de la conversación –casi me atrevería a decir monólogo– con otras personas, hasta el punto de empobrecer el lenguaje. Incluso ofrece un cierto matiz de impertinencia por parte del hablante cuando parece que lo emite como un grosero "¡que te calles!", "¡déjame en paz!".
El abuso de dicho vocablo está en el indebido y reiterativo uso que se hace del mismo. Es un monosílabo atajante porque parece querer cortar el proceso de comunicación y es tajante al mostrarse como un contundente "¡basta!". ¿Objeción? Repetido al buen tuntún, como un relleno inútil, hiere el diálogo que se pueda establecer con otra u otras personas por la insistente utilización del mismo.
Su machacón uso elimina términos significativos y mucho más ricos como “conforme”, “de acuerdo”, “como quieras”, “bien”... En opinión de Lázaro Carreter, este vulgarismo que tala la riqueza lingüística es un síntoma de pobreza léxica, aunque señala que ha hecho un favor al idioma al sustituir y, en cierta manera, neutralizar el “ok” inglés.
Para terminar, unas pinceladas más. Y no digamos nada cuando atizamos un “mola” (del caló “gustar”) “mogollón” (gorrón, holgazán, lío o jaleo son algunos de sus significados) que en sentido coloquial se refiere a cantidad. “Guay” pasa del poético “ay” para afincarse como “estupendo, muy bien”. Del “super mega guay” mejor no hablar…
Atención merece también el rotundo “tronco” con el que se interpela cariñosamente a alguien, aunque su significado sea muy distinto puesto que hace referencia a “persona insensible, ruda inútil o despreciable”, por lo que dicha palabra va cargada de desprecio hacia una persona.
Si oímos decir de alguien que “está hecho un tronco” se refiere a que está privado del uso de los sentidos. Coloquialmente hace referencia a “estar profundamente dormido”. Actualmente parece que ha perdido el sentido peyorativo al ser usado como sustituto de camarada, compañero o amigo, en el sentido ya referido mejorando su carga despectiva.
No se trata de que nos rasguemos las vestiduras y nos ofendamos cada vez que nos apostrofan con determinados vocablos, pero sí de estar al pairo de ello. Sí que se trata de saber qué es lo que decimos, cómo increpamos al otro para no ofender.
Como última novedad en el uso de muletillas palabreras y supongo que remontando el manido y re-usado (“gastado y deslucido por el uso”) “tío-tía”, aparece como cantinela el vocablo “hermano”. Decir “hermano”, hasta ahora, era hacer referencia a lazos de cariño, de admiración o de apego a ese miembro (o “miembra”) de la familia al que nos unen vínculos de sangre, de educación compartida, de travesuras y encubrimientos protectores frente a la rigidez necesaria de los padres.
“Hermano” era y sigue siendo una palabra afectuosa, que nos da seguridad, que ahuyenta soledades y hace compañía… Usada como muletilla pierde el envoltorio de afecto y ya no suena cariñoso. Queda encajado en el chapurreo del hablante como un mendrugo que desechamos y vaciamos del calor humano que dicho vocablo atesora.
Supongo que la moda es copia del trabalenguas que oímos en películas del Bronx neoyorkino. Era bonito incluso atribuírselo a una persona cuando decimos de alguien que es como un hermano, con quien nos unen vicisitudes, aventuras varias, dulces y gratificantes unas, amargas y dolorosas otras.
Repetido como cantinela es un palabro frío que hemos desollado hasta desnudarlo de esa calidez que nos hace abrazarnos con fuerza en un momento de alegría o en un mal trago, en circunstancias luctuosas o para darnos ánimo en un revés. Quiero realzar esos valores que atesoran y regalan los hermanos, la amistad, la familia.
Es claro que en cada época y en cada lugar hay sonsonetes repetitivos y redundantes que incluso identifican la procedencia del personal. Como ejemplo cercano, el monocorde “che” valenciano, también empleado en Argentina o Bolivia, es una interjección que se usa para así reclamar la atención del interlocutor.
Hay otras perlas que merecen comentario aparte, como “¿entiendes?”, o el machacón “¿comprendes?”, “¿te enteras?” que dejan al oyente con cara de “alelao” al no saber si le toman por obtuso o más bien por “atontao”. ¿Lo pillas? Pues suéltalo, que pica…
Bien es cierto que empobrecíamos el socorrido lenguaje, ya de por sí amputado, con los SMS, al escribir con abreviaturas como “xq” en lugar de porque o por qué; o “tb” en sustitución del adverbio también. Y así muchas palabras más. La lista sería larga. De la ortografía mejor no hablar.
¿Razones de dicho dislate? Prisas, economía del lenguaje, “modernez” rompedora de esquemas… Un poco de todo. Eso no estaba ni bien ni mal hasta que pasamos a emplear el lenguaje de forma despreocupada, por no decir soez y rayando en la impertinencia o en la falta del elemental respeto debido al interlocutor, máxime si es una persona mayor.
Como irónica nota de humor por mi parte, en más de una ocasión he devuelto algunos exámenes con comentarios en abreviaturas no entendibles, hecho que ha ocasionado la protesta del alumno que no entendía nada. Mi respuesta era comprensible: yo tampoco sé lo que quieres decir. Obviamente, el examen era calificado después de entrevistarnos, nunca antes y, en justicia, el hecho no afectaba a la calificación.
Hace ya tiempo que se puso de moda, al hablar con el otro, decirle “tío o tía” y de cada dos palabras calzamos un estrepitoso “tío” para darle más énfasis a nuestro atropellado discurso y nos quedamos tan panchos. Y resuena sin cesar un sonoro “tío” por aquí, un “tía” por allá envueltos en “mogollón” (cantidad) de variopintas expresiones.
Las palabras “tío o tía” se abren en un amplio abanico de significados positivos y negativos. En Andalucía es un apelativo muy querido, hasta el punto de darle un matiz muy coloquial o familiar, sobre todo cuando decimos “tito o tita” refiriéndonos a un pariente por parte de madre o padre. Es una palabra cariñosa que, incluso en otras partes del país, se aplica a amistades próximas a la familia, sobre todo a los varones.
Cuando dicha palabra la usamos como un latiguillo con el que castigamos el oído del colega que nos escucha, da la impresión que hemos despojado el vocablo del afecto y cariño que atesora. Debo reconocer que con bastante frecuencia suena –a mí así me lo parece– como algo grosero y despectivo.
A veces escuchamos un bronco “tíaaa…” que se escapa de las profundidades guturales de algunas chicas que pasean en animada y entusiasmada cháchara. Llama la atención, especialmente, ese énfasis que le suelen dar a dicho vocablo. En la actualidad se usa “tío o tía” como incorregible muletilla.
Pero su significado no siempre ha sido cariñoso y familiar. Originalmente se refería a persona rústica, grosera, miserable, un pobre diablo. En el medio andaluz se atribuía al sujeto sin importancia, donnadie o pelanas; también al buhonero que andaba por lagares y cortijadas con su burro, vendiendo mercancías al grito de “ha llegao ya”. Los lectores mayores puede que recuerden al ropavejero.
También lo usamos en tono despectivo cuando decimos ese tío tiene “mala follá” (mala hostia), que es lo mismo que decir que es un “malaje” (mala(n)ge(l,), (mala sombra). La expresión malafollá es “granaína” y en origen significaba que el aprendiz de herrero no sabía follar, es decir “soplar con el fuelle” (sic) trabajando en la fragua.
Luego apareció la moda del “vale” y de cada tres palabras, con intención de informar o comunicar algo, ensartamos toda una ristra de “vales” –afirmativos, interrogativos o exclamativos–, hasta el punto de perder el hilo conductor de la conversación. A veces, dicho vocablo brota del fondo de la garganta en un crujido cacofónico.
Dice Fernando Lázaro Carreter en el libro El dardo en la palabra que “la Academia ha dicho vale a vale, voz que expresa asentimiento o conformidad, bisílabo resolutivo con el que se atajan encargos”. Este vocablo tiene una amplia gama de significados que va desde estar sano (valere), pasando por valer hasta el negativo referido a persona rústica.
"Vale" se ha convertido en un vulgarismo que desintegra el discurrir de la conversación –casi me atrevería a decir monólogo– con otras personas, hasta el punto de empobrecer el lenguaje. Incluso ofrece un cierto matiz de impertinencia por parte del hablante cuando parece que lo emite como un grosero "¡que te calles!", "¡déjame en paz!".
El abuso de dicho vocablo está en el indebido y reiterativo uso que se hace del mismo. Es un monosílabo atajante porque parece querer cortar el proceso de comunicación y es tajante al mostrarse como un contundente "¡basta!". ¿Objeción? Repetido al buen tuntún, como un relleno inútil, hiere el diálogo que se pueda establecer con otra u otras personas por la insistente utilización del mismo.
Su machacón uso elimina términos significativos y mucho más ricos como “conforme”, “de acuerdo”, “como quieras”, “bien”... En opinión de Lázaro Carreter, este vulgarismo que tala la riqueza lingüística es un síntoma de pobreza léxica, aunque señala que ha hecho un favor al idioma al sustituir y, en cierta manera, neutralizar el “ok” inglés.
Para terminar, unas pinceladas más. Y no digamos nada cuando atizamos un “mola” (del caló “gustar”) “mogollón” (gorrón, holgazán, lío o jaleo son algunos de sus significados) que en sentido coloquial se refiere a cantidad. “Guay” pasa del poético “ay” para afincarse como “estupendo, muy bien”. Del “super mega guay” mejor no hablar…
Atención merece también el rotundo “tronco” con el que se interpela cariñosamente a alguien, aunque su significado sea muy distinto puesto que hace referencia a “persona insensible, ruda inútil o despreciable”, por lo que dicha palabra va cargada de desprecio hacia una persona.
Si oímos decir de alguien que “está hecho un tronco” se refiere a que está privado del uso de los sentidos. Coloquialmente hace referencia a “estar profundamente dormido”. Actualmente parece que ha perdido el sentido peyorativo al ser usado como sustituto de camarada, compañero o amigo, en el sentido ya referido mejorando su carga despectiva.
No se trata de que nos rasguemos las vestiduras y nos ofendamos cada vez que nos apostrofan con determinados vocablos, pero sí de estar al pairo de ello. Sí que se trata de saber qué es lo que decimos, cómo increpamos al otro para no ofender.
Como última novedad en el uso de muletillas palabreras y supongo que remontando el manido y re-usado (“gastado y deslucido por el uso”) “tío-tía”, aparece como cantinela el vocablo “hermano”. Decir “hermano”, hasta ahora, era hacer referencia a lazos de cariño, de admiración o de apego a ese miembro (o “miembra”) de la familia al que nos unen vínculos de sangre, de educación compartida, de travesuras y encubrimientos protectores frente a la rigidez necesaria de los padres.
“Hermano” era y sigue siendo una palabra afectuosa, que nos da seguridad, que ahuyenta soledades y hace compañía… Usada como muletilla pierde el envoltorio de afecto y ya no suena cariñoso. Queda encajado en el chapurreo del hablante como un mendrugo que desechamos y vaciamos del calor humano que dicho vocablo atesora.
Supongo que la moda es copia del trabalenguas que oímos en películas del Bronx neoyorkino. Era bonito incluso atribuírselo a una persona cuando decimos de alguien que es como un hermano, con quien nos unen vicisitudes, aventuras varias, dulces y gratificantes unas, amargas y dolorosas otras.
Repetido como cantinela es un palabro frío que hemos desollado hasta desnudarlo de esa calidez que nos hace abrazarnos con fuerza en un momento de alegría o en un mal trago, en circunstancias luctuosas o para darnos ánimo en un revés. Quiero realzar esos valores que atesoran y regalan los hermanos, la amistad, la familia.
Es claro que en cada época y en cada lugar hay sonsonetes repetitivos y redundantes que incluso identifican la procedencia del personal. Como ejemplo cercano, el monocorde “che” valenciano, también empleado en Argentina o Bolivia, es una interjección que se usa para así reclamar la atención del interlocutor.
Hay otras perlas que merecen comentario aparte, como “¿entiendes?”, o el machacón “¿comprendes?”, “¿te enteras?” que dejan al oyente con cara de “alelao” al no saber si le toman por obtuso o más bien por “atontao”. ¿Lo pillas? Pues suéltalo, que pica…
PEPE CANTILLO
FOTOGRAFÍA: DAVID CANTILLO
FOTOGRAFÍA: DAVID CANTILLO