Mi tío Pepe ha aparecido de repente con su alegría, sus ganas de vivir y su presente perpetuo. Vividor convencido desde que lo conozco. "Vividor": palabra bonita a la que le han colgado un sentido peyorativo terrible –seguro que fue alguno de la curia–. Siempre me dice: "Sobrina, mira ese cielo, esa luz, esos árboles... Todo esto es un regalo para nosotros, solo tenemos el ahora, no mires más para otro lado ¡y vive, coño!".
Me hace reír y por un momento me creo la "reina del mambo" y me entran ganas de pintarme los labios rojos –el mundo siempre es más bonito cuando me los pinto–, de subirme a los tacones, de dejar que mi pelo de leona se mueva libre y echarme a la cara con una sonrisa en los ojos que me haga brillar y ser por un día la protagonista con mayúsculas de la novela de mi vida.
Aunque sus palabras hacen que mi adrenalina y mis endorfinas empiecen a brotar de un manantial oculto que se encuentra dentro de mí –un manantial donde las ninfas y los sátiros se besan y se ríen sin fin–, una vez que él se va y con él esa fuerza arrolladora que lo impulsa por el mundo, el miedo hace acto de presencia. El miedo es ese paralizador que me impide gritar, que me impide correr, saltar, sentir y que me ha convencido de que mi papel es el de segundona.
Esta vez, el hermano trotamundos de mi padre ha aparecido con dos entradas. Hace un mes fue mi cumpleaños, fecha que para mí no representa nada. A pesar de la insitencia de mi prima, preferí pasarlo sola encerrada en mi cuarto con Jane Eyre. Ella me entiende, ella sabe lo que es vivir en un orfanato y sentir que estás sola en el mundo. Pero, sin embargo, tiene algo de lo que yo carezco: una fuerza vital que la mueve a querer mejorar, a no achicarse ante el poder o el dinero y una fantástcia autoestima que la sostiene frente a cualquier vendaval, del tipo que sea.
Ahora ha llegado mi regalo: una entrada para el concierto de Stacey Kent, una cantante de jazz angloamericana. "Vístete y nos vamos", fueron sus órdenes. Antes de entrar al teatro en el que se iba a celebrar el concierto, me miró a los ojos como tratando de hipnotizarme y me obligó a cerrar los ojos. "Siente tu cuerpo, siente cómo el aire entra y sale de ti. Utiliza tus sentidos y sumérgete en la voz fresca y suave de esta mujer".
Creo que mi mente captó el mensaje sin procesarlo –si lo hubiera hecho, la guerra interna no me habría dejado disfrutar– y desde la primera nota del maravilloso piano, seguido por el vibrante bajo, las escalofriantes "escobillas" del percusionista y el elegante saxofón, mi corazón empezó a flotar en un aire limpio de cadenas y millones de sensaciones y emociones se movieron como pájaros dentro de mí.
Su sonrisa, su delicadeza, sus palabras en un portugués que querría ser español, su complicidad con su marido saxofonista, sus movimientos lentos, su tierna timidez... hicieron de esa noche un recuerdo que ya está archivado en ese frasco interno en el que voy guardando pequeñas pastillas de felicidad y que me son tan útiles en los momentos en los que la voz tenebrosa me pregunta: "¿Para qué todo esto?". Hoy puedo responder: "Para sentir".
Me hace reír y por un momento me creo la "reina del mambo" y me entran ganas de pintarme los labios rojos –el mundo siempre es más bonito cuando me los pinto–, de subirme a los tacones, de dejar que mi pelo de leona se mueva libre y echarme a la cara con una sonrisa en los ojos que me haga brillar y ser por un día la protagonista con mayúsculas de la novela de mi vida.
Aunque sus palabras hacen que mi adrenalina y mis endorfinas empiecen a brotar de un manantial oculto que se encuentra dentro de mí –un manantial donde las ninfas y los sátiros se besan y se ríen sin fin–, una vez que él se va y con él esa fuerza arrolladora que lo impulsa por el mundo, el miedo hace acto de presencia. El miedo es ese paralizador que me impide gritar, que me impide correr, saltar, sentir y que me ha convencido de que mi papel es el de segundona.
Esta vez, el hermano trotamundos de mi padre ha aparecido con dos entradas. Hace un mes fue mi cumpleaños, fecha que para mí no representa nada. A pesar de la insitencia de mi prima, preferí pasarlo sola encerrada en mi cuarto con Jane Eyre. Ella me entiende, ella sabe lo que es vivir en un orfanato y sentir que estás sola en el mundo. Pero, sin embargo, tiene algo de lo que yo carezco: una fuerza vital que la mueve a querer mejorar, a no achicarse ante el poder o el dinero y una fantástcia autoestima que la sostiene frente a cualquier vendaval, del tipo que sea.
Ahora ha llegado mi regalo: una entrada para el concierto de Stacey Kent, una cantante de jazz angloamericana. "Vístete y nos vamos", fueron sus órdenes. Antes de entrar al teatro en el que se iba a celebrar el concierto, me miró a los ojos como tratando de hipnotizarme y me obligó a cerrar los ojos. "Siente tu cuerpo, siente cómo el aire entra y sale de ti. Utiliza tus sentidos y sumérgete en la voz fresca y suave de esta mujer".
Creo que mi mente captó el mensaje sin procesarlo –si lo hubiera hecho, la guerra interna no me habría dejado disfrutar– y desde la primera nota del maravilloso piano, seguido por el vibrante bajo, las escalofriantes "escobillas" del percusionista y el elegante saxofón, mi corazón empezó a flotar en un aire limpio de cadenas y millones de sensaciones y emociones se movieron como pájaros dentro de mí.
Su sonrisa, su delicadeza, sus palabras en un portugués que querría ser español, su complicidad con su marido saxofonista, sus movimientos lentos, su tierna timidez... hicieron de esa noche un recuerdo que ya está archivado en ese frasco interno en el que voy guardando pequeñas pastillas de felicidad y que me son tan útiles en los momentos en los que la voz tenebrosa me pregunta: "¿Para qué todo esto?". Hoy puedo responder: "Para sentir".
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ